"Las furias, según la mitología griega, viven en el Erebo. Son más viejas que cualquier otra deidad del Olimpo y su misión consiste en escuchar las quejas de los mortales y castigar los delitos persiguiendo implacablemente a los culpables. Las furias son viejas, tienen serpientes en vez de cabellos, cabezas de perro, alas de murciélago y cuerpos negros como el carbón. Llevan látigos con puntas de metal y sus víctimas mueren durante el suplicio. Es imprudente mencionar sus nombres; de ahí que habitualmente se les llame Euménides, que significa las amables".
("Los mitos griegos", Robert Graves).
Hasta la aparición y consolidación de la Victimología como disciplina científica la víctima de los delitos sufría el más absoluto desprecio, no sólo del Derecho Penal sino también de la Criminología y la Política Criminal. El Derecho Penal, como ordenamiento punitivo y sancionador, se centraba en el delincuente reservando una posición marginal para las víctimas. En el proceso penal los derechos y garantías de los acusados eran salvaguardados con más celo que los de las víctimas. Por otra parte, la Criminología hacía hincapié sólo en la parte activa del delito, es decir en el delincuente y en su comportamiento, considerando a la
víctima un mero objeto neutro y pasivo. Además la propia Política Criminal operaba tan solo en el campo de la prevención y anticipación del crimen y descuidaba el acompañamiento y resocialización de las víctimas, tan necesaria en muchos casos. Las víctimas, en el mejor de los casos, sólo inspiraban compasión, y en el peor indiferencia. Reducidas a un mero papel testifical eran sometidas a una doble victimización: la que sufrían por parte del delincuente y la que derivaba de su encuentro con la indiferencia burocrática del sistema jurídico y sus instituciones.
En las sociedades modernas y civilizadas es el Estado el que asume el monopolio del "ius puniendi" en todas sus fases -persecución, proceso y condena- pero, incluso cuando las instituciones jurídicas actúan con eficacia y prontitud, queda en las víctimas siempre un regusto de insatisfacción, la sensación de que el daño no ha sido reparado del todo, de que no se ha hecho verdaderamente justicia. En estas circunstancias y desde un punto de vista estrictamente psicológico, quizá la
venganza -la más primitiva de las expresiones de la compensación del daño sufrido a manos de otro- sea la única capaz de calmar el dolor emocional que se añade al perjuicio patrimonial, físico o moral sufrido por la víctima. Surgen entonces los justicieros, esos personajes tan literarios y cinematográficos que buscan la justicia fuera de la ley y que, por lo general, despiertan la comprensión e incluso la admiración del pueblo, que muchas veces está convencido, como una de las protagonistas de esta novela, de que "el Derecho se cargó a la justicia".
En
Valencia, como en cualquier gran urbe, hay mala gente. Esta ciudad soporta un entramado delictivo que somete violentamente a cientos de mujeres al yugo de la prostitución forzosa. Unas cuantas de ellas rezan a la "Virgen de las rameras", deidad sincrética orisha-cristiana que al parecer atiende sus ruegos. Pronto empiezan a morir en extrañas circunstancias algunos hombres "
sucios y malvados". La inspectora
Rosa Besalduch y su equipo del Grupo de Homicidios de la Policía Judicial de Valencia empiezan a investigar y se dan cuenta de que la muerte de estas personas "parece normal pero a la vez no lo es y que cuando se mira en lo que es anormal, la cosa vuelve a ser corriente". Algo desconcertante está pasando.
Al mismo tiempo
Daniel, un hombre roto desde la infancia y que mantiene un precario equilibrio psicológico gracias a la escritura de un diario terapéutico, es requerido por un curioso grupo de mujeres -"les dones de la cadira"- para prestar sus servicios especiales en favor de la causa de éstas. Daniel tiene un portentoso oído musical que le permite percibir la verdad del mundo y de la gente, analizando el tono en el que se expresan.
Con "
Sucios y malvados"
Juanjo Braulio, como ya hiciera en "El silencio del pantano", cuenta mentiras para decir verdades y lo hace situando el foco sobre una serie de realidades vergonzantes y dramáticas (prostitución, trata de blancas, violencia de género...) que merecen no sólo nuestra atención, sino también nuestra reflexión y condena. No pontifica, no moraliza, sólo muestra. Desvela ciertas situaciones que ponen bien a las claras que "lo que es y lo que debería ser casi nunca coinciden" y todo esto lo logra haciendo gala de una erudición poco frecuente en las novelas de género negro.