Zadie Smith irrumpió en el mundo literario como un elefante en una cacharrería. Contaba sólo veintitrés años cuando deslumbró a propios y extraños con “Dientes Blancos” (Salamandra, 2001) y fue señalada como la gran figura emergente de las letras británicas.
Era aquella una obra ambiciosa y coral que desbordaba los cauces habituales de una ópera prima, una historia que recorría la segunda mitad del siglo XX a través de las vicisitudes de dos excéntricas familias londinenses. Un aventurado puzle histórico, social y multiétnico. A su autora se la comparó con Rushdie, con Kureishi, fue entronizada por unos y criticada por otros, convertida primero en un icono de la industria cultural y atacada sin piedad cuando su segunda novela, “El cazador de autógrafos” (Salamandra, 2003), no cumplió con las expectativas.
Pero Zadie Smith sobrevivió al éxito. Lejos de convertirse en uno de esos fenómenos que se consumen en su propia intensidad, ha ido labrándose desde entonces una carrera de largo alcance, cocinando ensayos y novelas a su propio ritmo, un tanto alejada de ese foco mediático que a punto estuvo de devorarla.
Buen ejemplo de ello es “Sobre la belleza”, donde sin renunciar a la frescura y agilidad narrativa que marcan su estilo, se intuye un tránsito hacia una prosa más pausada, que ahonda en las relaciones entre padres e hijos, entre maridos y mujeres, y también entre profesores y alumnos, pues nos encontramos en lo que viene a llamarse una novela de campus. Ambientada en la pequeña —y burguesa— localidad de Wellington, sede de una de las universidades cercanas a Boston, Smith nos sumerge en un microcosmos particular donde el bagaje cultural acaba por convertirse en una pátina con la que cubrir los desamparos vitales de sus protagonistas: catedráticos henchidos de orgullo e inseguridades, adolescentes que tratan de encontrar su camino —acosados por las expectativas, el deseo sexual y las impertinencias de las modas— y mujeres que al principio aparecen un tanto relegadas a sus papeles de madres, hijas o esposas, pero sobre las que acaba pivotando toda la fuerza de la historia.
Rindiendo homenaje a su admirado E.M. Forster, la novela coquetea con la misma estructura que el escritor inglés utilizó en “Regreso a Howards End”: la relación entre dos familias enfrentadas pero al mismo tiempo unidas por un malentendido amoroso. En este caso, tenemos por un lado a los Belsey, matrimonio mixto entre un catedrático inglés en plena crisis de la mediana edad —Howard— y una enfermera afroamericana —Kiki—, amante esposa y madre colosal (en sentido literal y también figurado); tienen tres hijos, la brillante pero insegura Zora, el idealista Jerome y el inquieto Levi. Al otro lado aparecen los Kipps, británicos de origen haitiano recién instalados en Wellington, pero cuyo cabeza de familia —Monty— es conocido por ser el adversario más acérrimo de Howard en el ámbito académico (ambos son especialistas en Rembrandt).
Los Belsey son liberales, pretendidamente cosmopolitas, están a favor de la integración, los activismos y la discriminación positiva. Los Kipps son conservadores, abiertamente clasistas y abogan por la meritocracia individual frente a las prebendas colectivas. Los destinos de ambas familias vienen entrelazados: sus maridos se detestan; entre ambas esposas surge la amistad; sus hijos se aman, se equivocan, se ignoran y acaban por odiarse.
“Sobre la belleza” es un libro que ofrece más preguntas que respuestas, en sus páginas se indaga sobre la identidad, el desarraigo, el elitismo y la multiculturalidad, pero su autora se cuida mucho de tomar partido o desarrollar cualquier tipo de tesis. Su punto de vista es el de un voyeur que se deleita en la contemplación de la intimidad ajena.
Hay además una reflexión sobre la belleza y el arte, sobre la naturaleza de ambas cosas, y más aún, sobre la cuestión de si debemos entender el arte como algo puramente intelectual, clasista, o acaso su esencia reside en lo espontáneo, en la inherente belleza de un instante fugaz, un arrebato. Y también sobre el lenguaje, las palabras como punto de encuentro o como arma arrojadiza, los códigos, el metalenguaje y los dialectos que la escritora tan hábilmente asocia a sus personajes, dotándolos de vida propia, de una personalidad e idiosincrasia que los hace palpables.
Zadie Smith nos regala una novela apasionada, que combina un gusto por el realismo casi decimonónico con una ironía y un sentido del humor rabiosamente contemporáneos, una obra escrita con el mimo de un orfebre, con una voz propia, potente, a veces melódica como una pieza de música clásica y otras mordiente como una estrofa de rap, siempre incisiva, de mirada abierta y sin complejos.