En el siglo XX la crítica especializada británica propuso la pomposa etiqueta de ‘
novela de pensamiento’ para catalogar los textos de
Aldous Huxley,
Orwell y compañía. Esta denominación resultó un arma de doble filo: por un lado se alababa el trasfondo intelectual y por otro se condenaba a las editoriales a vender contados ejemplares de esos presuntos tostones que a lo postre no lo fueron, convirtiéndose en auténticos bestsellers de culto. Véase el caso de “
Un mundo feliz” o “
1984”, referentes estilísticos y filosóficos que aún hoy continúan citándose.
Entonces, ¿no son todas las novelas frutos del pensamiento?
Robertson Davies responde en “
Ángeles rebeldes” a esa cuestión algo capciosa sin proponérselo. A priori apostaríamos a que en un relato de este tipo encontraremos cultismos y tecnicismos ininteligibles, elitismo clasista, malabares mentales inasequibles, un lenguaje críptico y aséptico, personajes pagados de sí mismos -semidioses que disfrutan moviendo los hilos de sus semejantes inferiores-, esnobismo a raudales y quizá como consecuencia de lo anterior, aburrimiento, mucho aburrimiento.
Y sin embargo, “
Ángeles rebeldes”, candidata a ese dudoso honor por el currículo de su autor y la temática que aborda, se presenta como una historia inteligente sin alardear de ello. Es humilde, honesta y generosa. Cumple con los requisitos para que los puristas la admiren (ambientada en una reputada universidad canadiense de hechuras tardogóticas, protagonizada por académicos, eminencias, ratas de biblioteca, coleccionistas, prelados de mente abierta, filósofos tan irreverentes como mendicantes, y hasta por una especie de aristocracia zíngara que encaja con descaro las tradiciones medievales en la sofisticada y progresista modernidad). Hay, pues, ciencia, lógica, discurso y empirismo, exóticos toques de pensamiento mágico e historiografía, incluso se mencionan a prohombres del pasado –
Paracelso,
Rabelais- como si fueran colegas de departamento, melopeas y cotilleos. Nos sumerge en un entorno de elegidos, de cerebros privilegiados dominados por la constante sed de conocimiento. Vistos desde fuera rozan la perfección canónica y el sopor.
Casi nada de esto invitaría a sospechar que esta pulcra y soberbia construcción narrativa pudiera también revelarse entretenida, liviana, accesible y adictiva. Porque lo es, y con una maestría que abruma bastante más que la supuesta altura de miras que disecciona con malévolo cariño. En una atmósfera donde impera la Razón con mayúscula se cuelan las bajas pasiones, los miedos y los anhelos, en infantilismo narcisista de seres adultos supuestamente realizados, el mal de ojo gitano, las envidias insanas y las aún peores, los enamoramientos, las deudas y los dolores, las contradicciones que se arrastran y ocultan hasta que una broma las pone bajo el foco y ante el taquígrafo. Lo escatológico se mezcla con lo analítico y el tarot, el instinto con la concienzuda investigación, dios pierde a sus ángeles rebeldes y estos se instalan en las habitaciones de la
Entelequia (sobrenombre de la institución educativa que aloja y contextualiza las tramas y las vidas que pululan en ella) y lejos de ejercer como custodios se dedican a enredar en la condición humana de los anfitriones.
Es tan proverbial y lograda la capacidad de síntesis -el esfuerzo por la sencillez- de los cronistas anglosajones que ya no valoramos lo suficiente ese ejercicio virtuoso de mostrar lo inalcanzable, lo reservado a unos pocos sabios, con amenidad y sin artificios, a modo de un mero puzle apto para todas las edades. Y en esas múltiples lecturas posibles, en esos guiños para distintos niveles, caes rendido y agradecido pues tienes entre las manos una ‘novela de pensar’ y de regalo, lo estás haciendo sin que haya que lamentar muertos ni heridos.
Por cierto,
Robertson Davies se mofa sutil y elegantemente de aquellas ‘novelas de pensamiento’ a través de un personaje que asegura haber escrito una de estas, la más notable de todas, la que cambiará para siempre los paradigmas de la Humanidad. Y claro, provoca la risa.