La visita

Chema D. Garrido
Quedará para siempre el misterio de su llegada. Me esperaba en el pasillo, en postura de descanso, bajo la escasa luz de la bombilla me saludó con un educado "miau". Debí de suspirar, como vengo haciendo siempre que vuelvo a descansar mis huesos en este pisito de alquiler donde nadie me espera después de diez horas cargando sacos de cemento y mortero en el almacén.

Me tomé la aparición con tranquilidad, digamos que escéptico, puede que con una pizca de resignación, puede que hasta sonriera, pueda que hasta me alegrara la imprevisible visita de un gato, un pacífico y negro felino que parecía tan domesticado y urbano como tantos de ellos, un ser vivo que me miraba, como yo a él, fijamente.

Vigilaba impasible mis primeros pasos, girando el cuello para no perderme de vista, tan tranquilo, tan pacífico tras aquel " miau" con que se había presentado. Entré en la cocina, primera puerta a la derecha, pulsando la minúscula lamparilla de la que hace años me valgo ante la falta de presupuesto para arreglar el fluorescente. El animal me siguió, educado, sigiloso, sin perderme de vista.

¿ Cómo había tenido esta criatura el mal gusto de elegir mi tabuco para destino no sé si de una huida o un errante paseo?, me pregunté, y sobre todo, cómo demonios había podido escalar a una cuarta planta sin ascensor para introducirse en los escasos cuarenta metros cuadrados donde se encogen mis huesos día tras día. Descartada la posibilidad de la puerta de acceso a la vivienda, había que centrar la sospechas en el ventanuco de la cocina o del único dormitorio, ambos dan al patio interior, pero ambos, como pude comprobar, los había cerrado al salir para que no se cuele el aire, el aire y el ruido de un mundo que cada día se interesa por mí lo mismo que yo por él. Por otro lado, el patio interior mostraba una pared vacía de asideros que volvía prácticamente imposible para un gato escalar hasta el ventanuco de la cuarta planta. Por lo demás, la reducida salita donde ahogo mis horas y mis penas carece de ventilación.

Lo miré, nos miramos: no había mucho más que decir, los hechos, me dije, son los hechos, hay que asumirlos, vengo asumiendo tantos y con tanta resignación, que creo que ya no respiro, sino suspiro.

En el frigorífico vegetaba el par de salchichas que comimos acompañadas de leche y mendrugos de pan. El pan lo troceé sobre el plato donde se bebió hasta la última gota, debía de llevar horas sin probar bocado. Yo me conformé con las salchichas y un vaso de agua, pero lo vi tan ávido que acabamos compartiéndolas. Al terminar, levantó una pata y se la llevó a la boca: tuve que reírme imaginando los buenos modales en que debió de ser educado por sus antiguos dueños.

Lo siguiente como siempre era ponerme cómodo, encender la TV, suspirar, masajear mis doloridos hombros, caer en la ensoñación de algún documental o insulsa película que me arrastrara bostezando hasta el camastro. Sin embargo, ahora tenía que pensar en esa novedad sobre cuatro patas que no dejaba de observarme, tan atento a mis gestos y mis movimientos, siguiéndome por los oscuros rincones de este agujero. No puedo decir que la intromisión de este elemento inesperado en la rutina me irritara, al contrario, respiré una especie de alivio ante esta novedad que me obligaba a improvisar una serie de acciones nuevas. Por una noche, me dije, no vamos a volvernos locos. Localicé por mi teléfono el local de la protectora de animales más cercano, mañana recorrería el escaso kilómetro de distancia, ya había preparado la caja de cartón para transportarlo, sería cuestión de levantarme una hora antes para luego tomar la línea de metro que me lleva a esa trituradora de huesos llamado almacén.

Solo dispongo de un precario calefactor, y solo lo hago funcionar en el dormitorio por un intervalo de tres a cuatro horas en la noche, de modo que le preparé un pesebre con retazos de lana y una raída manta a los pies de mi tumba de sueños. No me acosté hasta verlo acurrucarse bien abrigado.

Por una noche, y después de largo tiempo, tenía alguien en quien pensar: puede que lo dijera en voz alta, justo antes de rezar y besar la pequeña fotografía de mis padres.

Antes de que sonara la alarma del móvil, un sobresalto me hizo despertar bruscamente. Al instante comprobé que el animal había abandonado el pesebre para instalarse sobre mi pecho, removiéndose entre las sábanas. Sentí una placentera ola de calidez mientras lo sujetaba entre mis manos, y de nuevo acomodados, volvimos a dormir.

Amanecí aguijoneado por el hambre, preparado para recibir el primer espasmo de frío en el pasillo. Con que tiemble uno de los dos es suficiente, le dije, y lo dejé arropado sobre la cama. Calenté la poca leche disponible y añadí unos pedazos de pan, lo devoró todo. Ya me las arreglaría yo en la calle después de dejarlo en la protectora. Me duché rápidamente por las dos razones más poderosas que conozco: vestirme rápidamente para no morir congelado y ahorrar gas butano.

No le gustó nada al gato verse en aquel encierro, me lo hizo saber al instante con un segundo " miau" de pánico, así que cerré de inmediato la caja para que sus quejas no me alcanzaran. De poco sirvió, porque el continuo frufrú de sus pezuñas contra las paredes me transmitían el alto grado de malestar que le había provocado el encierro, y no debía yo volar muy lejos para imaginar su nivel de sufrimiento: ¿ acaso no era mi existencia la propia metáfora de una celda de frío, oscuridad y soledad desde tanto tiempo que había olvidado cuando comenzó todo? De modo, me dije, que si no lo deseaba para mí, era una vil injusticia imponérselo a mi pobre compañero.

Me senté, más bien me desplomé en la ruina de sofá que acogía mis huesos cada noche con la caja entre las manos. Un suspiro de abatimiento vació mis pulmones, miré las paredes, el techo, miré el suelo desnudo sin una sola alfombrilla que pagarme, miré los muebles, lo miré a él, que ya correteaba en libertad. Recuerdo cómo me reí al verlo ejecutar unas cabriolas en el aire de puro contento, un conjunto de cómicas piruetas, se diría que con el deseo de homenajear a su liberador. Y recuerdo cuánto me reí, porque recuerdo cuánto lloré a continuación.

En fin, disponía de minutos para bajar a la tienda y hacerme de un cartón de leche y galletas antes de volver al almacén. Fue al depositar el plato en el suelo de la cocina, cuando comprobé maravillado que en el minúsculo habitáculo donde está, aunque no funcione, la lavadora junto la fregona y trastos diversos, el gato había elegido un pequeño rinconcito para sus necesidades. Debes de proceder de buena familia, compañero, le dije acariciándole la testa. Durante todo el día no dejé de pensar en los cuidados que iba a necesitar, yo no era nada experto en convivencia con estos animales, desconocía sus costumbres y hábitos, sus ritos, así que me dejé asesorar por varios compañeros con experiencia. Incluso me indicaron las marcas de comida de gato más baratas, y por supuesto, sin pérdida de tiempo, debía pasar por las expertas manos de un veterinario para chequear su estado de salud. También me indicaron las consultas más baratas de la ciudad.

Fue así como me vi envuelto en una nueva rutina, acaso si digo una nueva vida resulte grandilocuente u osado, pero es lo cierto que la aparición de quien decidí llamar Tommy endulzó el caminar de estos huesos que aun hablan y sienten además de dolerse de la vida y los sacos de cemento. Cierto igualmente que a mi magra economía hubo que aplicar ajustes, ajustes en los pocos dispendios que podía permitirme tales como unos tragos de cerveza o tabaco de liar, y cierto que volví a dejarme ver en vergonzosa visita a las puertas del Banco de Alimentos, donde, para mi sorpresa, había disponibles frascos de comida para gatos, enorme gentileza de las clases medias y altas de este país hacia los felinos domésticos. Llegaba a casa con mejor ánimo, me había acostumbrado al "miau" de bienvenida cada noche, sintiendo el roce de su lomo en mis tobillos cuando me dejaba caer arrumbado como si acabase de recorrer a pie leguas por entre montañas, y de un salto se instalaba entre mis piernas, se enroscaba y movía las orejas para indicar que ya podía empezar a contarle lo que quisiera. Si además le rascaba la cabeza y el cogote ( donde por cierto había advertido una especie de forúnculo, quiste o dureza subcutánea), no había límites para la duración de la charla, sus largas y puntiagudas orejas se erguían para atender a los suspiros y lamentos de este saco de huesos. Hablaba con él, claro, yo diría que hablábamos, no sé explicarlo de otro modo, el caso es que parecía entender y adivinar mis propósitos antes de ejecutarse, y tras la cena veíamos juntos la tele. Otras veces me sorprendí enseñándole el álbum de fotos de un hombre que fue feliz, una serena alegría allá tan lejos, de los lugares que fueron teatro de esa dicha, un hombre ligero y libre rodeado de una mujer joven y unos niños sonrientes a la cámara que años más tarde, requiebros de la vida, lo dejaron solo. ¡ Cómo he aprendido que la alegría es un préstamo, que no nos pertenece del todo sino como premio pasajero sin saber a veces por qué méritos nos vino y por qué errores se fue ! La casa, al menos, me recibía con otro aroma desde su llegada.

El único día libre de la semana, el domingo, suelo pasear hasta una taberna donde coincidimos un grupo de compatriotas en común añoranza del millón de vivencias dejadas en nuestra tierra, compartiendo en vasitos de plástico el canelazo barato que despacha en tetrabrik. Iba muy contento con mi gato en el regazo, mostrándolo a todos igual que una madre con su bebé. De todos recibió caricias, comentarios, y me sentí muy orgulloso, algo feliz, con Tommy pegado a mi pecho. Recuerdo, cómo no, el instante en que fui a por otro poco de canelazo para el grupo y una mujer desconocida se volvió admirada. Mientras acariciaba al gato me miró con dulzura, quiso conocer su nombre, luego el mío, porque ella se había presentado de forma muy amable, le calculé una edad similar a la mía, y hablamos de gatos. Me aseguró que ya había superado la tristeza tras la muerte del suyo, un siamés que anduvo trece años maullando por la vida, y mientras recordaba sus anécdotas seguía acariciando la cabeza de Tommy y repartiendo sus miradas entre él y yo. Al comienzo me costó mantener la conversación, supongo que por la falta de costumbre, pero en pocos minutos me sentí tan a gusto que había olvidado para lo que había ido al mostrador, aunque las piernas me temblaban un poco. Me dio consejos de alimentación, recuerdo su distinción natural, la fluidez, el encanto con que me transmitía sus amor por los gatos, la limpieza de su mirada. No recuerdo si la invité a tomar algo, si le propuse que se uniera al grupo, sí recuerdo que tartamudeé más de lo debido, ella volcaba los recuerdos de su gato, cuyo nombre he olvidado, en Tommy, pero cada vez que elevaba la mirada a mi persona yo sentía que hubiera caído un rayo a mis pies. Las orejas me ardieron de repente cuando su risa estalló al saber que yo desconocía la raza de Tommy: bombay, me dijo, y empezó a explicar las diferencias entre esa raza y el gato negro común mientras yo caía en un estado de atolondramiento difícil de explicar. Me preguntó por la calle donde vivía, dijo que la conocía porque allí había ido varias veces a visitar a una antigua amiga, por eso hasta se interesó por el número del portal. Por último lo tomó entre sus manos, un gesto que sirvió para que se acercara más, apenas unos centímetros nos separaban, y mientras hacía enormes esfuerzos por concentrarme en sus palabras no dejaba de sorber aquel aroma como la leche de los pechos de nuestras madres.

Poco más duró el encuentro, de cuyo tiempo perdí toda noción. Tomó su bolso y anunció su partida, se me hace tarde, informó con su sonrisa de luz, dio un último arrumaco a Tommy y acercó sus mejillas para que la besara. He de decir que mejor que el beso fue el calor de su mano sobre mi muñeca. Me da vergüenza explicar lo que sentí.

Absolutamente conmocionado debieron de verme mis coterráneos, pues no dejaron de reír y jalearme por el espectáculo, incluso uno comentó que mañana se haría de otro gato para tener éxito parecido…

En fin, terminamos comiendo unas raciones de bravas y unos bocadillos antes de despedirnos, y volvimos a casa Tommy y yo con una especie de euforia de otro mundo, de otro tiempo.

Me atrevo a decir que desde aquel momento el mundo entero se redujo para mí al paso de aquella mujer, a una extraña emoción palpitando en el pecho a cada hora, a cada instante, quizá una insegura esperanza porque algo que yo había creído muerto crecía de nuevo dentro de mí de forma casi dolorosa, admirable. Bueno, hablemos de una proyección del porvenir sobre bases más que inciertas, lo sé, o si se prefiere, de la configuración de un futuro de pronto coloreado de insólitas y vehementes esperanzas, de viñetas donde los tres, ella cuyo nombre olvidé, Tommy y yo dábamos saltos de jolgorio sobre un fondo de eternas primaveras y aguas del Pacífico.

En fin, qué decir cuándo se siente nacer algo grande en el cuerpo y un tiempo nuevo en el mundo gracias a una simple y cordial conversación con una desconocida elegante, una mujer del país que se interesaba por nosotros dos… ¿ No podía volver a ser el soñador entusiasta, el arriesgado provocador del destino que fui antaño, la voluntad que engendra porvenir sobre porvenir con la imaginación llena de planes, de bríos ? 40 años aun prometían futuro, aunque mis huesos dijesen lo contrario...
Lo único que podía pagarme en aquel bar a la vuelta del almacén era el tiempo de un par de chatos de vino infame a 60 céntimos de euro, alargarlos con Tommy en el regazo hasta la hora de cierre, atisbando desde las ventanas y la puerta la aparición de la figura femenina con bolso y abrigo que había pervivido en mi recuerdo.
Entretanto, la pálida rutina de mis días seguía su curso, una rutina endulzada por Tommy y la esperanza de volver a verla. No por ello olvidé, precisamente por ella, la urgencia de ser atendido por un veterinario, motivo por el cual había ido reuniendo monedas en un calcetín gracias a domésticas privaciones en la comida y los tragos. Cuando alcancé la cantidad requerida para una primera consulta, el amable veterinario le hizo un primer reconocimiento que certificó el saludable estado del animal, y en efecto detectó el forúnculo, un absceso, dictaminó, un absceso que si bien no parecía revestir excesiva gravedad debía ser, efectivamente, operado de inmediato. Al saber el coste de la operación, en absoluto la locura estratosférica que temía, salté de alegría, porque en pocas semanas podría reunir la cantidad, incluso pensé en pedir un adelanto al jefe. Y además, tendría una feliz noticia que darle a ella cuando la encontrara…

Y así fraguaba mis sueños, mis ilusiones como llamitas de calor en este siberiano invierno de Madrid, es increíble cómo se viene la noche a la tardes de noviembre y de diciembre sin que nos demos cuenta, sin la lenta despedida luminosa de otras estaciones.

Hasta ayer, ayer mismo. De noche. Al volver del bar sin haberla, una vez más, encontrado.

Posiblemente le contaba a Tommy alguna incidencia del trabajo, el dolor en los omóplatos, la imposibilidad de un fisioterapeuta que aliviara las contracturas, alguna bronca del jefe, algo de esa índole le estaría contando mientras renovaba su plato de leche con las bolitas de pienso.
Unos golpes en la puerta...
Nos miramos. Era imposible recordar la última vez, si es que la hubo, en que alguien venía a casa. Pensé que un despistado se equivocaba de puerta mientras pregunté con cautela antes de abrir. Una voz varonil respondió con otra pregunta: mi nombre y apellidos. Tenían que hablar conmigo, eran del Gobierno, nada importante, señor, explicó en tono convincente, un asunto rutinario.

Cuando abrí la puerta sentí algo parecido a lo que debe ser caerse del planeta, posiblemente se me descolgara la mandíbula, un escalofrío premonitorio: era ella, sonriente y muy cortés, correctamente vestida, acompañada de un hombre joven, alto, trajeado, fornido y muy educado.

Se disculparon aduciendo que el telefonillo no funcionaba, yo les expliqué que el casero se negaba a los arreglos porque con frecuencia me demoraba en el pago del alquiler, igualmente estaba sin fluorescentes en la cocina junto a otras carencias. Creo que empecé a tartamudear.

Solo avanzaron cuando se lo pedí y ocuparon el espacio del saloncito. Al mirar a Tommy, me pareció que una imperceptible mueca alteró sus rostros. Insistieron en que no debía preocuparme por nada. Les ofrecí el sofá, con tan mala fortuna que al sentarse el maldito mueble terminó de descuajeringarse y el hombre pegó un culazo en el frío suelo. Me azoré, pedí disculpas, pero ellos lo tomaron a risa e insistieron en que no me apurara. Mientras ella seguía sentada, el otro declinó el taburete donde yo sí necesité aposentarme: nada bueno iba a depararme la visita.

Fueron al grano, confirmé por segunda vez que yo era el tipo de la foto que aparecía en el expediente con membrete oficial que me mostraron, ecuatoriano, en efecto, diez años en España, permiso de trabajo, limpio de antecedentes, así es, señores, trabajo, trabajo y trabajo, muy mal pagado, lloré, nos hacemos cargo, dijeron, y Tommy se acercó a ella como queriendo saber el motivo de su visita. La mujer sonrió y le tendió un dedo de la mano. A mí, un dolor animal me recorrió como un estremecimiento.

Bien, debo decir que fueron concisos y convincentes, no tenían tiempo que perder, ni ganas. Eran agentes especiales del ministerio de Presidencia, no pareció que sus placas mintieran, el Gobierno participa en un proyecto conjunto y ultrasecreto de la Agencia Espacial Europea junto a otros países, un proyecto del cual, compréndalo, no podían dar más datos ni explicaciones, me informaron. El caso es que en él se ejercían experimentos con determinados animales, libres de cualquier forma de maltrato, recalcaron, y entre estos nuestro querido Tommy desempeñaba una importante participación. A esta altura del relato, con el animal sobre su falda, ella preguntó con gravedad si yo había advertido el forúnculo del cogote. Les contesté que no disponía por el momento de presupuesto para extirparlo, entonces noté cómo respiraron de alivio y se miraron entre ellos francamente satisfechos. El animal se había extraviado inexplicablemente de las instalaciones situadas en un lugar secreto, nadie se explica cómo pudo llegar a la ciudad el solito, y menos aún los motivos de la demora en geolocalizarlo, siguieron contando, porque el temido forúnculo o absceso es en realidad un microchip de última generación, un dispositivo que ejerce las funciones de localizador GPS que rastrea la ubicación de su mascota en tiempo real, permitiéndole saber siempre dónde se encuentra y rescatarla inmediatamente en caso de pérdida. En el caso de Tommy, inexplicable e imperdonablemente, los equipos de rastreo tardaron demasiado en dar resultado. No otra era la razón, explicó ella regalándome su inolvidable sonrisa, del papel que tuvo que interpretar ante mí, debían asegurarse antes de llamar a mi puerta de que se trataba del paradero correcto del animal.

No puedo dudar de que captaron mi desolación al instante. Se levantó un silencio de circunstancias. Tenían la misión de llevárselo, venían preparados para cualquier contingencia, también para la de un vulnerable y mísero inmigrante a quien es muy fácil complicarle su estancia en España. Al saber el nuevo nombre de la mascota, me aseguraron que seguirían llamándolo así en el futuro, igualmente me prometieron que tendría noticias de Tommy regularmente, ellos se encargarían personalmente de hacerme llegar fotografías y videos de su nueva vida, me dijeron su edad real, nueve años, la raza, ya lo sabía, bombay. Eso sí, tuve que firmar el contrato de confidencialidad que me tendieron, y por último, ya los tres en pie con Tommy entre el brazo y el pecho de ella, me dieron un sobre bien nutrido: en nombre del Gobierno español, dijo con solemnidad, queremos agradecer los cuidados hacia Tommy, y el otro, el del culazo del sofá, bromeó con que tendría de sobra para uno nuevo. Nos reímos. Era un buen fajo de billetes de 50: al menos calculé medio año de alquiler, un calefactor de más potencia, calcetines térmicos, pantalones, algún empaste, sesiones de fisioterapia, una convidada a mis paisanos. Pedí por último que me lo dejaran en mis manos unos segundos, lo acaricié, le dije que si lo trataban mal no dudara en volver a escaparse. Volvimos a reírnos.

Fue ayer.

Sigo sin ganas de retirar el platito y los pelos y las deposiciones que me traen su recuerdo, vuelvo del almacén y hago la lista de cosas que voy a poder comprar, un buen masaje a fondo, y suspiro, y enciendo la tele, y siento en la mano los latidos del corazón palpita. Y me froto lentamente la mandíbula, como si me afeitase.
Texto libre Trabalibros

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