La olimpiada de los Carasucias

Felipe Cardona
I.
-Abran paso, es una de las madres- dice un policía que la toma por el codo. En un gesto de forzosa cortesía, la multitud se disuelve y le concede ese horizonte tantas veces soñado. Ya no habrá más noches a un hilo del colapso, no hay espacio para la duda, a pesar del cabello abultado y la extrema delgadez, ese muchacho que corre detrás de la pelota es su hijo.

"Motas" no sabe que su madre lo observa. Para él y sus compañeros de "gallada", el mundo se condensa en ese balón de fútbol que se escabulle como un roedor indomable. Están en medio de una cacería por la supervivencia, en una batalla que está más allá del esparcimiento o el honor. En cada gesto desaforado se adivina el eco de una promesa, en cada disputa por la esférica resuenan las palabras del teniente Salgado: Si ganan la final del campeonato contra el equipo de la Policía, sus prontuarios delictivos quedarán en el olvido y podrán salir de la correccional de menores.

Lo que se vive en el campo de juego es el desenlace de una idea un tanto controversial que surgió en el más hostil de los ambientes: Estamos en la Bogotá de 1972, una ciudad carcomida por la indigencia infantil. Días antes del evento, las calles de la capital colombiana sucumbían ante el desenfado de varios muchachos, que, en el albor de su adolescencia, se entregaban a los humos esquivos del vicio y al brillo nocturno de los cuchillos. Jóvenes temerarios que preferían los azares de la intemperie a tener que enfrentarse a una existencia rotulada por los malos tratos y el desprecio por parte de sus padres.

Por ende, la situación exigía un punto de quiebre y el teniente Alfredo Salgado, comandante de la Policía Juvenil de Bogotá, optaría por una solución inesperada. La primera orden del comandante sería la de acabar con las redadas nocturnas, operaciones habituales donde los niños de la calle eran intimidados por los policías. Había que romper con el recelo, acortar la distancia para mitigar el odio entre los dos bandos. Este gesto inicial fue una carta de presentación inusual que despertó la curiosidad de los "gamines", que siempre habían catalogado a los "tombos" como verdugos despiadados.

La avanzada continuó, el siguiente paso fue dar con el paradero de "Moreno", el emperador de las galladas del centro de la ciudad. Salgado y sus hombres sabían que una reunión con el líder del hampa resultaría definitiva para el propósito que traían en mente. Después de varios acercamientos, "Moreno" los recibiría en su oficina, una suerte de casucha enarbolada con plásticos y maderas rancias cerca a la carrilera del tren del barrio Ricaurte. El líder de las galladas apenas rozaba la veintena, pero tenía el mérito para estar al frente gracias su legendaria sagacidad en las faenas callejeras. Manejaba a los grupos como si fueran gremios donde cada miembro, una vez definidas sus aptitudes, desempeñaba un rol específico dentro del negocio. Los más "avispados" estaban destinados al hurto y los más "caribonitos" a la limosna.

El ambicioso proyecto del teniente Salgado desencadenó el entusiasmo de "Moreno", que ya pensaba en abandonar los azares que cercaban su existencia. La iniciativa giraba en torno a una competencia deportiva de gran alcance llamada "Olimpiadas de los Carasucias", donde los protagonistas serían los habitantes de la calle. El esquema de las justas estaba diseñado para que los "gamines", a través de deportes como el microfútbol, el atletismo, el básquetbol y el ciclismo, pudieran empaparse de un estilo de vida ajeno al clima temerario de las calles.

Una vez finalizada la reunión "Moreno" organizó una especie de conclave con las comunidades o "Camadas" de mayor peso en la capital. A la cita acudieron los "Largos", apelativo que recibían los líderes de las agrupaciones de "Los Puentes", "Tubo Caliente", "El Cinema" y "Puente Aranda". A pesar de la prevención, el veredicto fue apoyar la causa de la policía. Después de todo, la mayoría de las galladas estaban conformadas por adolescentes ansiosos de encontrar el rumbo en una vida que apenas germinaba.

II
Comienza la verbena de los desposeídos, una fila de buses inundados de algarabía arriba al estadio El Campín. Uno a uno los niños descienden y se precipitan por los pasillos ansiosos de alcanzar el verde fastuoso del campo. La visión no puede ser más prometedora, en un lance fortuito del destino, los "gamines" ingresan a un escenario que creían inalcanzable, están pisando el mismo césped de esos ídolos que se han ganado sus reverencias a través de los relatos radiales.

La convocatoria ha reunido a 500 niños desamparados, una cifra alentadora para el teniente Salgado que guardaba sus reservas respecto al éxito del proyecto. Ya no hay vuelta de hoja, la idea de recuperar al "rebaño perdido" da sus primeros pasos. Después de conocer las instalaciones, los muchachos ingresan a los camerinos para ponerse los uniformes. Todas las camisetas están marcadas con los apodos que cada uno se ha forjado en la épica callejera. En las espaldas aparecen apelativos muy sugerentes como "Sangre Negra" "Capone" y "Rifi Rifi". Además, cada convocado recibe un par de zapatos, gesto que lleva a unos cuantos a la nostalgia de los primeros años cuando aún no imaginaban la tortura del frío nocturno en sus pies descalzos.

Empieza entonces la ceremonia. Las graderías del estadio se llenan de curiosos que vienen a contemplar a los nuevos deportistas. El evento se engalana con la pompa de varias carrosas que desfilan en la pista atlética del estadio, los vehículos están decorados con los símbolos representativos de las galladas y pedestales que cuentan con la presencia de mujeres policías que ejercen como madrinas para cada uno de los equipos. En medio de la cancha se emplaza el pebetero que recibirá la llama olímpica. El elegido para portar la antorcha es "Pescado", un niño de 10 años cuyo apelativo responde a su inclinación por los chapuzones en la fuente de la Rebeca y los pozos del Parque Nacional.

La prensa también está presente en el evento y los fotógrafos disparan sus obturadores para registrar la marcha de "Pescado". El portador de la antorcha no sabe que su imagen saldrá impresa en las portadas de los principales periódicos y que uno de esos ejemplares llegará a manos de su madre. Nadie lo sabe, pero quedan pocas horas para el reencuentro entre una mujer desesperada y su hijo perdido, el rebelde aficionado a bañarse como los efebos griegos bajo la mirada atónita de los capitalinos.
La inauguración llega a su fin y el teniente Salgado tiene más noticias para los muchachos. La policía ha improvisado una villa olímpica en el Cuartel General Juvenil para que los atletas puedan refugiarse durante los ocho días de la competencia. Sin embargo, ninguno de los participantes está obligado a quedarse en las instalaciones. Entrada la tarde, el comandante despide a los jóvenes en un acto de fe, pero sin guardar muchas esperanzas de un cuantioso retorno.

Llega la noche y el sargento Baracaldo, que ha sido encargado por el teniente para atender a los muchachos en el cuartel, llama a su jefe para contarle una noticia asombrosa. Del medio millar de jóvenes que asistieron al Campín, sólo dos desertaron. La villa olímpica se encuentra desbordada y será necesario reubicar a unos cuantos en el edificio Bosconia del Padre Javier Di Nicolo en el Barrio Santa Inés. "Los Carasucias" están decididos a jugársela toda por una nueva forma de vida.

Al otro día, mientras el sargento y sus hombres pasan revista en los pasillos del cuartel, se encuentran con una situación muy particular. Todos los jóvenes despiertan con el uniforme y los zapatos puestos. La respuesta a este disparate es contundente: Ninguno ha querido perder su indumentaria a manos de algún ladronzuelo nocturno porque en el mundo de la picaresca siempre habrá alguno que se quiera pasar de vivaracho.

Además de los niños desamparados, en el cuartel también se encuentran los menores privados de la libertad. El teniente quiere darles un chance de redención en las olimpiadas y decide enfrentar a sus superiores con la esperanza de una aprobación. La decisión es compleja debido a toda la burocracia judicial, pero finalmente llega el día en que se abren los cerrojos para estos jóvenes, que agradecidos, se enfilan con arrojo a formar los equipos en las distintas disciplinas deportivas.

Para participar en el campeonato de microfútbol los reclusos forman dos equipos, uno llamado el "Centro de Observación", y el otro a manera de ironía, decide nominarse como "Los Caralimpias". Desde hace varias semanas, en los cotejos que se realizan en el cuartel, hay un joven del primer equipo que sobresale por su talento con el balón, lo llaman "Motas" por el aspecto desaliñado de su peinado, es muy bajo para los 15 años que detenta, pero eso no le resta ni un ápice a su habilidad para burlar a los contrarios en el campo de juego. La historia que el mismo se ha encargado en divulgar, lo expone como el continuador del legado de su padre, el mítico Canino Caicedo, uno de los jugadores más admirados del Independiente Medellín a finales de los años cincuenta. Nadie se atreve a desmentir la leyenda, el hilo invisible con que amansa la pelota da pie para pensar en que sus dones son un obsequio de la genética.

Respecto a su prontuario delictivo, la joven promesa del balompié cuenta con varios incidentes, es un visitante asiduo de los calabozos a raíz de su intrepidez en el mundo del hampa. El talento que tiene para escabullirse en el campo de juego también le es útil en la calle, donde se desenvuelve como un ave de rapiña en el hurto de carteras y automóviles. El adolescente, que escapó de su natal Sevilla cuando apenas tenía ocho años, ha transitado por todos los oficios. Empezó vendiendo periódicos en la esquina de la Avenida Jiménez con séptima, luego se mudó a las huestes de los lustradores, hasta que un desafortunado consejero le habló de una vida promisoria en la delincuencia.

Del destino de su parentela no sabe nada, desde que escapó de su casa el contacto ha sido nulo. Para él y otros tantos de sus colegas, la familia es algo que se elige y en la calle ha encontrado el apoyo desinteresado de otros niños que tienen la premisa de compartirlo todo. Incluso hay una especie de estatuto callejero que los gamines llaman "El Pormis", una práctica que garantiza la equidad en las galladas y se trata de repartir en partes iguales todo lo que se consigue entre todos los miembros del grupo.

Durante los primeros días la empatía entre la policía y los muchachos va creciendo, es la primera vez que ambas facciones conviven al margen de las tensiones. El sargento Baracaldo, con el visto bueno del teniente, idea varias actividades que complementan las deportivas. Crea un cine club donde prima el cine mexicano, por ese entonces muy en boga, además de espacios para el aprendizaje de la lectura y la escritura. Sin embargo, el plan predilecto de los jóvenes es el baño en la fuente del cuartel, allí pasan la mayor parte del día cuando sus galladas no están en competencia. El sargento Baracaldo se ha ganado la confianza de los jóvenes, tanto así que los más arrojados eventualmente le hacen bromas, situación que demuestra un gesto de camaradería en la lógica de la calle. El policía también les ha tomado afecto a los muchachos, y en las declaraciones que da a la prensa, elogia el cambio significativo que han tenido en apenas un par de días.

Los primeros encuentros se llevan a cabo en el complejo deportivo del Salitre. La atención se centra en los juegos de microfútbol que cuentan con la participación de las ligas menores de Millonarios y Santafé, los equipos tradicionales de Bogotá. Sin embargo, para sorpresa de los asistentes, los dos grandes de la capital quedan estancados en la primera ronda luego de una reprimenda memorable que reciben por parte de los "Carasucias" y el equipo de los "Niños del Amparo". Hay entre todos los deportistas, uno que además de "Motas", también se destaca en el microfutbol por sus jugadas imprevisibles y la desenvoltura de su juego. Se trata de "Borracho", un joven pecoso y de frente ancha, que con el paso de los encuentros se ha ganado el respeto de los rivales y la admiración de sus camaradas.

Cada vez que el muchacho se engoma con la esférica, los espectadores entonan airosos un estribillo que idearon para animarlo: "Tres, seis, nueve, el borracho si se mueve". Es tanta la imponencia de su juego, que, una vez terminado el campeonato, un cazador de talentos ya le tiene preparada una plaza en la escuela deportiva. Y no sólo eso, también es el candidato más visible para llevarse el premio al mejor deportista de las Olimpiadas, cuyo botín es un viaje de tres días a la ciudad de Cartagena.

Otro deportista que también brilla en el ámbito del ciclismo es "El Maltés". Con una bicicleta prestada ha ganado casi todas las competencias por un amplio margen sobre sus rivales. Ya se barajan las posibilidades para buscarle un puesto al joven en los equipos profesionales de ciclismo, según los comentarios de los expertos, este muchacho que lleva en la calle varios años puede ser el "Cochice" de la nueva generación.

III
Son los últimos instantes del partido en la cancha del Salitre. "Los Carasucias" no pueden ocultar la ansiedad, van perdiendo por un gol y los policías no ceden ante la presión. Las jugadas providenciales de "Motas" no han dado los frutos esperados. Todo parece indicar que están destinados a volver a la angustia del confinamiento. La presión de la final los tiene a todos en vilo, hasta el teniente Salgado, que observa entre la multitud, se muestra contrariado por el resultado.

Sin embargo, el destino favorece a los desamparados con una falta muy cerca de la portería contraria. "Motas" se apodera del balón y con un guiño indica a uno de sus compañeros para que ejecuten la jugada que tanto han practicado en la cancha del cuartel. Después del silbato, la pelota se filtra en un espacio vacío dejando frente a frente a uno de los "Carasucias" con el portero de los policías. La multitud enloquece cuando la pelota quiebra las manos del arquero y se sumerge en la red, el partido ahora está empatado.

Quedan unos cuantos minutos, pero el gol de los Carasucias desencadena un fervor que los llena de entusiasmo. "Motas" se apodera del balón y en un arranque de inspiración logra superar a sus contendientes. Casi desvanecido, pica la pelota hacía un ángulo imposible de la portería contraria. El guardameta se arroja, pero la esférica ya ha cruzado la raya de gol. Los desamparados se precipitan sobre el anotador, que un instante desaparece bajo un océano de abrazos. Mientras se agasajan sobre el asfalto como si fueran felinos, el árbitro decide finalizar el partido. Los gritos de los "gamines" inundan todo el complejo deportivo y "Motas" es izado en hombros por sus compañeros en un ademán de victoria.

El teniente Salgado se acerca para felicitarlos y pide al héroe del encuentro unos segundos para comentarle una noticia que alterará el rumbo de sus días. "Motas" se aparta del equipo y rompe en llanto cuando reconoce la silueta que viene a su encuentro. Doña Elodia se acerca apretando el periódico con la foto que motivó su viaje desde el apartado pueblo de Chinchiná, un largo trayecto que no se compara con todos los años en que estuvo separada de su hijo mayor. El abrazo entre los dos parece eterno y es secundado por los aplausos de la multitud que contempla la escena. "Motas" ha recuperado algo más que su libertad.

El destino es similar para siete muchachos, que como "Motas" habían escapado de sus hogares buscando el desahogo ante una infancia marcada por la violencia y la pobreza. Victor, Felipe, "Abejorro", "Ratón", "Chichigua", "Pescado" y "El Casposo", también reciben el cálido abrazo de sus familiares en medio de los festejos finales. A los otros "Carasucias" también los espera una grata sorpresa. Las olimpiadas han trascendido toda expectativa y el teniente Salgado, quiere dar un paso más allá. Por eso, ha instaurado un proyecto de resocialización con el padre Di Nicolo en el barrio Santa Inés para todos aquellos que quieran dejar las calles y darse la oportunidad de una nueva vida. El complejo llamado "El Club de los Externos" viene funcionando desde hace algunos meses y cuenta con todo lo necesario para atender todas sus necesidades físicas y afectivas. De los 498 muchachos que participan en las "Olimpiadas", cerca de 450 han decidido darse el canche que les ofrece el teniente Salgado. Para "Motas" el rumbo será distinto, ahora que está al lado de su madre sólo le queda recuperar el tiempo perdido y abrazar el probable destino que sus pies mágicos le han deparado.

Sin embargo, no pasará mucho tiempo para que el rastro de "Motas" y los otros gladiadores del asfalto se diluya, los sendos comentarios que se ventilan en la prensa poco a poco irán perdiendo su fulgor. De los adolescentes que salieron del flagelo callejero no quedará más sino el recuerdo. Ninguna de las jóvenes promesas del deporte continuará con el rutero señalado por sus mentores y muchos de ellos retornarán a los azares de la intemperie. Sin embargo, el teniente salgado ha ganado una batalla que de antemano todos creían perdida, más allá de la animadversión y la zozobra habitual que lo esperan dentro de pocos días, su fastuosa apuesta ha demostrado el verdadero rostro de lo humano, ese que escapa a los estragos de la desconfianza y logra, aunque sea por un instante, la fraternidad entre dos visiones que son opuestas más por costumbre que por esencia.
Texto libre Trabalibros

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