Teodora

Mari Carmen Fernández Navarro
TEODORA

I
Aún sigue tendida la ropa. Está dejada caer, de forma descuidada, como ella tendía últimamente sobre su cuerda del patio interior. ¿Hará ya cinco meses que la tendió?. Ha llovido sobre ella, granizado, salido el sol, más lluvia… El día que la tendió no podía sospechar que sería la última vez que lo hiciera. Se levantaría como cualquier otra mañana y haría sus cosas cotidianas, las indispensables. Los exteriores, terraza, ventanas, balcones, no daban sensación de mucha limpieza, había perdido las ganas y la energía para casi todo. De hecho, cuando pasó un mes desde que se la llevaron al hospital, quizá ya había muerto, empezó a extenderse un olor a podredumbre por todo el edificio, que hizo necesaria la intervención de policías, en su piso clausurado, para sacar un montón de bolsas de basura que tenía acumuladas. Sólo tenía que habérselas sacado al portero para que se las llevara, pero no lo hizo. Quizá hasta ese punto llegó a darle todo igual en los últimos momentos de su vida.
Nadie sabía muy bien dónde estaba y qué había pasado con ella. Un día se dejaron de escuchar sus voces y las mallorquinas de los balcones no volvieron a abrirse. Entre la vecindad se empezó a propagar la noticia de que la habían hospitalizado y, cuando el convencimiento de que pronto volvería se había generalizado, de algún sitio llegó la noticia: "Teodora ha muerto". "¿Quién es Teodora?". La mayoría no sabía su nombre aunque todos la conocían perfectamente. Cómo no. Era diferente al resto de un vecindario de clase media, más o menos acomodada, acostumbrados a vivir en paz. Por eso, cuando se corrió la voz de la hospitalización de Teodora, la "madame" como la llamaba la mayoría, todos respiraron aliviados por su ausencia. Después llegó la noticia de su muerte, nadie manifestó alegría, pero la sensación de sosiego era un sentimiento compartido. Lo cierto es que la mujer no se metía con nadie, no molestaba directamente nadie, lo molesto eran las conversaciones vociferantes de los asiduos de su casa, a veces a altas horas de la madrugada, y los gritos que, a veces, ella misma lanzaba, desde el balcón, al portero de la finca para pedirle hacer trabajos a los que él no estaba obligado ni mucho menos y que hacía, un poco por su afán de agradar a todos y otro poco por temor a "ese tipo de gente". A ese tipo de gente porque, aunque la "madame" vivía sola en los últimos años, había tenido un compañero que, con frecuencia, intimidaba bastante al vecindario con sus bravuconadas y amenazas, cada vez que la comunidad de vecinos trataba de exigirle que cumpliera las normas igual que los demás. Este hombre estuvo ausente de la casa en varios periodos de tiempo, que siempre eran bienvenidos por todos, para cumplir condenas carcelarias, se decía, al parecer por asuntos de drogas. Hay quien piensa que la propia Teodora disfrutaba, igual que el resto de la comunidad, de estos periodos de ausencia, se diría que por alguna razón estaba forzada a soportar su compañía, gritos y amenazas, aunque nunca se dejara amedrentar por ellos y contestara con la misma potencia, sin escatimar en palabras soeces y amenazas incluso de muerte. A propósito de ellas corrió el rumor de que el inesperado fallecimiento de él, en principio con aspecto más saludable que la "madame", debido a un amago de infarto de miocardio, se debió a un "infortunado descuido o desinformación" de la persona que lo acompañaba en el hospital, relacionado con no sé qué sonda que no se debía quitar y que él semiconsciente lo hizo, sin que interviniera su acompañante. Nadie estaba seguro de ese hecho pero había una gran propensión en el vecindario a creerlo. En fin, todo el mundo sospechó algo turbio pero nadie abrió la boca. Era mejor permanecer al margen de las intrigas de esa familia.
Los pocos años que vivió Teodora después de la muerte de su compañero fueron de sosiego tanto para ella, que ya apenas recibía visitas y pasaba casi todo el tiempo sola en casa, como para la comunidad de vecinos, ajenos a su existencia gracias al silencio que volvió a reinar y las pocas veces que se la cruzaban por alguna zona común.


II

La madre de Teodora, nada sabemos de su padre, trabajaba como criada de una familia adinerada. Las dos, madre e hija, ocupaban una pequeña vivienda en un apéndice lateral de la mansión de los señores. Allí nació la niña y su infancia transcurrió entre el deslumbramiento que le producía el estilo de vida de sus opulentos vecinos y la escasez y soledad de sus habitaciones, observando y empapándose, en un escaparate permanente e inalcanzable, de los refinamientos e indescriptibles olores, reales o imaginados, que emanaban las habitaciones suntuosas de los amos, aquellas ropas y los juguetes que los niños abandonaban descuidada y desinteresadamente por cualquier parte, despertando hasta límites insospechados sus impulsos de apropiárselos. En estas ocasiones, Dori, así la llamaba su madre, permanecía al acecho y, si nadie la miraba, se acercaba a ellos y los recogía con sigilo, los olía con pasión, los acariciaba y se ponía a jugar con ellos, imitando lo que había visto hacer a los niños de la casa, escondida para no ser descubierta. Aquellos juguetes, en sus manos, eran la entrada a un mundo fantástico en el que ella podía vivir por instantes y plenamente, como los demás niños, sin trabas ni cortapisas, sin tiempo, sin control, participando del mismo olor, de la misma suavidad, de la misma abundancia…
-¿Qué haces?, ¿Por qué coges mis juguetes?.
De un tirón le fue arrancado el muñeco que amorosa y apasionadamente acurrucaba contra su cuerpo. Fue uno de los días en que la sorprendieron en su paraíso prestado. Asustada tuvo que ver cómo el indefenso muñeco se balanceaba colgando de un brazo, en la mano de la encolerizada niña rubia, limpia y olorosa, para quedar, unos metros más allá, abandonado de nuevo en el suelo. Sus ojos infantiles traspasaron rencorosos al muñeco maltratado y, con paso solemne, decidido y enérgico, abandonando toda cautela, se encaminó hacia él y lo pisoteó con rabia, le dio una patada arrinconándolo junto a un seto y se dirigió a su vivienda. No había nadie en casa. Era lo habitual. Su madre pasaba la mayor parte del día trabajando y ella se había acostumbrado a esperarla en la soledad de sus habitaciones. Sobre su cama descansaba un muñeco, con trajecito azul pulcramente cosido y planchado por su madre, que siempre la acompañaba en sus juegos.
-Eres feo, no estás blando ni suave, ni hueles bien. Eres feo, feo, feo.
Mientras gritaba, descargaba toda la furia que traía almacenada contra el pobre muñeco, sometiéndolo a una cadena frenética de golpes y despiadados tirones de brazos y piernas, hasta descuartizarlo por completo y dejarlo esparcido por el suelo. Después de desfogar, más serena, se encaminó sin prisa a la puerta de entrada y se sentó en el tranco, se hizo un ovillo, con las piernas abrazadas y la barbilla posada sobre las rodillas y, sin contabilizar el tiempo, esperó. Su madre tardó en aparecer un buen rato.
-¿Cómo no estás dentro de casa?. ¿Qué haces en la puerta?.
La niña se encogió de hombros sin levantar la cabeza ni dejar de abrazar sus rodillas. Esperaba el castigo seguro que se le vendría encima. La madre tuvo que ladearse para poder entrar en la casa sin pisarla.
-Vamos, no te quedes ahí.
La niña no tenía ninguna prisa por entrar. Permaneció sentada obligándose a escuchar la ineludible voz de su madre.
-Pero bueno, qué es esto. ¿Qué has hecho?.
Tenía el muñeco destrozado entre las manos. Dori no respondió, esperó sumisa y sin moverse el chaparrón que se le venía encima. Una mano la agarró furiosa por un brazo y la alzó de un golpe hasta ponerla completamente de pie, un instante antes de que empezara a sentir el calor de los azotes en su trasero. No trató de escapar, se mantuvo impasible mientras las lágrimas se deslizaban por sus mejillas, todas las lágrimas que la rabia no le había permitido soltar hasta ahora, y el castigo acabó pronto.
-¿Por qué lo has roto?. Me costó mucho dinero y le había hecho un trajecito para que pudieras cambiarlo de ropa.
-Es muy feo.
-Cómo feo, era precioso.
-No es como el de Yolanda, está duro y huele mal.
-Bien, pues ahora ya no tienes ninguno ¿estás contenta?.
La niña no respondió, volvió a encogerse de hombros mientras se quitaba, a manotazos, las lágrimas de las mejillas.
-Todo el día trabajando y, cuando llego a casa, sólo me das disgustos. Venga, lávate las manos que vamos a cenar.
Con las manos más o menos limpias, Dori ocupó su silla frente al plato que la madre colocaba en la mesa, con un guiso que ya traía cocinado.
-Voy a ver si puedo arreglarte el muñeco –Dijo la madre tratando de calmar el ambiente y romper el apesadumbrado silencio lleno de suspiros infantiles.
-No lo arregles, no lo quiero, prefiero jugar sola. No lo quiero ¡¡nunca más!!.

III

Estaba terminando el verano y, en casa de los señores, ya se empezaba a preparar todo para el inicio del curso. La costurera ultimaba los uniformes de los niños. Dori, como siempre, era espectadora muda de envoltorios de los que salían nuevas y coloridas carpetas, libros, cuadernos, lapiceros. Ella no había ido nunca a un colegio en serio, sólo a parvularios, pero el último curso ya era la más alta de la clase y había oído decir que tenían que cambiarla a un colegio.
-Tienes suerte, Dori,-Le dijo su madre llena de entusiasmo -Este curso vas a ir a mismo colegio que Yolanda, al colegio de las monjas. La señora ha hablado con la directora y te han admitido. ¿Qué te parece?.
-Bien.-contestó la niña sin entusiasmo. -Pero no tengo carpeta ni libros.
-Claro que tienes. Los que usó Yolanda el curso pasado. Están muy nuevos. Qué bien ¿verdad?.
-Sí - dijo la niña, cualquier cosa que hubiera sido de Yolanda representaba un fragmento de paraíso inalcanzable para ella y que pasara a ser suyo colmaba con creces sus deseos. En los siguientes días recibió la carpeta y los libros de segunda mano, pasó horas examinándolos con mucho interés, minuciosamente. Todo lo que procedía de aquella casa la atraía poderosamente. Su excitación minimizaba hasta hacerlos desaparecer todos los desperfectos del material escolar heredado. Saber que todo aquello era suyo la hacía sentirse importante. Ella iba a ser como los demás niños que había visto entrar y salir en las escuelas.
Después de que la modista terminara de confeccionar los uniformes de los niños de la casa, tomó medias a Dori para hacerle el suyo. Era una situación extraordinaria. Iba a ir al colegio de Yolanda y llevaría también un uniforme como ella. Hasta ahora, en los parvularios, cada niño llevaba ropa distinta y a Dori no le gustaba la suya, siempre la misma y, a su parecer, más fea que las de los demás. El uniforme de Yolanda era color burdeos, una falda plisada con un corpiño del mismo color, que se ponía sobre una blusa, de manga larga, beis y una corbata burdeos con motas beis. A Dori le gustaba mucho aquel uniforme y siempre había contemplado a su vecina con una admiración furiosa, porque ella nunca tendría uno así. No podía aceptar que las cosas transcurrieran siempre de ese modo y odiaba la frase que su madre repetía, a cada momento, como una jaculatoria "Las cosas son así, no protestes". Pero ahora, mientras la modista deslizaba la cinta métrica alrededor de su cuerpo, se sentía estallar de gozo, todo por fin iba a cambiar. Aquel día estuvo alegre, satisfecha con todo, hasta prestó atención a su antiguo muñeco, recompuesto pacientemente por su madre, que no había querido tocar, ni una sola vez, después del incidente. Unos días después, la modista la llamó para hacerle la primera prueba de su uniforme. Con timidez entró en la habitación de costura, dentro de la casa de los señores siempre se sentía cohibida, pero aquel día la invadía una gran excitación contenida.
-Ven, acércate, vamos a ver cómo te queda esto.
La mujer cogió una especie de blusón blanco, con abertura delantera, que le encajó a la niña. Ésta, bastante confusa, pensó que la modista se estaba equivocando. No tenía ni idea de cómo era el uniforme que tenía que hacerle. En su interior, de nuevo empezó a crecer la rabia, esta mujer lo estaba estropeando todo, pero no se atrevió a abrir la boca hasta que llegó a su casa.
-Mamá, la modista es tonta ¡¡no se ha enterado!!. No sabe cómo es el uniforme que me tiene que hacer.
-¿Por qué dices eso?.
-Lo que me ha probado no es un uniforme ¡¡no es como el de Yolanda!!". "¡¡No es como el de Yolandaaaa!!. –Gritó histérica.
-Claro, niña, el tuyo es distinto ¿no lo sabías?.
-No, ¿por qué es distinto?, ¿no vamos al mismo colegio?.
-Vais al mismo colegio, pero a clases distintas. En tu clase, el uniforme es de otra forma.
Aunque continuaba confusa, Dori dejó de gritar. ¿Por qué tenía que ser su uniforme más feo?. Porque sería bastante más feo, estaba segura. A ella no le gustaba todo blanco y sin falda de vuelo. Y, sobre todo, no le gustaba que fuera diferente al de Yolanda. ¿no iba a tener nunca nada igual que ella?.
Cuando el uniforme estuvo terminado y en la percha, no le pareció tan mal, era totalmente abierto por delante, abotonado y tenía dos bolsillos delanteros en donde podría meter sus cosas. Al fin y al cabo era una ropa nueva, lustrosa y bien planchada, un babi, dijo su madre. Se centró en él, se ilusionó y dejó de hacer comparaciones. No era feo, ella se vio guapa cuando se lo probó su madre, y olía bien.

El primer día de clase, hacia primeros de octubre, cargada con toda la excitación de la novedad, se dirigió calle adelante hacia su nuevo colegio. No estaba lejos de casa. Todo en su interior era miedo, alteración e impaciencia. Le reconfortaba, en parte, la idea de que no iba a sentirse en el colegio totalmente sola y desconocida, estaba Yolanda, a ella podría preguntarle sobre las cosas que no supiera. Además pensaba seguirla a todas partes e imitar lo que ella hiciera.
Entre razonamientos y excitaciones, la puerta del colegio apareció ante ella, implacable y rotunda, había llegado el momento de la verdad, le pareció impresionantemente grande. Abierta de par en par, mostraba, en un rincón del primer vestíbulo, la silueta en forja de un gracioso ciervo que soportaba, sobre su lomo, dos tiestos de flores. Después había otra puerta entornada que daba paso a un distribuidor con dos pasillos en direcciones opuestas, uno largo con múltiples puertas a los lados y otro más pequeño con una única puerta central en el fondo. Había niñas entrando, no vio a Yolanda. Todas se iban quedando en el distribuidor, sin saber hacia dónde dirigirse. Pudo observar que, efectivamente, había dos tipos de uniformes, las niñas que lo llevaban blanco eran muchas menos. ¿Por qué no podía tener ella uno como el de la mayoría?. La inquietud no dejó demasiado espacio para el disgusto. Esperó junto a las demás vestidas de blanco. Instintivamente, las niñas se iban situando junto a sus iguales, aunque sin hablarse entre sí, juntas se sentían protegidas. No tardó en aparecer una monja, joven, resuelta y estirada como un coronel, que las separó en dos grupos, según su uniforme. Las que lo tenían burdeos fueron encaminadas hacia el pasillo más largo para, una vez allí, subdividirlas en otros grupos, por edades, que fueron instalados en las distintas aulas distribuidas a ambos lados.
-Enseguida vendrá una hermana para llevaros a vosotras a vuestra clase, esperad aquí.
Las niñas de blanco esperaron unos minutos, dóciles, tímidas y desconcertadas, entre el silencio que se instaló alrededor de ellas, cuando desapareció el grupo mayoritario. No esperaron mucho. La otra hermana apareció pronto muy sonriente y animosa.
-Buenos días, niñas, ¿qué tal estáis?. –No esperó sus respuestas- Imagino que muy contentas. Hoy es vuestro primer día de clase en este colegio que os va a gustar mucho. Seguidme, vamos a nuestra aula.
Las niñas la siguieron dócilmente en dirección opuesta a donde se había ido el gran grupo ¿cómo era posible?. ¿no estaban las aulas en la otra dirección?. La monja abrió la puerta del fondo que les cerraba el paso, para introducirse en otro pasillo más estrecho con una puerta a la derecha. Al abrirla apareció su clase. Era bonita, eso le pareció a Dori, tenía pupitres alineados de un marrón descolorido, con un tablero de escritura inclinado, en cuya parte superior había una ranura para poner los lápices. Debajo de este tablero, una tabla recta estaba ideada para dejar los libros y cuadernos. Las niñas fueron distribuidas en los pupitres, teniendo en cuenta su estatura, las más altas al fondo, las pequeñas delante. Una vez sentada, Dori empezó a examinar el aula con más detenimiento. Un crucifijo presidía la habitación, colgado en la pared, sobre la mesa de la profesora y, repartidos por el resto, múltiples cuadritos de la Virgen María niña, Jesús, la Sagrada Familia y algunas frase, escritas en colores, dando consejos sobre el buen comportamiento a seguir. La hermana les habló, durante largo tiempo, sobre la suerte que tenían de estar en ese colegio tan bueno, a pesar de que sus padres no podían pagar nada y de cómo deberían ellas estar agradecidas por lo que recibían y, a cambio, portarse bien y obedecer en todo. La monja se mostró totalmente convencida de que serían unas buenas niñas y así lo harían. Como aquel era el día de inauguración de curso, la primera parte de la jornada transcurrió colocándose cada una en su sitio y recibiendo instrucciones. Antes de que pudieran empezar a trabajar, era la hora del recreo. Lo supieron porque empezaron a oír el tropel de las otras clases que se vaciaban en el patio y el vocerío que, desde él, les empezó a entrar por la ventana.
-Vamos a aprovechar este rato de descanso para poner las macetas en su sitio y ordenarlo todo un poco, lo menos que podéis hacer, en agradecimiento a todo lo que recibís en este colegio, sin pagar, es ayudar a las hermanas en sus múltiples tareas. ¿verdad?.
Dori fue comprendiendo, poco a poco, que el uniforme no era la única diferencia que la separaba de Yolanda. Nunca se veía con ella en el colegio salvo que, mientras una jugaba en el recreo, la otra atravesara el patio con una escoba, un cubo o cualquier otra cosa en las manos que no era precisamente un juguete. Allí las dos niñas ni se hablaban. La ayuda a las monjas no se realizaba sólo en los tiempos de recreo, si necesitaban alguna niña, la sacaban de clase para lo que hiciera falta. "A ver una voluntaria para hacer…", "tú Fulanita que sabes hacer muy bien tal cosa, nadie lo haría ten bien como tú", etc., etc. Dori no se sintió herida por esta realidad, al contrario, como no le gustaba nada estudiar, siempre estaba dispuesta a ayudar en lo que fuera necesario y se ofrecía como voluntaria para cualquier cosa. "La ayuda que nos prestáis os beneficia a vosotras mismas más que a nadie porque así os enseñamos a que, cuando seáis mayores, sepáis llevar adelante vuestra propia casa.

En la vuelta a casa, después del colegio, Dori siempre iba sola, unos metros detrás de Yolanda y la niñera que la llevaba y traía diariamente. Todas las niñas, de pago y gratuitas, salían a la misma hora, de manera que siempre coincidían en el camino. Durante todo el trayecto no se les acercaba, las observaba desde atrás y ajustaba su paso al de ellas para no sobrepasarlas, su presencia, fuera o no advertida por Yolanda y la niñera, nunca la llamaban para volver juntas.

Un día, al llegar a casa, su madre le dio la muy buena noticia de que, como al día siguiente era el cumpleaños de Yolanda, ésta había sido tan amable de invitarla a la celebración de su fiesta. Dori iba a ir junto a todas sus amigas. "¿No es estupendo?"
-Te he comprado una postal muy bonita para que se la regales. La vamos a escribir con cuidado, quedará muy bien. ¿De acuerdo?.
Dori se encogió de hombros como solía hacer con casi todas las buenas noticias que le daba su madre y de esa supuesta buena noticia pasó a otro tema tan cotidiano como falto de interés para ella. En realidad nunca ocurría nada sorprendente a pesar de la euforia con que solía anunciarlo su madre. Pero el siguiente día, el del cumpleaños, llegó con una carga inesperada de inquietud, todo el día la rondaba una intranquilidad indefinida que no le permitía centrarse por completo en ninguna cosa. Ella no sabría qué hacer con esas niñas, si por lo menos también hubieran convidado a su madre, se quedaría junto a ella.
-Mamá, yo no quiero ir a la fiesta de Yolanda.
-Ni se te ocurra decir eso. Después de lo amable que ha sido la señora invitándote, teniendo en cuenta que, con todos los líos que tiene en la cabeza, se ha acordado de ti, ¿crees que puedes decirle que no quieres ir?.
Dori comprendió que no tenía salida, tendría que ir a donde le mandaban, como tantas otras veces, en contra de su voluntad. A la hora de la celebración, con el vestido y los zapatos de los domingos, sin pensar en que estaba inquieta e insegura, entró con pasos vacilantes a través de la enorme puerta de roble y se deslizó despacio por el pasillo hacia la habitación de donde salían voces y risas de niños. Se quedó junto a la puerta sin saber qué hacer. Había muchas niñas allí que ya conocía de verlas otras veces jugando con los niños de la casa, nadie reparaba en ella, se abrió paso como pudo, con su postal en la mano, hasta llegar junto a Yolanda.
-Felicidades –Dijo, según le había aleccionado su madre, y extendió la mano con la postal hasta ponérsela delante de la cara, para no ser interrumpida por nadie y terminar pronto el trámite.
-Es muy bonita, gracias -Yolanda la había sacado a penas del sobre para echarle un vistazo y la dejó descuidadamente sobre la mesa en donde estaba dejando todos los regalos que recibía. Juguetes, cuentos, ropa, muñecos. La postal de Teodora pronto quedó sepultada por los siguientes regalos, mientras ella se sentía zarandeada, hacia un lado y otro, entre algarabías y abrazos de niñas eufóricas, en un instante interminable, sin saber muy bien dónde ponerse, hasta que, de pronto, inesperadamente se quedó sola, parada y confusa cuando toda la chiquillería, en tropel, salió corriendo y saltando hacia el comedor, a la voz de "La merienda está lista y esperándoos". Nunca había entrado sola a aquella parte de la casa, sólo algunas veces acompañando a su madre. Entendió que para ella ya había acabado la fiesta y se dispuso a marcharse por donde había venido. Antes de que llegara a la puerta de salida, apareció la señora y la llamó.
-¿Dónde vas, Dori?, ¿no vas a merendar con las demás niñas?.
Ella se encogió de hombros cohibida sin saber qué contestar.
-Anda, vente conmigo.
La señora la cogió de la mano y la llevó al comedor donde, alrededor de una mesa larga, provista de los más inimaginables manjares, el enjambre de niños, de pie, se empujaba para llegar a cada uno de los platos que componían el banquete.
-Acércate a la mesa con los demás niños y come todo lo que te apetezca, no tengas vergüenza.
Se fue introduciendo entre los niños tímidamente y acabó instalada en el primer hueco que tuvo a mano. Estaba segura de que nadie reparaba en ella, así es que comió de todo lo que había a su alcance con un insaciable deleite. Con sus dos brazos estirados cogiendo de aquí y de allá, no miraba a nadie, nadie existía en aquel momento para ella, absorta ante tal abundancia de manjares. Era una situación inimaginable que la transportaba a un mundo de sueños. Pero, como éstos, fue efímero y pronto se empezó a descomponer cuando los demás comensales, que se saciaron muy pronto, empezaron a abandonar la mesa. Habían perdido su interés por la comida y querían empezar a jugar. Ella no podía quedarse sola comiendo, todos la iban a mirar. Quedaban aún tantos platos repletos, algunos sin tocar, que le producía un enorme sufrimiento tener que abandonarlos. Aprovechó atiborrándose, hasta el límite de lo posible, su privilegiada y efímera situación de comensal de aquella mesa, después, cuando ya no quedaba nadie, lanzó una última angustiosa mirada de soslayo a los platos, pesarosa de no podérselos llevar, y abandonó la habitación para irse a casa. Los niños habían empezado a jugar y no contaban con ella.


IV

El tiempo del colegio terminó pronto. Teodora no había aprendido mucha cultura general, escribía con faltas de ortografía y, de las cuatro reglas, la división se le atravesaba, pero consiguió ser hábil en la limpieza y ordenación de cualquier casa. Aprendió también a coser algo, hacer bordados y arreglar plantas. Con este bagaje salió apresuradamente de la infancia y empezó asomarse a la adolescencia. Era el momento en el que ya debía empezar a trabajar según todas las normas no escritas, que ella acataba sin problemas y sin plantearse en absoluto ningún argumento en contra. "Las cosas son como son y cada cual tiene su realidad". Este argumento lo había oído desde niña en boca de su madre. No era totalmente novata en cuestiones de trabajo. Ya había ayudado al personal de servicio y a su propia madre, en casa de los señores, siempre que se presentaban ocasiones especiales, si llegaban visitas o cuando, por cualquier otra razón, se acumulaba el trabajo. Pero Dori no quería quedarse a trabajar allí. Aunque nadie la había tratado nunca mal, el tiempo le fue acumulando en las entrañas desprecio, envidia, agravio comparativo, sentimiento de rabia, complejo de inferioridad… Aunque en general le hablaran con amabilidad, ella siempre contestaba cortante y secamente. Se ahogaba entre ellos, los odiaba, eran la causa de su desheredad porque, si no la habían causado, sí la habían evidenciado desde que tuvo uso de razón. Su primer trabajo, como criada, no fue con ellos, en eso no la pudieron obligar a transigir, fue en casa de otra familia de alcurnia, recomendada, eso sí, por sus propios señores. Se trataba de una familia numerosa, seis hijos, dos mayores que ella, una de su edad y los otros más pequeños. Correctos en su trato, le traían a la memoria la bondad envenenada de los otros amos. Sin embargo había que trabajar y ella se limitaba a desempeñar sus tareas de manera impecable, como le habían enseñado, pero con profundo desprecio por la situación que le tocaba vivir.
-Dori, ocúpate tú de darle de comer a la pequeña, eres la única persona que puede conseguir que se lo coma todo.
La más pequeña de los hermanos tenía tres años. Dori la manejaba con mucha soltura en todas las circunstancias, tenía un don especial para que la pequeña la obedeciera. Cuando le ordenaban que le diera de comer, la cogía decidida y, canturreándole, se la llevaba a una pequeña salita tranquila y solitaria, muy adecuada para que no se distrajera con nada y se centrara en comer, eso decía ella, una vez allí, no se esforzaba lo más mínimo en conseguir que la niña comiera, ya comería antes de morirse de hambre, después de darle los primeros y únicos bocados que aceptaba gustosamente, Dori continuaba comiendo con ella y terminaba apurando el plato sola en un santiamén. Después aseguraba a la señora que la niña había comido perfectamente.
-¿Se lo ha comido todo?.
-Sí señora, todo.
-Estupendo, tú eres la única que lo consigue.
La niña continuaba tan delgadita, igual que antes de la llegada de Dori cuando comía tan mal, pero la madre estaba tranquila, ahora su delgadez no se traducía en debilidad, ahora comía estupendamente, debía ser así su constitución, dejó de temer por la salud de su pequeña y se lo agradecía profundamente a Dori.
Las dos tardes libres que Dori tenía a la semana las aprovechaba para perderse por las calles, recorría las tiendas, iba al cine… Casi siempre sola. En raras ocasiones se acercaba a ver a su madre que ya había dejado de hacer las faenas más duras en la casa, debido a la precariedad de su salud, y ahora le encomendaban trabajos más suaves.
-Qué cara te vendes –le solía decir cuando la veía aparecer –Si supieras la alegría que me da verte, cómo me alimenta, vendrías un poco más a menudo. Estamos las dos solas en este mundo, deberíamos estar más cerca. ¿No crees?. Yo te quiero mucho.
Dori nunca encontraba respuestas adecuadas para estos casos. Ella no necesitaba ver a su madre más a menudo de lo que lo hacía. La quería, pensaba ella, pero de la única manera que podía querer a alguien, con su corazón amargado, seco y resignado a una suerte que odiaba y de la que culpaba a todas las personas que la habían rodeado desde que nació, incluida su madre. Todos eran artífices de su historia. Eso le hacía odiar también la casa en donde vivía su madre y que siempre había sido la suya. Cada vez se distanciaba más, sin apenas proponérselo, y dejaba pasar cada vez más tiempo sin ir a verla.
Las tardes libres de Dori, en la casa donde trabajaba, coincidía con días en que toda la familia estaba fuera, cada uno atareado en sus propias ocupaciones, así no la echaban de menos. Ella estaba sola. En tales circunstancias, empezó a coger la costumbre de vestirse, para salir, con ropas de una de las hijas de la familia, la que tenía una edad próxima a la suya. Al principio un pañuelo, una blusa, un bolso, alguna joya, así hasta coger confianza y acabar vistiéndose de arriba abajo con ropa "prestada". Lo hacía con la mayor naturalidad. Aquella ropa estaba allí y a ella le gustaba ponérsela, igual que la deliciosa comida de la pequeña estaba en el plato, nadie la quería y a ella le apetecía. Jamás sintió temor alguno o remordimiento por hacerlo. "También yo puedo ir arreglada como una señora, por qué no". Siempre salía y regresaba cuando no había nadie de la familia en casa. Vagabundeando por las calles, bien ataviada con una ropa, zapatos y joyas que ella no podría comprarse nunca, se sentía segura y dominando, incluso se permitía mirar con altivez a las jóvenes modestas con quienes se cruzaba en su camino. Ahora era su turno, en aquellas escasas dos horas, era increíble el extraordinario poder que llegaban a darle unas ropas. No era ella inferior a nadie, al contrario, se sentía superior a la mayoría mientras paseaba, iba al cine o merendaba en alguna cafetería.
La casualidad se le cruzó un día en el camino, entre tanta gente que la rodeaba circulando por el bulevar, fue a encontrarse de frente precisamente con la mismísima propietaria de todo lo que llevaba puesto. Ambas pararon a saludarse, intercambiaron algunas frases un tanto retóricas y Dori no escuchó ningún reproche ni gesto recriminatorio, su interlocutora, muy serena, la despidió con normalidad después de su breve encuentro. No obstante, ella sí sintió una fugaz inquietud. El incidente no le traería nada bueno. Tras el inoportuno encuentro, cada una siguió su camino. Le quedaba más de una hora libre aún y sabía que, después de ese tiempo, todo iba a cambiar. Recibiría lo que inevitablemente le viniera encima llegado el momento. Hasta entonces, todo tenía que continuar igual. Nunca volvería a lucir unas ropas como las que llevaba puestas, así es que se irguió, recompuso el gesto y continuó, con paso decidido, el itinerario que se había trazado antes del incidente. No iba a permitir que nada enturbiara ese precioso momento. Cuando llegó a casa después de completar su tiempo libre,, estaba preparada para recibir la reprimenda, la daba por supuesta, era lo normal pero, para su sorpresa, nadie le dijo una sola palabra sobre el tema. En apariencia todo continuó con la habitual rutina y ni siquiera pudo apreciar un tono o una mirada diferentes. "Es posible que no se haya dado cuenta", pensó aliviada. Un par de días más tarde, la señora, con voz calmada, le hizo saber que ya no iban a necesitar más de sus servicios, que debía buscarse otro sitio para trabajar, tenía unos días para buscarlo y, hasta que lo encontrara, podría quedarse.
No fue muy fácil encontrar otro sitio donde trabajar. Volvió de nuevo a casa de su madre en donde las ayudas en la casa de los dueños ya no eran esporádicas sino habituales. En la medida que su madre podía trabajar cada vez menos, ella la suplía, hasta que llegó un momento en que la tuvo que sustituir por completo. Esa fue su misión además de cuidarla mientras se consumía visiblemente día a día. No podía salir de aquel trabajo que consideraba su prisión. La vivienda que ocupaban madre e hija era una parte de la retribución a la que tenía derecho junto a su salario. ¿Dónde podrían vivir si ella dejaba de trabajar en esa casa?. Continuó cumpliendo con sus deberes, como un robot preciso y frío se limita a desempeñar su función. Sin pensar nada más. "Ya vendrán otros tiempos".
Había llegado al convencimiento de que el mundo no contaba con ella para nada, al menos para nada de importancia. Ella no era nunca la destinada a comer exquisiteces, ni a montar en coches, ni vestir lindezas. Su ropa no la adornaba, se limitaba a cubrir su cuerpo. Y ella conocía bien las sensaciones que producían la buena ropa y los buenos alimentos. Los premios y los honores siempre se los repartían entre "ellos", las fiestas, los espectáculos… Así llegó un día, en su vida, en que decidió que ella también podría prescindir del mundo igual que el mundo lo hacía de ella. Este día fue el que su madre murió. Estaba sola en el universo y, por lo tanto, ella era lo único importante que podía existir. Sin tener a nadie en cuenta, sin fijarse en los demás. No debía nada a nadie. Llegó a plantearse, como único objetivo, ganar mucho dinero, de la forma que fuera, esa era la sola manera de ser completamente libre y gozar de la vida que había visto pasar a su alrededor sin poderla probar. Gozaría de todo lo que, cada día, le había estado pasando por delante de la cara mientras lo vivían los otros. No podía comprender y menos compartir la actitud que su madre había tenido toda su vida.
-¿Por qué no te conformas con lo que tienes, con lo que eres?. No te amargues la vida, cada uno es quien es y a nosotras no nos falta de nada, no tenemos que compararnos con nadie, aquí nos tratan bien. Además, quítatelo de la cabeza, nunca podremos ser como ellos.
-No podrás ser tú, yo sí seré.
-Pero cómo, hija.
-No lo sé, pero seré como ellos.
Después de perder a su madre, hizo inventario para saber con qué contaba exactamente y comprobó que no tenía mucho a dónde echar mano. Malescribía, leía con dificultad y sus manos eran incapaces de elaborar cosa alguna que interesara a alguien. De manera que, buscando algo que valiera la pena en ella, empezó a desnudarse sin intención de hacerlo, parsimoniosamente, siendo a la vez espectadora de sus actos y descubriendo, poco a poco, un cuerpo al que nunca había prestado la mínima atención. Cuando estuvo totalmente desnuda, se plantó frente al espejo, se examinó con detenimiento, como jamás lo había hecho en su vida. Su presencia nunca le había parecido digna de algún interés, sin embargo, en aquel momento entendió que su físico era lo que de más valor tenía, lo único que tenía. Todo su potencial. Era una mujer que no podía considerarse guapa, pero tampoco fea. De estatura mediana y pelo castaño que le caía sobre los hombros, tenía unos rasgos faciales muy definidos (como un desafío). Toda ella era una figura enconada y desafiante, seria y ceñuda, con movimientos decididos y concretos que no conocían la suavidad. Sus labios, siempre lejos de la sonrisa, en ocasiones reían a carcajadas secas y rotundas.
Ante el espejo examinó un cuerpo joven de músculos insinuados bajo la piel, facciones arrogantes enmarcadas en una melena desaliñada que ella conocía cómo arreglar y sacar partido y, en aquel momento, tuvo la certeza, sin la menor vacilación, de que poseía el instrumento que la iba a llevar a una vida de abundancias. Si solamente tenía un cuerpo que vender, lo vendería a alto precio, no había otro camino.


V

Nunca había sentido Teodora un interés especial hacia los hombres. En alguna ocasión se sintió enamorada, un enamoramiento que siempre le duró, según decía, hasta llegar a conocer a fondo al hombre objeto de su amor "Ahora sé que sólo he amado a hombres inventados por mí misma, no he conocido a ninguno que valga la pena". Su primera experiencia fue en la adolescencia, cuando todavía su carácter no había llegado a endurecerse tanto que le impidiera por completo confiar en los demás y creer que el amor desinteresado era posible. Conoció a un joven, dependiente en la tienda de ultramarino donde ella solía comprar, empezaron intercambiando frases cortas y amables, insinuantes por parte de él, que la hacían flotar y perder su habitual estabilidad rutinaria y objetiva. El día que tocaba ir a comprar, amanecía con una inquietud que la mantenía alterada hasta entrar en la tienda. No lo contaba a nadie, ni siquiera ella quería admitir un sentimiento que le parecía peregrino y fuera de lugar. Día a día se fueron alargando cada vez un poco más sus conversaciones, hasta que los jóvenes llegaron a entrar en una confianza mutua. Dori pudo imaginar, ilusionada, compartir su vida con aquel muchacho que la sabía valorar y hacía que ella misma se sintiera importante. En alguna ocasión se citaron para salir por la ciudad y dar cortos paseos. Era una experiencia diferente y plena que alimentaba sus sueños juveniles. Un día contaron con tanto tiempo libre, sin prisas, que les permitió alargar el paseo y adentrarse en el parque. Qué maravilla. Todo era perfecto. El esplendor de la tarde los envolvía de tal manera que Dori sintió una especial satisfacción con su vida que no había experimentado nunca hasta aquel momento. No necesitaba nada más. Ambos terminaron sentándose en la hierba, bajo la sombra de una espléndida encina, él se tendió y dejó caer la cabeza en su regazo. El contacto en sus muslos fue como una sacudida excitante y desconocida para ella. Sentía el deseo imperioso de acariciarlo. Llena de cortedad hizo intento de deslizar su mano por el pelo del muchacho, rozándolo a penas, no se atrevía a una caricia decidida y completa, habían hablado mucho pero no habían tenido el más mínimo contacto. Estaba envuelta en una sensación cálida y desconocida que la mantenía muda, ensimismada en aquel cabello oscuro que quería devorar sus dedos. Un momento mágico y eterno que, sin embargo, en un instante, se hizo añicos. "Sin venir a cuento", el muchacho abrió la cremallera de su pantalón y dejó aparecer un "enorme" falo erecto. Ella se quedó perpleja, petrificada, desconcertada. Un invisible hachazo cortó en un instante el hechizo. Aturdida, trató de recomponerse, no sabía qué debía hacer, ni si esto era lo normal en una pareja que apenas se había tratado, pero se negaba a dar muestras de su inseguridad, eso nunca. Tenía que aparentar naturalidad. Así era Teodora ante cualquier circunstancia que la sobrepasara. De repente dejaron de hormiguearle los dedos entre el cabello que acariciaba. Ya no sabía qué hacer son ellos. Nunca había visto nada igual, sólo a niños desnudos. El le pidió que le acariciara "precisamente esa parte". Ella, con la docilidad necesaria para aparentar naturalidad y esconder su derrumbe, acercó la mano disimulando su cortedad y repugnancia. Mucho tiempo le costó después olvidarse de aquel tacto "gelatinoso que envolvía un interior extremadamente duro y vibrante". Todo se rompió. Desapareció la confianza que empezaba a tener en él. Se volvió a sentir solamente un instrumento útil, lo que pensaba había sido toda su vida, no como una mujer admirada con quien alguien quiere estar sin recibir de ella alguna prestación. A partir de aquel día no volvió por la tienda de ultramarinos. Sentía vergüenza al recordar la escena que vivió con un hombre a quien apenas había llegado a conocer bien. El mismo que, "sin venir a cuento", según decía ella, había roto de pronto el hechizo que los estaba empezando a envolver y le enseñó que "en la vida nada es gratis".
Con el tiempo, volvería a tener otras experiencias para las que ya estaba más preparada y "sabía qué esperar". Nunca llegó a sentir las emociones que en su primer encuentro. Tampoco sufrió en lo sucesivo una decepción tan grande. La vida la había dotado de una gran capacidad para aceptar las reglas. Las cosas eran como eran, no había más. Y las relaciones hombre-mujer conllevaban, entre otros, esos aspectos con los que no contaba al principio y sobre los que nadie le había hablado nunca. Había pensado que al sexo se llegaría de una forma progresiva y deseada por ambos, no tan abrupta.
Como todo lo aprendía a golpes y le quedaba en la mente grabado a fuego, aquel encuentro le enseño, de una forma inamovible y sin excepciones (con esa rigidez iba almacenando sus experiencias. Si alguien la engañaba una vez, en su mente quedaba grabado que todo el mundo la engañaría) que en una relación con un hombre no debía esperar nada más que sentirse un instrumento para su placer. Ellos nunca la estimarían como persona, como mujer con quien compartir sentimientos, ni pensarían que ella era especial, ni se emocionarían a su lado como creyó sentir que lo hacía su primer amante.
Llegó a tener un compañero durante varios años. No sintió nunca por él nada semejante a las emociones, inquietudes y ardores que experimento, antes de su desengaño, con el primer muchacho que la elevó a lo más sublime del sentimiento, en donde cualquier situación, por desagradable que fuera, perdía importancia si estaban juntos. Después de su decepción, quedó incapacitada por completo para semejantes sensaciones, no obstante, con aquel nuevo compañero gozó de una convivencia grata, se acompañaban, se ayudaban mutuamente y estaban a gusto juntos, también en el sexo. Ya hacía tiempo que habían decidido vivir juntos y podría decirse que la vida de Dori alcanzó una armonía que no había tenido nunca. Lo compartían casi todo. A menudo salían al cine y a dar largos paseos enredados en conversaciones que para los dos eran placenteras. Durante uno de estos paseos, Dori creyó ver, al cruzarse con una determinada mujer, el intercambio de miradas lánguidas e intensas entre su compañero y ella. Fue como un impacto, una sacudida que, de repente, la sacó de su vida plácida y alejada de resentimientos. Reaccionó con rapidez y le quitó toda la importancia que le había dado en los primeros instantes. Por la calle uno puede mirar a mucha gente y algunas personas llaman más nuestra atención que otras. A ella también le había ocurrido. Era una idiotez sentirse celosa.
Cuando uno frecuenta determinados lugares, es normal que muchas de las caras con que te cruzas te resulten conocidas, por eso, la siguiente vez que se cruzaron con la misma mujer, ella la reconoció a lo lejos, prestó atención y comprobó que todo volvía a suceder igual que la vez anterior, según se acercaba, observó cómo la otra buscaba los ojos de su hombre y él la correspondía. Dori una vez más no dijo nada, siguió caminando junto a él y hablando sin romper el ritmo de la conversación. No quiso pensar mucho en eso, tenía una vida demasiado plácida para enturbiarla con imaginaciones. En una siguiente ocasión, cuando ya se estaban acercando a la mujer, Dori trató de entretener a su compañero haciéndole alguna pregunta concreta que le obligara a mantenerle la mirada y no pudiera volver la cara para mirar a la otra, pero él pospuso la respuesta para volver a girarse y mirarla cuando pasaba justo a su lado. Dori no aguantó más. Empujada por el mismo resorte que la lanzaba en sus momentos extremos, apartó a su compañero, se dirigió a la mujer y la sujetó por el brazo.
-Un momento, por favor.
La mujer se volvió azorada, sorprendida por una reacción que no esperaba. Dori cogió también a su acompañante por el brazo y lo colocó frente a ella.
-Sois libres. –Les dijo. –Ya se han terminado las miradas furtivas, anhelantes y cargadas de sufrimiento y frustración. No tenéis motivos. No hay nada que se interponga entre vosotros. Podéis abrazaros, besaros, acostaros… Yo no soy un impedimento, este hombre no me pertenece, ha estado conmigo porque ha querido estar. Ahora es libre, siempre lo ha sido. Conmigo no vais a seguir contando para este juego. Somos todos adultos ¿no?.
Al terminar la frase, dio media vuelta y siguió su camino a paso rápido, dejando a la pareja de las miradas lánguidas perplejos, uno frente a otro, sin saber qué decir. No se habían hablado nunca. Les divertía aquel juego, por lo menos a él. Es posible que ella se lo llevara a la cama, cada noche, para envolverlo en algún sueño solitario, pero él, un minuto después de cruzarse con ella y lanzarle aquella mirada seductora que le hacía ensanchar su ego, ya la había olvidado. Ni siquiera procuraba pasar por donde suponía que la encontraría pero, cuando se cruzaban, disfrutaba con lo erótico de aquel pasatiempo que no lo comprometía a nada y lo convertía en un supuesto amor ideal e inalcanzable. Ninguno de los dos supo qué decir al encontrarse libres frente a frente, la seducción se deshizo. Sus ojos ya no se buscaban, sino que miraban la manera de escapar. Él sonrió y le dijo "hasta luego". Cundo llegó al apartamento que compartía con Dori, ésta estaba terminando de recoger todas sus cosas para irse. No hubo marcha atrás, cuando ella tomaba una determinación, no existía otro camino. Y bien sabe Dios que, en esta ocasión, había tratado de evitarlo, le había quitado importancia, pero insistieron tanto, se sintió tan humillada y fuera de lugar cada vez que aquellas "dos almas gemelas" le restregaban su martirio, fue reduciéndose tanto, encuentro tras encuentro, su afecto por el hombre, que ahora se sentía totalmente liberada, no quería ser un obstáculo para nadie y a nadie necesitaba para seguir su camino. No sirvieron de nada las súplicas y explicaciones del que había sido su compañero. Cuando le pidió perdón, ella respondió serenamente:
-No sé qué es eso. Si perdonarte significa que siga viviendo contigo, no te perdono. Si significa que no te guarde rencor y te salude si te veo alguna vez por la calle, sí te perdono. No se trata de perdonar o no, sencillamente has estado jugando como un colegial y yo necesito a mi lado un hombre. Bueno, necesito un hombre o no necesito nada. Las necesidades para mí son muy relativas. Estoy acostumbrada a prescindir de casi todo, de personas y de cosas. De hecho, nada vale la pena.

Se fue haciendo a la idea, con el tiempo, las relaciones hombre-mujer no la engrandecerían como persona, pero sí podían situarla económicamente, situarla bastante bien, según había llegado a escuchar. Por eso, mientras se contemplaba desnuda ante el espejo examinándose centímetro a centímetro, empezó a trazarse un plan para aquel cuerpo joven y sano, disciplinado en el cumplimiento de los avatares de la vida, sin miedo a nada, sabiendo que no existía ninguna circunstancia a la que no pudiera hacer frente y adaptarse. Trató de trazar un plan de acción sin saber muy bien por dónde empezar en un mundo que le resultaba por completo ajeno y desconocido, pasó por alto la nausea y lo escabroso del detalle, había que centrarse en cómo empezar a trabajar, cómo entrar en contacto con ese mundo. Decidió moverse por su cuenta habitando la noche y los tugurios que le parecían más escabrosos, con el convencimiento de que en ellos todo el mundo cabría y nadie la iba a rechazar. En efecto así fue y empezó a trabajar. Desde el principio descartó albergar en su memoria el más mínimo rescoldo de sus episodios nocturnos. Cuando, de madrugada, caminaba por la calle hacia su casa, era una persona distinta a la que, en el antro oscuro, había formado parte de una informe y lasciva amalgama de pasiones, excitaciones y ardores violentos. Solía ser seca y rotunda en sus encuentros, pero tampoco sus clientes le pedían otra cosa, necesitaban sólo un breve instrumento de desahogo. Ella tenía la impresión de que ni la veían, sólo centrados en una parte de su cuerpo. Cobraba por adelantado y generalmente se dejaba hacer sin intervenir lo más mínimo, por aquel precio no se podía pedir mucho más. La inmundicia común en la mayoría de sus clientes le llegó a repugnar, con el tiempo, hasta lo insoportable, incluso a ella que estaba acostumbrada a aguantarlo todo. Lavarse y desinfectarse a fondo no era suficiente para borrar la pátina que le dejaba aquella gente a cambio de una miserable ganancia que nunca le llevaría a cambiar de vida.
Se hacía imprescindible subir un peldaño más, había llegado el momento de hacerlo. Con la experiencia adquirida, ya podía desenvolverse con una mínima soltura. No le resultó difícil adentrarse en burdeles en donde, aparte de "su trabajo", sobre el que seguía pasando de puntillas y olvidando después de cada jornada, encontró gente igual que ella, con la que se podía abrir sin complejos ni resentimientos, comentar sus percances e inquietudes, incluso aprendió la utilidad de recibir alguna que otra vez consejos, algo que no se había permitido nunca a lo largo de su vida, ni en el mundo que la había rodeado lleno de personas tan diferentes a ella, ni de su madre que, a pesar de su condición de sirvienta, había adquirido la mentalidad de los señores y opinaba siempre igual que ellos.
-¿Por qué piensas así?" -le gritó exasperada más de una vez. -Yo nunca seré como tú.
-¿Qué vas a hacer para evitarlo?.
-Todavía no lo sé, pero tengo claro que haré algo. No seré yo quien sirva a los demás. Llegará un tiempo en que me servirán a mí.
-Pobre hija mía. –Una triste sonrisa se dibujaba a penas en los labios de la madre -Cuanto más tardes en aceptar la realidad y someterte a ella, más difícil lo tendrás.
-Lo conseguiré, ya lo verás. Te lo demostraré.
A solas en su apartamento recién alquilado y amueblado con una discreta forma de bienestar, Dori pensó más de una vez en su madre. No era su circunstancia actual y la vida que llevaba la que había llegado a imaginar, para sí misma, en plena efervescencia juvenil, claro que no, pero estaba utilizando las únicas herramientas de que disponía y, sin duda, estaba en el camino. Ahora con una vivienda confortable, tenía todo lo que necesitaba, especialmente algo que siempre la había obsesionado, suficiente ropa para cambiarse y estar presentable en cualquier lugar y circunstancia. No se volvería a sentir avergonzada de su atuendo ni volvería a desear desesperadamente llegar a su casa para ocultarse. Eso era el pasado. Sin poderlo evitar, su mente le trajo de otros tiempos que ya le resultaban lejanos el día en que, para su júbilo, recibió invitación a una fiesta que se celebraba en uno de los barrios "nobles" de la ciudad y, aunque no había sido una invitación directa, sino recibida de alguien a quien le sobraban algunas y las repartió, se sintió satisfecha de la oportunidad que se le presentaba. Dedicó mucho tiempo a arreglarse con su adolescente ropa de los domingos, la mejor que tenía. Puso el mayor esmero en cada detalle, la melena entre rizos y lacas, los zapatos brillantes, alguna joya de bisutería…Meticulosamente contempló el resultado frente al espejo, estaba satisfecha. Se encaminó animada y segura de sí misma hacia el hotel donde se celebraba la fiesta, mirándose de reojo en los escaparates por donde pasaba para confirmar la aprobación de su aspecto. En las proximidades del hotel, empezó a ver, sorprendida, un desfile de personas elegantemente vestidas, nada que ver con la ropa que ella llevaba, que con soltura, caras sonrientes y repartiendo saludos, se deslizaban al interior del edificio sin la menor vacilación. Dori venía dispuesta a hacer lo mismo, tenía invitación como los demás, pero aquel ambiente la paralizó, se miró de reojo en la luna del último escaparate y su ropa, que le había parecido perfecta hasta ese momento, se le mostró con un aspecto miserable. Aflojó el paso para darse tiempo a reaccionar. Se sentía humillada pero no permitiría que nadie lo supiera. No llegó a pararse delante de la puerta del hotel, simuló pasar ante él hacía otro destino, y giró en la siguiente calle para volver a casa. Este recuerdo la reafirmó en la senda que se había trazado "nunca más me ocurrirá algo así, ahora tengo la ropa que necesito para cualquier ocasión, igual que los demás o mejor que ellos, sin tenerme que ver obligada a limpiar su porquería". "Además esto no acaba aquí. Progresaré, llegaré a lo más alto. Qué pena que no lo puedas ver, madre, aunque… Posiblemente no te gustaría. Mejor que no lo veas".
Sus expectativas se fueron cumpliendo en el aspecto económico. Siguió "ganando terreno y dominando el oficio". Su propia autoestima crecía. Se sentía una especie de remedio o consuelo de muchos hombres, ella dominaba la situación, tenía una persona en sus manos confiada en despegar, por unos instantes, de la contundencia que marca la realidad cada día gracias a "su labor". Era la directora, protectora y dueña cuando jóvenes inexpertos venían confiados a ponerse en sus manos. Así desarrolló "su carrera", a lo largo de los años, hasta llegar a sentirla como lo más natural y necesario del mundo. A la vez, su situación económica se iba acercando progresivamente a lo que siempre había proyectado. Pudo ahorrar el dinero suficiente para comprarse el piso en donde viviría el resto de su vida, en una zona residencial, de clase media-alta, con un portero a quien podía dar órdenes que él cumplía sumiso, y permitirse todas las comodidades que había visto en otros hogares que nunca eran el suyo.
Teodora estaba satisfecha de cómo había trazado y seguido su camino. Cuando, ya acercándose al final, alguna vez hacía recuento de su vida, sólo admitía algún fallo, se lamentaba de haber llegado a convivir con el indeseable compañero que le amargó algunos años, demasiados, el que le hizo perder su independencia y actuar de forma distinta a cómo lo habría hecho viviendo sola. Fueron años amargos en los que su indómita voluntad se vio maniatada. Tenía que haberlo sabido evitar pero, en su ciega carrera hacia la riqueza, él se cruzó como un atajo hasta la meta, como una forma fácil y rápida de hacer dinero. De manera que, sin darse cuenta, sin pensar lo que hacía, sin poder controlarlo, se vio atada a un hombre con el que contrajo compromisos económicos y ataduras legales que le llegaron a amargar la vida y le cortaron libertad, su segundo bien más preciado para ella después del dinero. La amargura llenó su época de mayor esplendor económico. Siempre se la veía circunspecta, con un gesto de sinsabor constante. No saludaba a nadie cuando recibía algún saludo al cruzarse por la escalera o el patio-jardín de la casa, contestaba agriamente o ni siquiera lo hacía. Aún consideraba enemiga a toda la gente que tuviera una situación económica saneada, daba igual que también ella compartiera la misma situación. Aún teniendo dinero, nunca dejó de sentirse desheredada ni perdió el resentimiento hacia la sociedad. Después de haber exhibido, porque lamentablemente todos los vecinos llegaron a saber de él, un compañero tan impresentable y de baja estofa, tenía el convencimiento de que todos la miraban con desdén y menosprecio.
Le gustaba escuchar la radio, cuando estaba sola en casa, y podía pasarse horas enteras haciéndolo pero, si en algún momento, el locutor de turno se felicitaba por la gran audiencia o solicitaba de los oyentes, cordial y desenfadadamente, que siguieran con ellos, que no dejaran de escucharles, automáticamente desconectaba el aparato. "Estoy harta de seguir sirviendo de apoyo a todos los señoritingos que viven como Dios. Se creen que son alguien y, sin nosotros, los que los escuchamos, los que lo sostenemos todo, no existirían. Nos necesitan para existir, pero no nos admiten en sus mundos, sabiendo además que muchos de nosotros valemos más que ellos, quizá por eso nos cierran todas las puertas., nos temen. Pues nada, conmigo no contéis". Apagar la radio era un pequeño triunfo contra "ellos", igual que lo era no contestar a determinados saludos de los vecinos, los de aquellos que le parecían más arrogantes.

Después de la muerte de Teodora, su piso se cerró a cal y canto y nadie ha vuelto a abrirlo. Está embargado. Su dueña lo hipotecó para conseguir un préstamo y comprar otro más lujoso. Estaba siguiendo su objetivo, llegar a lo más alto. Pero nada es fácil y los años pasaron rápidos, mucho más rápidos que sus logros. Había dejado de hacer su trabajo de forma directa y empezó a regentar un club de alterne bastante fructífero que funcionó bien durante años, sin embargo el paso del tiempo lo cambia todo. Ella envejecía y estaba muy cansada aunque no lo quería admitir, fue perdiendo terreno, ya no controlaba la situación del negocio con tanta eficacia como siempre lo había hecho y alguien la empezó a suplantar. Sus ingresos menguaron considerablemente, justo cuando estaba haciendo frente a los elevados pagos de su segundo y muy lujoso piso. Dejó de pagar, no pudo evitarlo, y acabó perdiéndolo sin haberlo estrenado, el desastre financiero no acabó ahí, también se llevó el propio piso en que vivía y que le había servido de aval para conseguir un préstamo.

¿Cómo fueron los últimos días de Teodora?. Cuando el vecindario se serenaba, libre ya de escándalos, cuando ella misma había quedado en silencio y ni siquiera el portero era molestado con sus demandas, es posible que se estuviera librando la última y más cruenta batalla que había sostenido en toda su vida. Con la salud quebrada, avanzada en años, sin recursos económicos ni energía para poder luchar y conseguirlos y atenazada por el temor de verse en la calle, es posible que pasara por su mente, como una tabla de salvación, aquella vivienda humilde y limpia que compartió con su madre y que tanto llegó a odiar. O quizá su último pensamiento fuera: "Lo conseguí como me había propuesto. He vivido en la abundancia sin servir a nadie. No importa lo que pase ahora".
Texto libre Trabalibros

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