El recado postal número siete

Edna Aponte
"Cuando llegues a casa abre el bargueño y el secreter, cuenta las postales, la que cuentes como la # 7, la envías o la guardas ya verás tú que pasa... allí verás el destinatario"
Este recado postal se encontraba todavía en el secreter donde Elías escribía. La casa estaba intacta (al parecer solamente así se podría dar en alquiler). Nosotros al llegar sentimos una fascinación por la luz que emanaba de los ventanales hacia todas las estancias. Y la impresión postal de este mundo nómada en el que una vez más el destino nos dejaba, anidó en mi escritura a su vez un sin fin de textos, pero sobre todo anidó en mi destino llevar a cabo la coordenada que Elías no había pedido realizar y pedía que quien llegara a habitar su departamento lo hiciera: enviar la postal número siete.
Estas coincidencias de la vida donde todo converge desde un espacio que solamente el mándala, el tejido universal han trazado como coordenada. Aunque al tener el mismo oficio, la escritura, Elías nunca quiso publicar nada, decía que simplemente haría que escribir acciones bondadosas en nuestro cuaderno de la vida para que llegado el momento no quedara una sola página en blanco.
Mientras nos instalábamos, ya por quinta ocasión en una nueva morada, esta si la morada de los sueños, recuperamos de una manera muy particular el ritmo del bendito modo de la realidad cotidiana, todo encajaba; cortinas, sillas, armarios con luna, escritorios, telas, tapetes, gato, libros, libreros, mis tankas, pinturas de las diosas tibetanas, estaban en plenitud, sin la más mínima mancha de humedad, después de la cueva del agua de donde veníamos a este quinto piso donde nos instalamos para transmutar, transitar a la era del "espacio solar", sillones y vestidos, estaban en su espacio, las hermosas puertas tibetanas que cargo desde Nepal de una casa a otra, se hallaban cubriendo el ventanal también de sus sueños, mis budas de madera gozaban de su tono madera natural, sin verdores, la mesa que el ebanista más prestigiado del pueblo me había hecho, don Sirenio, gozaba de una apertura por donde se secaba plácidamente, después de haber sido expuesta a la más cruda humedad de aquella cueva de gnomos y duendes indolentes, aunque sé que mi condición de hada-helecho (ahora humana) les amedrentaba, pero una que otra vez sí me jugaron rudo, he de confesar que me tiraban las macetas o las cosas, al grado de oírles mofarse en silencio, en fin aquí en esta nueva era solar; mi tetera coreana y mi bambú para hacer "pochá" té tibetano, recobraron la dignidad de su belleza, todas las queridas cosas se armonizaban de tal manera con los espacios que realmente supe que si debíamos de haber llegado aquí de una forma u otra y que estas pruebas de "moradas" extras eran la pruebas del agua, del fuego, del viento, de la tierra, y esta morada del sueño era la morada el espacio... donde la plenitud podría manifestarse. Dicho claramente nos sentíamos en nuestro elemento.
Los muebles de Elías estaban intactos y eran pocos realmente, así que los conservamos con la gratitud del nómada que llega a una morada de sueño. Mientras nuestro nuevo hogar tomaba su cauce natural en muy pocos días, el bargueño se transformaba misteriosamente, de sus cajones emergían las postales, todas. Pero sus cambios externos delataban, emanaban una vida secreta, interior. Cuando lo coloqué en la habitación donde le había designado su nuevo espacio, uno de los cajones se abrió dejando caer las postales. Y no me fue posible volver a colocarlo en su lugar. Así ocurrió también con el compartimiento más grande, este cajón no solamente se movió de una forma extraña, sino que además se cerró para no abrirse nunca más. Por lo que tuve que conformarme con contar, como decía la misiva de Elías, contar las postales, las que brotaran por si mismas del bargueño "postal", hasta sacar la que realmente sería la número siete. Por fin, dije con un alivio sobrenatural, me han dejado elegir pensaba. La dimensión de las "postales" me ha regalado el milagro de tenerla entre mis manos, sin embargo la dejé encima de mi escritorio, aún con su sobre por lo que no sabía cuál sería el paisaje, este memorable instante debía llevar sus horas o días de preparación, así que la dejé descansando sobre un hermoso bordado indígena mazahua con figuras de "garzas", que según ciertas leyendas antiguas, la garza es la protectora del vuelo y los cielos, de las coordenadas y los caminos, y como esta afortunada "/" volaría nuevamente, la dejé para que recibiera protección de las hermosas garzas, aves de los rumbos.
Ya era muy tarde y decidimos descansar, aunque mi gato exigía explorar a esa misma hora el territorio de tejados que ahora eran su nuevo reino. Logramos descansar tras una faena de mudanza material y emocional. Las apacibles tardecitas soleadas, arreboladas en casa nos acercaron más a mi esposo y a mí, después de unos meses de intensidad algo rugosa, por la constante impermanencia a la que estábamos expuestos ante las cambiantes circunstancias. "Trabajar con las circunstancias" era siempre nuestra consigna principal, pero esta vez llegamos agotados, aunque felices. Nos adentramos en el espacio de paz, que ante nuestra vida nómada se convertía en un refugio, para recuperar quizá lo que habíamos aplazado, la sensación de apertura en un hogar. Habíamos pasado largas temporadas entre bosques de ocote y chimeneas con zarzamoras hasta que este sueño se disolvía por sí mismo, era impermanente como todo. Ahora nos encontrábamos en un departamento del quinto piso de un rústico lugar.
Una tarde arrebolada, casi a punto de encender las velas del viernes, de vez en cuando lo hacemos en agradecimiento y memoria de Elías, me dispuse a abrir el sobre con la postal cuyo misterio era ser la número siente, mi esposo estaba allí como testigo de esta revelación: era una reproducción de Lumiere, una escena pastoril: con tres mujeres ataviadas con pañoletas en la cabeza, y vestidos vaporosos y negros, las tres se acercaban a un puente a conversar, en la campiña francesa. El destinatario estaba garabateado y la tinta a punto de borrarlo por completo, me urgía un paleógrafo, sencillamente enviarla con datos tan vagamente captados era un peligro, así que el enigma comenzaba...
Tardes, días y noches observando aquella ventana, micro ficción postal, tan humildemente trazada para ser enviada a un lector, lector único y experto, a quien el mensaje llegaría directamente (cuando eso fuera posible claro). Una de esas tardes crepusculares en el Valle donde vivíamos observaba casi en contemplación: la postal, pero tras de ella el ventanal me dejaba ver a las aves aterrizar ya en sus ramas para el sueño del noche y yo hice lo mismo, me fui a mi rama.
Entonces atravesaba yo la campiña de un siglo desconocido, las dos mujeres con pañoletas blancas en la cabeza y vestidos vaporosos cercanas al puente murmuraban entre sí, mientras yo me veía sentada en una roca que salía del puente no sé cómo, pero sentí que debía ponerme de inmediato de pie y colocarme la pañoleta roja en la cabeza porque la escena tenía ya la atmósfera de un adiós... las miré alejarse de mí, yo sacudía mientras mi vestido blanco vaporoso, y esperé, esperé a que se alejaran... Quedé sola, sola ante el paisaje donde el puente se hacía cada vez más largo, me invitaba a atravesar, y en ese instante desperté.
Esa mañana salí a dar un paseo con mi esposo al bosque más cercano, aquí hay algunos. Al volver tuve la corazonada de que debía observar con mi lupa profesional la postal, así lo hice por horas, hasta que claramente pude mirar el rostro de las mujeres de la campiña y sus facciones y las mías resultaban similares, casi familiares. Solté la experiencia y me senté a meditar en la quietud de mi estanque, del silencio y abrí mi mente para sentir la conexión.
Los días inesperados maravillan a la mente, la disponen a romper sus límites, a trepar por los andamios de la visión más clara, del gozo por su naturaleza transparente. El loto de mis circunstancias se abría pétalo por pétalo, y en una de estas frágiles hojas estaban reflejados los rostros de la campiña, los rostros de la pañoleta en la cabeza; y mi rostro. Mientras podía ver, sentir este gozoso recuerdo, mi gato paseaba encima del bargueño indagaba cada cajón hasta que consiguió jalar aquel que no se abriría más y sacar un pañuelo al parecer que le serviría de juguete muy preciado por los hilos que le colgaban de esta familiar pañoleta.
Las pistas estaban completas porque la experiencia había descansado en el espacio. Los pensamientos no interfirieron, la realidad se presentaba con sus magníficas evidencias, regresé a ese instante para pasear por la realidad de mis sueños. Me sentí profundamente agradecida por este instante, por los misterios que Elías nos dejaba para descubrir su aleph, y reinventar el mío, este principio creador que se piensa así mismo para luego ser letra, palabra, voz, mensaje, destino, el destinatario. Regresé de mis cavilaciones al recordar la palabra destinatario, a quién debíamos enviar la postal 7, a ¿a dónde?.
La revelación de la realidad no me permitía enviar, una vez más, la postal número siente. La dejé en casa, le encontré una dulce morada, le d i un espacio para ser admirada, para convivir ella y yo mirándonos el rostro familiar, y así detonar la gracia de la vida y sus memorias involuntarias. Mis sentidos secretos se agudizaron, la experiencia que me regalaba este hogar y su bargueño abarcaban gratamente las imágenes de un lenguaje secreto en mi mente. Emanaba la perfección de la vida que se encarga de rodearnos de circunstancias para mostrarnos sin rodeos en nuestro propio idioma que siempre hemos sido los mismos. Yo sabía de la soledad de los puentes, sabía que cruzar era despertar con el mismo rostro, las mismas facciones de quienes acompañaban el paisaje ante el puente de la campiña y tomaban su camino, como yo.
Al verme en aquella postal de Lumiere realizada en 1900, fui testigo de mi propio paisaje atávico, de donde emanan recuerdos en ramillete, en lavanda y montañas. Aquí quedaría la imagen desde el siglo XlX al XXl. La postal se despoja de su ropaje nómada. Se queda en mi hogar, conmigo porque ha sido este mi rostro y tú querido Elías me diste el regalo del fulgor de este laberinto.

*fulgor del laberinto/ son versos de la poeta Jenny Asse
Texto libre Trabalibros

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