Trabalibros entrevista a Miqui Otero, autor de "Orquesta"

viernes, 12 de julio de 2024
"El mundo no se entiende si no es como relato. El azar desordena la vida y ordena la ficción".
El escritor barcelonés Miqui Otero debutó con la aclamada novela "Hilo musical" (2010), ganadora del Nuevo Talento FNAC. Dos años más tarde llegó "La cápsula del tiempo" (2012), libro del año según Rockdelux. Ha escrito regularmente en medios como El País y el suplemento Cultura/s de La Vanguardia, y actualmente es columnista para El Periódico. También da clases de periodismo y literatura en la Universidad Autónoma de Barcelona.

Con "Rayos" (2016), celebrada por los críticos como la nueva "gran novela de Barcelona", se estableció como una de las voces más destacadas de la escena literaria española. Su ambiciosa novela "Simón" (2020) ganó el Premio Ojo Crítico, fue finalista del premio Dulce Chacón, apareció en todas las listas de lo mejor de ese año y le confirmó el favor de público y crítica. Con una adaptación audiovisual en curso, ha sido traducida a varios idiomas.

Bruno Montano le entrevista sobre "Orquesta", su última novela, una historia de una noche de verano contada por la Música, "que les recuerda a los vivos que están vivos y que convoca a los muertos. Una melodía que lo mezcla todo en un valle que amanece con los secretos desvelados sobre el prado, como si una gran mano se hubiera abierto por fin" (editorial Alfaguara).

Trabalibros entrevista a Miqui Otero
- Bruno Montano, Trabalibros (B.M.): Una verbena con una orquesta es una fiesta popular que reúne a todo tipo de gente. La música los convoca y los agita (“Yo no cambio las cosas, sólo las agito”, dice la música). Y el resultado es un auténtico fresco social. ¿Toda fiesta popular es un observatorio privilegiado del estado de una comunidad, de la gran comedia de la vida?

- Miqui Otero (M.O.): Una verbena, o fiesta popular, y más todavía las veraniegas, es no solo un lugar, sino también un momento, en el que se ofrece todo el teatrillo de la vida. Donde, como en los carnavales antiguos, personas de toda cuna, condición o edad celebran (o sufren) al mismo nivel. Esa fue una de las primeras intuiciones cuando me planteé escribir la novela. Me irrita, de algún modo, y auqnue formo parte de ello, que la literatura se haya contagiado un poco de esa lógica industrial y algorítmica. Las novelas, como los mensajes en redes o las comidas en los bares, o cualquier objeto de consumo, parece que se dirigen a un grupo o nicho cada vez más pequeño. Y que esos nichos son burbujas impermeables. Me interesaba petarlas y crear una burbuja mayor, esa verbena, donde poner a dialogar las euforias y conflictos y secretos de todo tipo de personas. Como dices, la gran comedia de la vida en un solo lugar y durante unas horas. Además, una verbena de este estilo tiene una peculiaridad: arranca en el punto exacto donde acabó la del año anterior. Entre ellas hay uan elipsis de un año, pero si había deseo o envidia o deseo de venganza lo habrá. Todas las miradas están llenas de sentido y memoria e intención desde el principio. Eso me atraía muchísimo.

Y o
bviamente narro la noche en un valle, en un lugar concreto, pero intento contar cosas más allá, con materiales populares. De ahí esa anécdota de Cunqueiro que incluyo: le pidió a una chica que le gustaba que bajara de su casa con un vaso de agua, un poco de aceite y un palillo. Cuando lo hizo, Cunqueiro vertió aceite en el agua y removió con un palillo. Entonces le enseñó el vaso: “¿Ves? Así se creó el universo”. En un vaso de agua, tan sencillo, todo.

- B.M.: El narrador principal de “Orquesta” es la música misma, esa sustancia sonora “que enciende los rescoldos” de lo que temen y añoran las personas y que a cada uno le causa un dolor diferente, porque “abre y cierra heridas como si fueran cremalleras”. ¿Esta capacidad de la música de estar “dentro y fuera” de los protagonistas la convierte en el narrador omnisciente ideal o perfecto?

- M.O.: Perfecto no es, pero sí muy sugerente, creo. Tuve la epifanía escuchando probar a una banda, el bombo de la batería y las líneas de bajo sonaban fuera, pero retumbaban en mi caja torácica. Pensé: está dentro y fuera. Quería una narradora que pudiera estar dentro de los personajes, atenta a cada vibración emocional, pero también fuera, que fuera un gas que se pudiera meter en todos los corrillos de la fiesta. Entonces, cuando ya te has encariñado con el juguete de la voz y el punto de vista, lo llevas más allá. Empecé a meter versos de canciones, que servían de banda sonora, sí, pero también podían definir qué sentía un personaje o sugerir o despertar en él una reacción o disparar su memoria. Si es un verso de pasodoble, quizá un recuerdo de la posguerra. Si es de Rosalía, de hace un año. Pero me di cuenta de algo aún más importante. Siempre hubo música en la fiesta, aunque fueran cuatro instrumentos de charanga. Así que la música sabe todo lo que sucedió en esta misma fiesta en todo el siglo pasado. Pero, un momento, sucede algo: no puede contar las escenas, ni presentes ni pasadas, donde no sonaba ningún tipo de música. Así que eso crea unos puntos ciegos y unos ángulos muertos de cosas que no puede contar. Así que cuanto más imperfecta, más perfecta es (o más juego narrativo da).

- B.M.: En un momento determinado de la novela se afirma que las canciones populares son “el esperanto musical que trenza generaciones”. Tu texto está trenzado con docenas de fragmentos de letras y estribillos de canciones muy conocidas y de todos los estilos musicales. ¿La música popular, como dice Miguel en la novela, nos “une bajo la misma capota”?

- M.O.: Hablo de esas canciones que cantas sin tener conciencia de la primera vez que las escuchaste. Que encontraste sin buscarlas. Cuya letra (pongamos: me gustas mucho) es polisémica, porque se la sabe el niño y el abuelo, y desde luego significa algo distinto para cada uno de ellos. Me gusta porque dispara la experiencia y la memoria colectiva. Me gusta, porque quiero escribir novelas con materiales nobles y humildes. Una vida anónima, aparentemente poco literaturizable, puede brillar en una novela. Un verso de una canción muy popular, también, si la trabajas, la arropas, la envuelves para que brille. Y sí, con tanto personaje tan diverso la música era un poco la argamasa, el esperanto, el idioma común.

- B.M.: En un curioso sistema de capítulos dobles alternas al narrador principal -la música- con un coro de voces de gente de todas las edades coincidentes en el tiempo y el espacio (“Sólo aquí y ahora está la vida. Toda entera, del niño al anciano”). ¿Te interesaba mostrar una visión transgeneracional de la realidad?

- M.O.: Sí, es algo que te comentaba un poco, y que está en el primer latido de la novela. En un momento dado, Miguel saca un pañuelo y dice: “No el mundo, no, el tiempo es un pañuelo”. Pone un punto a la izquierda y dice: esto es la infancia. Y uno a la derecha: esto es la última vejez. Y así sigue: estos son los 20 años y esto los ochenta. Parece que cada una de estas edades es irreconciliable, ¿no? Bien, pues: dobla el pañuelo. De repente, el bebé dormitando en el carrito se parece al anciano que ya sestea en la silla de ruedas, lo mismo con los primeros pasos y el último taka-taka, con el descaro infantil y el de la senectud. Con cómo, y lo llevo más allá, los problemas de una chica de 20 pueden dialogar con los de una anciana de 80. Quería no solo que bailaran en la misma fiesta. Quería que bailaran juntos. Que sus secretos y conflictos dialogaran, chocaran o se entendieran. Ahí realmente está la novela: en la creación de un nosotros conflictivo, hermoso pero problemático. Y para ello, los capítulos conde hablan los personajes, cada uno con un lenguaje y una forma de expresarse muy peculiar y cada uno con sus propias preocupaciones y momentos estelares de su humanidad.

- B.M.: “El niño de la bici roja” es el único protagonista sin nombre, es el encargado de poner en contacto a todos los habitantes de Valdeplata, y lo hace a través de un juego que revela una telaraña de secretos que los vincula. ¿Los secretos forman parte sustancial del tejido conectivo social?

- M.O.: Me parece casi contracultural escuchar más que hablar. Obedecer un poco a aquello de Polonio y Laertes en Hamlet: “A todos presta tus oídos y a pocos tu voz”. Nadie hace eso ya, y lo creo necesario.  Por eso le reservo al niño de la bici roja, que en realidad casi no habla, que solo escucha, ese papel estelar: de él depende absolutamente todo en esta novela. A él le confían los secretos. Y sí, no hay complicidad sin secreto, no hay civilización, ni siquiera, sin secreto.

- B.M.: Inicias y cierras la novela con sendos Capítulos 0, capítulos silenciosos donde reina la ausencia de música allí donde la hubo (“Hay silencio, así que hubo música”). Parafraseando a Isabel Allende y poniéndonos un poco filosóficos, ¿la vida humana sería un ruido, una música entre dos grandes silencios insondables?

- M.O.: Sí, pero no imaginemos un estruendo, ¿eh? La vida, en tiempo cósmico, sería el clinc de una cucharilla de café que cae en la baldosa.

- B.M.: En la primera página de la novela se afirma “que el mejor inicio puede ser el final, cuando aún hay recuerdos y pruebas”. Tú empiezas “Orquesta” por el final, describiendo los restos de la batalla y reconstruyendo a partir de ahí, a partir de las pruebas y los recuerdos, toda la historia. ¿Qué te hizo decantarte por esta fórmula narrativa?

- M.O.: En parte porque esta novela tiene mucho de baile y mucho de juego. Si te fijas, incluso el lienzo de la cubierta plantea ese juego. Es un bodegón con una bici tumbada, una Converse All Star tirada, un pájaro muerto, una piruleta rota…. Y, de fondo, las guirnaldas de banderillas y bombillas. ¿Qué es eso? ¿Son los restos de la euforia o de la desgracia? ¿Fue una noche inolvidable por horrible o por maravillosa? Es ambiguo. Ese juego, con el que arranco, la descripción del prado durante el amanecer me permite eso. Y todos esos objetos que aparecen ahí, luego te los vas encontrando durante la novela, a lo largo de la noche, y tienen un papel importante…

- B.M.: El capítulo VI es muy interesante, desarrollas en él a Miguel, un personaje aparecido en capítulos anteriores y que se parece sospechosamente a ti. Confluyen en él las instancias de voz narrativa y autor. Teniendo en cuenta que tu familia viene de Galicia (tu padre de Foz, tu madre de Alfoz y tus tíos de Mondoñedo), ¿qué le debe esta novela a tus veranos gallegos, a tus veranos en A Mariña?

- M.O.: Podría decir que Miguel no soy yo (pero no me engañaría ni a mí mismo). Poco me he ocupado en camuflarlo, cambiando solo Miqui por Miguel. De hecho, así es como me llaman en Galicia y mis padres. Llevaba varias novelas ambientadas en Barcelona y tenía la necesidad de salir de la ciudad, de explorar otros territorios, de no pasar el boli por la plantilla. Mis novelas de formación, las anteriores, fueron muy bien, pero no quiero convertirme en una banda de tributo de mí mismo, de lo que ya he hecho. Así que di el salto y busqué otro tipo de novela. El hecho de tener cuarenta y algo años seguro que ha influido: es el momento en el que descubres el mundo con tus hijos pequeños y lo despides para los que te precedieron. Es imposible no hacer balance en esta edad, volver a tu raíz, comprobar que estás a la misma distancia exacta del bebé de ocho meses y del anciano de ochenta años.

- B.M.: Se dice en un momento determinado: “Todos esos preadolescentes […] sienten cosas que aún no saben nombrar, mientras que los adultos manejan etiquetas de frascos vacíos de lo que éstas designan”. ¿Madurar y crecer significa poner nombre a las cosas y a los sentimientos y, en esta operación, perder ambos?

- M.O.: Sí, el lenguaje es una forma de conocimiento. Pero una vez sabes cómo se llama algo no te acercas a ello con la misma inconciencia o misterio. La gracia en esta fiesta es que el que tiene 30 o 40 o 50 o 60 no tiene solo esa misma edad. Porque en estas verbenas cuando ves a un niño subirse a un árbol no ves solo a ese niño, sino a ti a su edad, y lo mismo con dos adolescentes a punto de darse un beso o cualquier otro personaje. El pasado nunca pasa, somos una acumulación de yoes. Eso, ese juego temporal, y llevarlo al límite en algunos momentos, me interesaba. Es una novela de crisis de la mediana edad, me parece a mí. Pero, bueno, mejor que me dé por esto que por teñirme el pelo y comprarme una moto con un tubo de escape que haga mucho ruido y mudarme al Amazonas.

- B.M.: Cristóbal Margadellos, el anciano y sabio Conde, afirma que “es más fácil creerse algo si la ficción facilita una base de verdad, un pequeño peldaño para que te asomes a lo que te asusta o te fascina”. ¿Lo que nos asusta o nos fascina es más fácil de comprender si media la ficción, si media la verdad de las mentiras, que diría Vargas Llosa?

- M.O.: Claro, el mundo no se entiende si no es como relato. De ahí la horterada esta actual en al política institucional de “controlar el relato”. El mundo es algo absolutamente caótico. Articulado con recursos de composición y estilo de la ficción lo dota de sentido, nos lo hace menos gratuito, más tolerable. El azar, como digo ahí, desordena la vida y ordena la ficción. Le da dirección y sentido. Nadie entiende nada si ese algo no se plantea como una historia. Al margen de la existencia de dios, o de la ciencia, o del arte, la escritura, la ficción, dota de sentido lo que no lo tiene. Y, obviamente, una ficción que se han contado ocho generaciones es real, mucho más que un grito que no escucha nadie y que alguien dio ayer de madrugada. Necesitamos las ficciones para absolutamente todo. Y diría que aún más en un mundo tan atomizado, disperso, hiperacelerado, controlado y caprichoso como el nuestro.

Desde Trabalibros agradecemos a Miqui Otero el tiempo que nos han dedicado y su amabilidad al contestar nuestras preguntas. Agradecemos también a la editorial Alfaguara el haber hecho posible este encuentro.
Miqui Otero©Cecilia Duarte
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