Siempre me ha parecido que los libros tienen algo orgánico. Lo he visto muchas veces, pueden pasar de objetos inanimados a seres animados en cuestión de segundos.
El proceso se inicia cuando una mano se acerca a ellos para abrir una de sus páginas y un par de ojos se posa sobre sus líneas. Hay algo mágico en ese momento. El libro se asemeja entonces a un animal dormido que despierta, a un espíritu que hibernaba tranquilo, al que el calor de la primavera le ha vuelto a insuflar la vida de nuevo.
Y es entonces, recorriendo las líneas en las que se agrupan los múltiples caracteres que lo conforman, cuando adviertes que algo late dentro. Despacio primero, rítmicamente, cada vez más fuerte. Siguiendo un compás íntimo, familiar y conocido que te transporta hacia arriba, elevándote sobre las nubes, más arriba del sol, por encima del mundo conocido.
Esto sucede porque los libros están concebidos como artefactos voladores, a modo de vehículos aerodinámicos que cuando se abren adoptan la forma perfecta para surcar el cielo. Su diseño fue inspirado en la forma de los pájaros y sus alas, en lugar de plumas, son de papel. Pero en realidad el secreto de los libros se encuentra en esas pequeñas letras que llevan dentro y en la magia que despliega el escritor al ordenarlas, cuando logra dar con la combinación exacta y encuentra la fórmula que desencadena el hechizo.
Por Clarice Lagos, reseñista de Trabalibros.com