Árbol

Carmen Escribano
Alguien dijo que, si observamos un árbol con detenimiento y atención, a través de él, podemos ver la historia del mundo.

El camino está rodeado de árboles, de pinos, coníferas de distinta especie. Está tan envuelto en ellos que, desde una vista aérea, es imposible seguirlo. Desaparece durante largos trechos, sumido en una larga umbría, cálida y envuelta en trinar de aves y crujir de ramas, aislada y silenciosa de ruidos ajenos. La pinocha desprendida de las copas de los pinos almohadilla y amortigua el susurro de los pasos. Es un terreno virgen y olvidado de las guías turísticas. Perfecto. El camino se adentra hacia espacios que fueron poblados y dinámicos en otro tiempo pero que, al convertirse en parque natural, todos los habitantes de la zona fueron desalojados. Hoy están silenciosos. Bordeando la vereda, en un lugar estratégico, propicio parta ejercer su función de centinela, se levanta un imponente pino laricio, mudo e inmutable bajo el estruendoso eco del graznar de grajos que parece inundar todo el cielo. La brisa trae oleadas de aroma de distintas plantas y matorrales que se extienden a su antojo. Si te concentras un poco, también notas un olor hogareño a vidas transcurridas, a voces condensadas de personas, a chasquear en la piedra de cascos de caballos y animales de carga. Puedes encontrar en algún sitio cascotes de vasijas de cerámica, un trozo de cuerda, parte de la suela de algún calzado, un pozo seco y medio relleno de piedras procedentes de su propio brocal. De todo eso te podría hablar este pino centenario, testigo de tiempos y espacios transcurridos bajo su constante observación, él contiene la historia de estas tierras, hoy apartadas, pero bastante más accesibles y transitadas en anteriores épocas. Él podría mostrar la historia de parte del mundo a quien lo mirara con detenimiento.

Ella, una mujer joven cuya vida había transcurrido, casi entera, en Madrid, llegó aquí un día, enamorada, ilusionada y dispuesta a incorporarse plenamente en un mundo muy diferente al suyo. Quizá sin ser consciente de cuánta entrega le exigiría el destino. Su vida, desde muy joven, había sido la gran ciudad, pero rompió con todo, no lo pensó siquiera, era lo más natural del mundo seguir al hombre a quien quería, joven como ella. No le asustó pensar que viviría en un pequeño pueblo entre la sierra y el campo. Para Ella, por encima de todas las cosas, existía Él, que era un hombre atractivo, con un encanto natural, sin artificios, que había provocado, en pechos femeninos, más de un suspiro de desaliento, cuando se presentó en el pueblo con una novia madrileña. Ella, también agraciada, había roto con un novio que tenía cuando Él se cruzó en su vida trastocándolo todo. Los dos juntos y esperanzados tras una guerra dura, sangrienta e injusta, siguieron compartiendo su tiempo sin haber llegado a formalizar ninguna relación, sencillamente estaban juntos. Ella se preguntaba a veces, en su más profunda intimidad y con cierto desasosiego, si eran o no novios. Hasta que un día Él la sorprendió invitándola a planificar la boda. Cuando Ella reaccionó con sorpresa, Él sencillamente comentó sin darle importancia: "Tu ya te tendrías que haber dado cuenta". Nunca le había pedido que fuera su novia. Todas sus vivencias en Madrid (se habían conocido cuando el cumplía el servicio militar) habían sido muy diferentes a las que Ella tendría que adaptarse en el pueblo. A pesar de ser época de posguerra, el mundo estaba resucitando y la ciudad despertaba. Pudo gozar con cines, teatros, paseos por las grandes avenidas, gente a su alrededor. Él se adaptó a ese mundo aunque era un espíritu rural. No se quejó nunca, pero nunca pasó por su mente buscar un trabajo y vivir en Madrid. Ella tampoco se lo pidió, quizá porque lo lógico era que la mujer siguiera al hombre, otra opción no se le pasaba por la cabeza en aquellos tiempos.
Cuando las circunstancias lo permitieron, la pareja hizo un primer viaje, desde Madrid, para que ella conociera a la familia del que iba a ser su esposo. El muchacho quiso que así fuera. Tenía que conocer a su familia, el pueblo, el ambiente. No quería ni imaginar la decepción en sus ojos cuando ya fuera demasiado tarde. Era necesario que conociera de antemano donde iba a pasar el resto de su vida.

En la estación de tren, pequeña, casi un apeadero rodeado de encinares, matorrales y retazos de pradera verde, los esperaba el padre de Él. Un hombre alto, delgado, adusto, de aspecto noble y con la severidad de una vida difícil y trabajada. Cuando los vio, se dirigió primero a Ella alargándole su mano segura y decidida, sin disimular su intención de allanarle el terreno para evitar que se sintiera cohibida. Ella perdió parte de su temor. Después abrazó a su hijo.
Toda la familia la recibió con cariño y admiración pueblerina. Veían en Ella ese aire diferente, desenvuelto y estiloso que parecía innato a las personas que llegaban de fuera. Hasta su forma de hablar era diferente. El hechizo fue mutuo. Ella olvidó la gran ciudad y se sintió querida y dispuesta a integrarse en la familia. Pasó con ellos un tiempo suficiente para conocerlos y apreciar la diferencia entre los dos mundos. Después no lo dudó, volver a Madrid, en donde ya había dejado su trabajo y tenía buenas amistades y algunos parientes, constituyó un cierto choque, una realidad a la que, en aquel momento, no quería regresar. La vida la empujaba ya en otra dirección. Así el viaje definitivo no fue traumático ni doloroso.

Recién casados se instalan en una pequeña vivienda de alquiler, cerca de los padre de Él, todos piensan que Ella, nueva en el pueblo y en su vida de casada, posiblemente necesitará la ayuda de su suegra, una mujer pueblerina, con el pelo blanco recogido en la nuca por un moño, que se hace con asombrosa soltura aunque no haya espejos, que se había casado a los dieciséis años con aquel hombre apuesto, honrado y trabajador, que era lo deseable, mucho más alto que ella y con aquel genio de mil demonios que desataba cuando la vida se le encabritaba y se le ponía más cuesta arriba de lo que podía soportar, en esos casos era normal que lo pagara con ella, con su mujer, ¿con quién si no?, en alguna ocasión le llegó a levantar la mano, también era normal, Carmen (así se llamaba su suegra) no se sintió desdichada por eso "en el trato habitual es muy bueno" decía totalmente convencida para justificarlo cuando alguien intentaba echarle tierra encima. "A pesar de su brusquedad, él siempre me ha querido y se desvive por alimentar y proteger a su numerosa familia". Tuvieron ocho hijos, todos varones excepto la más pequeña. Pero la vida quiso traerles una niña más. El mayor de sus hijos, que también se casó muy joven, tuvo una hija que ya vino al mundo huérfana por complicaciones del parto, justo cuando Carmen amamantaba a su propia hija, de manera que la hija y la nieta se criaron juntas como hermanas. Carmen es una suegra cálida y maternal, con espontaneidad y descaro pueblerinos, capaz de poner solución a cada problema y con brazo fuerte para dirigir el rumbo de su numerosa familia. Instalados en la vivienda cercana, nada más casarse, Ella se siente arropada y protegida en todo momento.
Él estuvo trabajando los primeros meses, después de su boda, en el pueblo, después fue trasladado a la sierra, en donde tiene que pasar toda la semana y sólo vuelve a casa los sábados por la tarde. Gracias a la proximidad de Carmen y sus dos cuñadas, Ella sobrelleva la obligada separación de su marido. La mayor parte del día la pasan juntas. Las noches solitarias son más tristes. A veces viene a dormir con Ella alguna de sus cuñadas, pero quiere hacerse dura y no acostumbrarse, no le gusta depender de nadie.
Un sábado, por alguna razón, Él puede adelantar su hora de llegada a casa. Siempre es un acontecimiento jubiloso para ellos encontrarse tras seis días de separación. Llama a la puerta como de costumbre pero nadie sale a abrir. No es lo normal, apenas toca a la puerta, Ella sale siempre ufana y radiante a recibirlo. Este día no. Él se empieza a inquietar, golpea con más fuerza la puerta perdiendo en entusiasmo lo que gana en rabia. Lo intenta de nuevo. Vencido por el desánimo, coge la llave del lugar estratégico donde la esconden y abre la puerta. Todo es silencio, no hay nadie. La casa está en semipenumbra, ordenada, limpia, bien ventilada, pero Ella no está. Sabía que él vendría y, sin embargo, no está. ¿Dónde habrá ido?. El cuerpo se le empieza a revolver. No teme que le haya pasado nada, pero "una mujer debe estar en su casa si sabe que viene su marido". Con la sangre cada vez más encendida, se va despojando de su ropa de trabajo, se asea, se pone ropa limpia y, como ella no llega, se mete en la cama. No puede descansar, la rabia lo va inundando cada vez más. Se le ha acabado todo el anhelo que traía por ver y abrazar a su mujer. Recuerda a su padre y comprende cómo se sentiría en los momentos que lo había visto amenazar a su madre, a pesar de que Él, en dichos momentos, siempre la había defendido enfrentándosele y, como consecuencia, había recibido más de una bofetada. Ahora siente una rabia similar a la que le suponía a su padre en tales momentos. Lo comprende aunque eso no signifique necesariamente estar de acuerdo con él en su reacción.
Ella, en casa de su suegra, sabe que él regresará, como siempre, a última hora de la tarde. Las dos mujeres preparan las tortas de manteca que tanto le gustan a Él, para que, aparte de comer en casa, pueda llevarse algunas al trabajo. Son entretenidas de hacer pero merece la pena, además hay tiempo de sobra. Mientras las tortas se van dorando al horno, ellas hablaban:
-¿Cómo era su hijo de pequeño?.
-Era guapo pero, sobre todo, era bueno. Todos mis hijos lo han sido, pero él es especial. Siempre pendiente y preocupado por la familia. Ha tenido bastantes encontronazos con su padre, en parte porque tienen el carácter muy similar. Él nunca ha querido trabajar en el campo. No le gustaba y defendía su postura ante quien se lo impusiera. Ha aprendido a leer y todo lo que sabe por su cuenta, no fue a la escuela, ninguno de mis hijos pudo ir. Eran muchas bocas que alimentar y, en cuanto tenían edad de servir para algo, su padre los puso a trabajar, con él o, como el caso de tu marido, en otros menesteres, desde pequeño se negaba a ir al campo. Era un crío cuando lo puso a trabajar en la fábrica de harinas, allí lo empleaban para todo. Traer y llevar sacos, hacer recados, recoger las harinas del suelo… Estaban muy contentos con él. Era muy noble y trabajador. La mili fue para él una liberación, ya ves tú, verse libre en Madrid. Allí aprendió mucho. Además estaba en caballería, le encantan los caballos, así es que estaba en su ambiente, montándolos, cepillándolos…
-Sí. Sé que disfrutaba mucho con ellos, me lo contaba y yo podía ver entusiasmo en sus ojos cuando lo hacía.
-Me alegro bastante de que haya dado contigo, se lo merece. Eres una buena mujer y sé que lo quieres mucho. ¿Qué más puede pedir una madre?.
Las tortas salen del horno tiernas, doradas y con un cálido olor a hogar. Las mujeres las van metiendo cuidadosamente en una cesta de mimbre ovalada, con un asa central y dos tapaderas que se cierran en sentido opuesto. Entre capa y capa, un papel para evitar que se estropeen.
-La mitad para ustedes, nosotros dos no podríamos comer tantas. Estoy impaciente por ver la sorpresa que se va a llevar cuando las vea, le encantan.
Ella coge la cesta con sumo cuidado, sin zarandearla por el camino para no estropear su carga y, en menos de cinco minutos, está delante de la puerta. Resuelta saca la llave del bolsillo y, al abrir, ve ropas y calzado de Él dejadas caer por distintos sitios, comprueba asombrada que su marido ya ha vuelto antes de lo previsto. Lo llama jubilosa, repite su nombre anhelante mientras lo busca en el salón, en la cocina, en el aseo. Cuando abre la puerta del dormitorio todo está a oscuras y huele un poco a humanidad, a habitación cerrada. Él está acostado. Se sobresalta al comprobarlo.
-¿Te encuentras bien?.
-Sí. Sal y cierra la puerta que quiero descansar.
- Pero ¿qué pasa?. Tendré que saberlo ¿no?.
Él no contesta. No lo hace a ninguna de sus siguientes preguntas. "sal y cierra" insiste. Desconcertada obedece, sale de la habitación y no sabe a dónde dirigirse, se deja caer en el sofá incapaz de reaccionar. ¿Qué pasa?. Transcurre un rato, un tiempo incalculable. La tarde va avanzando rápidamente y ella se está quedando a oscuras, sentada, sin cambiar de postura. La llegada de la noche le da un motivo para volver a hablarle.
-¿Cómo estás? -pregunta.
-Bien –es toda la respuesta.
-¿No te vas a levantar a cenar?.
-No.
Ella a penas cena, no puede tragar. Se asoma un rato a la ventana para hacer tiempo. En la calle, algunos transeúntes, pocos, intercambian palabras que le llegan nítidas, alguien se ríe estruendosamente. Qué mundos tan distintos separa tan sólo un muro. Es hora de acostarse. No desea hacerlo al lado de su marido, hoy no tiene sentido, pero es la única cama de la casa. Con sigilo, abre la puerta y entra en la habitación, Él no se estremece. En la oscuridad desliza la mano debajo de la almohada y saca el camisón. Se desnuda y se lo pone. Con timidez abre la cama, por el lado opuesto al que Él está, y se acuesta suavemente sin llegar a rozarlo. Nunca se ha sentido tan sola. Su soledad se prolonga durante la larga noche que transcurre lenta y, con los primeros rayos del alba, Ella sale de la cama sin haber sentido, en ningún momento, el más mínimo contacto con su marido. Coge su ropa de un puñado y en el servicio se asea y se viste maquinalmente. No ha llorado en toda la noche pero ahora lo hace sin poder parar. Han perdido un tiempo precioso de convivencia sin saber por qué. Antes de que vuelva a anochecer Él se habrá ido de nuevo y durante una semana no se verán.
A media mañana oye abrirse la puerta del dormitorio y ella entra rápidamente en la cocina componiendo el gesto. No le quiere dar el gusto de verla llorar y simula algún quehacer doméstico. De soslayo lo ve cruzar el salón con ropa de salir y se dirige a la calle.
-¿Dónde vas?.
-A la calle.
-¿No comes nada?.
-No.
El ruido que hace la puerta al cerrarse la deja en medio de una nube de tristeza y libertad. Abre todas las ventanas para ventilar la casa, hace la cama de matrimonio que le supone un especial esfuerzo, no quisiera ni tocarla, ha sido su banco de tortura durante la noche, se cambia de ropa y, sin pensarlo, se dirige a casa de su suegra, allí está todo el consuelo que puede esperar.
-No te preocupes, no pasa nada. ¿Sabes lo que le pasa?, que no estabas allí cuando él llegó. Quieren que estemos siempre esperándolos, si no, empiezan a darle vueltas a la cabeza imaginando en qué escabrosos lugares estaremos. Nunca imaginan que estamos haciendo tortas para ellos, para darles una sorpresa. Son así de complicados. Yo en tu lugar no me preocuparía, ya se le pasará. Te digo una cosa. En este momento es posible que él esté sufriendo más que tú, se le habrá pasado el arrebato, estará deseando darte un abrazo y no sabrá cómo romper el hielo. Yo conozco bien a mi hijo –Empieza a reír en una carcajada silenciosa pero larga –Le habrá dado el olor a las tortas y ya sabrá por qué no estabas en casa. Pues ahora tiene dos trabajos, hacer las paces contigo y romper la tensión para meterle mano a las tortas. –continúa riendo, ahora estruendosamente haciendo vibrar todo su cuerpo.
Él vuelve a casa a media tarde y con evidentes signos de embriaguez. Generalmente no bebe y tiene poco aguante con el alcohol. En cuanto llega se va derecho a vomitar. Ella está a su lado por si necesita ayuda, no hace falta, se mantiene derecho sin dificultad. Después de vomitar, se echa agua fría por la cara y el pelo, se seca con una toalla que ha dejado junto al lavabo y, cuando al salir pasa al lado de Ella, le acaricia la barbilla y sólo dice "lo siento". Ella no contesta, tiene que hacer grandes esfuerzos para sujetar las lágrimas. Él se sienta en el sofá y echa la cabeza hacia atrás.
-¿Quieres comer algo?. ¿Te apetece una torta?.
-No, gracias, no tengo el cuerpo para comer.
Ella se sienta en el sofá a su lado, sin rozarlo. No está segura de si le produce más tormento la tristeza por su encuentro frustrado o la angustia de pensar que Él tendrá que irse al trabajo, dentro de unas horas, sin haber hecho una comida completa en dos días y con el cuerpo totalmente trastornado por el alcohol. Pero no dice nada. No está acostumbrada a dar el primer paso para la reconciliación. Continúan los dos largo rato en silencio, uno sentado al lado del otro pero sin rozarse. La tarde avanza. Él lentamente se incorpora, se acerca a Ella y le da un beso en la mejilla. Después, sin decir nada, se levanta y se dirige a la cocina. Allí destapa las ollas que hay sobre el fogón. Ella también va a la cocina cuando oye el ruido de cacharros.
-¿Te apetece un caldo caliente? –Lo pregunta más por obligación que por ternura, se aprecia en el tono de su voz. Él accede y toma una taza de caldo pausadamente para evitar una brusca reacción en su estómago estragado.
-¿Esto qué es? –Dice dirigiéndose a la cesta de tortas que descansa olvidada sobre el poyo de la cocina.
-Tortas de aceite y de manteca. ¿Quieres alguna?.
-No, ahora no podría comerlas. Me puedo llevar alguna.
Ella no contesta ni se apresura a preparárselas. Un sentimiento de rabia ha pasado a sustituir la tristeza que sentía. No se siente solícita, ni amorosa, ni preocupada por él. Sólo rabiosa por el estúpido incidente que les ha amargado el encuentro. Él va al dormitorio a cambiarse la ropa de calle por la de trabajo. No queda mucho tiempo hasta que el Land Rover pase a recogerlo. Cuando sale vestido, comprueba que las tortas siguen en la cesta, nadie le ha preparado nada. Entra en la cocina y él mismo coge cinco de aceite y otras tantas de manteca y las envuelve en un paño pulcro que saca de un cajón, después las pone, junto a la ropa limpia que ha cogido del armario porque hoy tampoco su mujer se la ha preparado como de costumbre, en la bolsa que utiliza cada semana para llevar y traer sus cosas personales. Para Él no es un problema prepararse las cosas, está acostumbrado porque ha vivido en Madrid mucho tiempo solo. Es muy hábil en cualquier cosa de la casa que tenga que hacer, incluso no le importa ayudarle a Ella cuando lo necesita, para escándalo de alguna vecina que "no puede soportar el espectáculo de un hombre haciendo esas cosas". No es un problema el hecho de prepararse las cosas, lo es mucho más su sentimiento de rabia consigo mismo y de frustración. Sabe que su semana de separación va a ser dura después del disgusto tan gratuito que han tenido y teme que, cuando vuelva el próximo sábado, las cosas no hayan vuelto a su normalidad. No es capaz de hacer nada para mejorar la situación. Sólo, cuando se dirige a la puerta de la calle para marcharse, se acerca a Ella y la abraza. Únicamente obtiene una respuesta tibia y sin interés que le proporciona el viaje más triste y sombrío que haya tenido nunca. Ella ahora puede llorar de rabia, desahogarse a sus anchas, coger a puñados la ropa sucia que Él ha dejado y tirarla con desprecio dentro del barreño para lavar. Hoy no le produce ninguna ternura, como otras veces, hacerlo.

Ha amanecido un día soleado con un frescor radiante. Todo es nuevo. La primavera en plena sierra tiene una transparencia significativa, los colores son más nítidos e incluso lo son también los sonidos. Parece que los pájaros aquí tuvieran un trino tan claro que entrara directamente a los sentidos, sin pasa por el oído. Todo discurre con una fluidez indescriptible llena de sentido. La vivienda aquí es pequeña, no estaba pensada para un matrimonio, sino para un hombre solo. Por eso ha habido que hacerle arreglos: cambiar la cama, poner algunas estanterías, traer una mesa y algunas sillas, Dios sabe de dónde. Ella busca ahora la ropa para vestirse. Las cosas de colgar en el pequeño armario del rincón y lo que puede doblarse en el antiguo baúl que estaba en la cámara y Ella ha rehabilitado. Ha quedado bien, limpio por dentro y barnizado por fuera, aromatizado con ramas de lavanda, aquí lo llaman espliego, que ha encontrado por los caminos.
-¿Crees que esta blusa será adecuada para la visita? –Ella no conoce aún a las familias que van a visitar. Es una recién llegada.
-Sí. No te preocupes. Estarás muy guapa.
-No sé si es demasiado arreglada o demasiado poco. ¿Cómo va la gente vestida a los esquilos?.
-A los esquilos, como a otro cualquier acontecimiento familiar, la gente se arregla pero de una forma sencilla. Se ponen de lo mejorcito que tienen pero muy discretos todos. Tú vas muy bien con esa blusa. De todas formas, tu ropa es diferente. No te preocupes, no le va a extrañar a nadie. Eres "forastera", eres "madrileña", cuentan con que eres diferente. Pero tranquilízate, verás qué bien te acogen, ya lo hicieron conmigo. Tienen ganas de conocerte.
Después de andar más o menos un kilómetro, aparece, tras una curva de la carretera, el aglomerado de casitas de piedra, sencillas, irregulares, una pegada a otra, con puertas de entrada y apenas algún ventanuco en las limitadas fachadas. Según se acercan al camino de entrada, lo primero que encuentran, separado del aglomerado de casitas, es un horno de leña de uso común. Aún desprende calor de haber estado encendido para hacer el pan, los dulces y asar la carne para la celebración. Cuando los ven llegar, los niños que jugaban en la calle se apartan a un lado, se apegan a las paredes de las casas, pero no se van, no desaparecen detrás de las puertas, los miran tímidamente y con curiosidad. "Hola", dice Él. Se oye alguna vocecita contestando al saludo débilmente, todos ríen de forma nerviosa y empiezan a corretear de aquí para allá sin separarse mucho de la pareja. Una de las niñas grita: "mama, ya están aquí". Empiezan a salir las mujeres, los hombres están ayudando a esquilar, y se aproximan a la pareja. No hacen falta presentaciones. Los están esperando, los han convidado al esquilo y se sienten honrados con su presencia. Para ellos, todos vecinos, casi todos unidos por algún grado de parentesco, es un acontecimiento esta visita. Él sí ha venido ya muchas veces y han entablado una buena amistad, a Ella la conocen sólo por las referencias, abundantes referencias, que su marido les ha hecho. También han visto fotos suyas, de manera que de sobra saben a quién esperan. "Hola, ¿cómo estás", una de las mujeres, una de las más ancianas, se acerca a ella y, cogiéndola por los hombros, le da dos besos sonoros en las mejillas, Ella responde con el mismo saludo. Así, una detrás de otra, los rodean y la saludan familiarmente, también los niños. Alguna pequeña le tira del vestido y le ofrece la mejilla para saludarla, Ella se agacha y le da dos besos, más niños se animan. Se produce una euforia de comentarios de bienvenida, saludos, preguntas… La tarde-noche transcurre en una perfecta armonía. Nadie se ha sentido extraño. Han comido hortalizas, carne, patatas, frutas y dulces después de observar un rato el trabajo de los esquiladores, dos hombres, sin aproximarse demasiado para no estorbar, mientras ellos con pericia increíble manejan las ovejas haciéndolas un ovillo que se acomoda a la perfección, entre sus piernas, al movimiento de las tijeras. Pronto obtienen un gran vellón de lana, de cada una, que van apilando en el suelo de piedra, en un rincón del corral. "Después esta lana la tenemos que varear para abrirla y limpiarla bien antes de venderla o usarla para algún colchón. Eso lo podemos hacer bien las mujeres. No necesita fuerza, sino maña", le explica a Ella una de las mujeres. Ya va aprendiendo sus nombres: Hipólita, Brígida, Paula, Domitilo, Hermenegildo… hermana Isabel, hermana Fermina, hermano Lázaro… Los nombres de los más ancianos van siempre precedidos del apelativo "hermana", "hermano". Es una señal de respeto. "Como eres nueva por estos lugares es posible que necesites ayuda. Nosotros te podemos echar una mano, si no uno, otro, somos muchos". "Muchas gracias. Por ahora me voy arreglando bien. Él me ayuda mucho". Se despiden con la promesa de verse a menudo. Cuando salen de la pequeña aldea, es ya noche cerrada, no hay luna. Se alumbran con una potente linterna que les va despejando un breve espacio del camino delante de ellos. Ella está más sobrecogida de lo que quiere admitir. Alrededor todo es oscuridad fuera del haz de luz de la linterna. Cogida con fuerza al brazo de su marido, se siente aprisionada por las tinieblas. Él va tranquilo. Caminan en silencio acompañados por sonidos que a Ella la intimidan: el sonido de algún búho, un arrastrarse entre la pinocha, algún crujido… todo envuelto en el murmullo incierto de la brisa que cimbrea las ramas de los pinos. Es primavera y las noches serranas aún son frescas aunque las haya precedido un día de calor.
-¿Tienes frío?. Puedo dejarte mi chaqueta, a mí casi me estorba.
-No, estoy bien.
-Pero estás temblando. No tendrás miedo ¿verdad?.
-Nooo –Ella trata de ocultar su turbación. Le parece ridícula. Sabe que todos se mueven de noche, sin problemas, de unos lugares a otros, esté la luna llena o nueva. Sabe que, en la aldea, las personas se turnan, por la noche, para dormir en la calle, junto a los sembrados, para evitar que estos sean destrozados por los jabalíes que hocican buscando alimento. Lo hacen todos excepto las mujeres más ancianas y los niños pequeños. Está fuera de lugar que una mujer de su edad, esté asustada por andar de noche junto a su marido, sin embargo, el miedo y el frío le hacen difícil mantenerse firme. El kilómetro de distancia que los separa de su hogar es eterno. Cuando a lo lejos ve traslucirse, entre las ramas, las luces de la casa de forma intermitente, empieza a respirar sosegada.
La casa donde viven se ve bastante grande y robusta desde lejos, al compararla con las casitas de la aldea que acaban de dejar. En realidad se compone de dos viviendas, la suya y otra en donde vive Pedro, un guarda forestal, con Antonia, su mujer, y tres hijos varones. Hay un gran portón de entrada que da acceso a un patio común. Esta enorme puerta le da a Ella seguridad. Cuando la cierran por dentro con el potente cerrojo de hierro, se siente inexpugnable. Dentro del patio, que comparten las dos viviendas, se mueve con soltura. La puerta de acceso a su vivienda es bastante más frágil pero no importa, protegida como está por el gran portón y los altos muros del patio. Tiene buena relación con Pedro, Antonia y sus hijos, que le hacen olvidar la soledad de la sierra. También están, en la casa, las dependencias de los ingenieros de montes. A veces vienen solos por cuestiones de trabajo, entonces Él los acompaña a caballo por multitud de lugares. Otras veces vienen con su familia para pasar unos días en la sierra. En esas ocasiones, aunque suelen venir con criadas, Ella se ocupa de la organización de todo y de preparar las habitaciones. Por suerte, esto no sucede a menudo y la vida en la sierra discurre, la mayor parte del año, placentera. Es mucho mejor vivir en la sierra con Él que sola en el pueblo esperando que vuelva sólo los fines de semana.
Es más de media noche cuando, por fin, han abierto el portón del patio. Ya están en casa. La noche cerrada queda fuera con sus tinieblas envolventes y amenazadoras. Ella cruza el patio junto su marido. Siente una excitación especial. Ha tenido ocasión de observarlo toda la tarde, revuelto entre los demás hombres de la aldea, pero tan diferente. Resuelto, con la desenvoltura de todos. Ha ayudado, reído, bromeado con los hombres, piropeado a alguna de las mujeres que, sin ningún tipo de recato y con su marido delante, le ha dado un abrazo de agradecimiento. A Ella no la ponen celosa estas cosas. Sabe que Él es así, abierto, fraternal, con don de gentes. Entre amigos, entre gente estimada está en su elemento. Ella se ha ido colmando de su atractivo físico a medida que avanzaba la tarde y ahora desea saciarse de Él.
-Ha sido una tarde completa. ¿Te ha gustado? –Pregunta mientras le pone el brazo sobre los hombros y la atrae hacia sí.
-Sí, me ha gustado mucho. Todos son muy amables. Me asombra la capacidad de diversión que tienen. Los mismos que por la mañana estaban trabajando, sudando y resolviendo problemas, quizá discutiendo, en unas horas olvidaban todo y se entregaban de lleno a la fiesta. En el mismo sitio, sin cambiar de ambiente.
-Ellos son así. Saben estar para las duras y para las maduras, y siempre están plenamente o, por lo menos, es la sensación que me dan.
Mientras hablan va abriendo puertas, soltando algunos presentes que traían, desprendiéndose de las chaquetas.
-Estoy rendido –Dice Él –Ha sido un día completo.
A ella la excitación y el deseo le anulan el cansancio. Recuerda la facilidad con que la aldeana abrazó a su marido, ella también quiere hacerlo pero no puede. Si no lo deseara tanto quizá sería capaz de hacerlo. Una mujer nunca debe dar el primer paso, tiene que esperar a que lo haga su marido. Se acuestan y Él apaga la luz inmediatamente, se extiende bocarriba con las piernas y brazos abiertos. Ella tiene una postura similar a su lado pero no puede relajarse. El fuego le quema las entrañas. Sin poder evitarlo, deja caer su mano sobre el muslo de Él.
-¿Qué quieres? –Suena la voz del hombre con un timbre destemplado.
-Nada –Contesta avergonzada y se da media vuelta en la cama. El sonrojo la invade por completo. No se atreve a moverse, le gustaría desaparecer. En pocos minutos Él empieza a emitir unos suaves y despreocupados ronquidos. Eso la alivia, es señal de que no le ha dado ninguna importancia a su gesto. Cuando comprueba que está profundamente dormido, se levanta de la cama y, con sigilo, va a la cocina a beber un vaso de agua, desde la ventana contempla miles de estrellas que se manifiestan potentes en esta noche cerrada y silenciosa, alterada sólo por el cri cri de algún grillo que tampoco puede conciliar el sueño, después se cepilla el pelo lentamente y se deja caer en un sillón del pasillo, trata de relajarse antes de ir a la cama. Mucho rato después, quizá horas, se despierta helada y, a tientas, busca su sitio en el lecho conyugal.

La vida es dura, más en la sierra, en tiempos de postguerra. Hay con frecuencia vagabundos pululando de acá para allá que buscan alguna ayuda o trabajo ocasional que pueda presentarse. Es difícil porque la mayoría de los habitantes de las humildes casas que salpican la montaña sobreviven también con dificultades y con mucho sacrificio. Tienen algunos animales, gallinas, cerdos, unas pocas ovejas, una cabra para la leche…Licencia para cultivar pequeños trozos de terreno al que, con esfuerzo, le sacan algún cereal y hortalizas, casi siempre escasas porque el clima es extremo y tienen que batallar con ciervos y jabalíes que se meten en el sembrado buscando los brotes tiernos. A pesar de todo, cuando los vagabundos se acercan a sus puertas, casi siempre consiguen un trozo de pan y un tomate o alguna fruta.
Él tiene un buen trabajo para los tiempos que corren. Recibe, además de su sueldo mensual, un suministro de los alimentos más esenciales y viven en una casa segura y confortable, incluso les traen la leña para encender la chimenea durante todo el largo invierno. Los menesterosos lo saben y pasan por allí con frecuencia con la seguridad de que no se irán de vacío. En una tarde neblinosa en que los pinos se agitan presagiando agua, aún no nieve porque corren los finales del otoño y el frío no se muestra con toda su severidad, ella está trajinando por el patio común.
-Dios guarde a usted –El hombre que lo ha dicho, a la vez que golpeaba la puerta con su bastón artesano lleno de nudos protuberantes, lleva una pelliza gastada de demasiado abrigo, propia del mes de enero.
-Buenas tardes –Contesta Ella
-A ver si me pudieran ayudar en algo.
Ella vacila unos momentos. Está sola en el patio y no lo puede consultar con nadie, recuerda que, de la comida del medio día, les ha sobrado en la olla bastante estofado que pensaba dejar para comer otro día.
-¿Quiere usted comer un plato caliente? –Pregunta con cortedad.
-Me vendría muy bien, señora, tengo el cuerpo aterio y reseco de no comer na en orden desde hace muchos días.
-Pase usted entonces.
El hombre la sigue hasta la puerta de entrada a la casa. Cuando Ella la abre, Él que se disponía a salir y los encuentra de frente, se sorprende. La mira con ojos interrogantes y alarmados. Por un momento piensa que el hombre la está forzando a entrar por delante para robarles. Ella le sonríe y se apresura a sacarlo de su angustia.
-Le he dicho a este hombre, que me pedía una limosna, que le vamos a poner un plato caliente, del estofado de medio día, para que coma. Vamos a la cocina.
Él la mira con algo de desconfianza. No se puede meter en casa al primero que llega, nunca se sabe quién puede ser. Se da la vuelta y va tras ellos a la cocina, está en guardia. Ella acerca una silla al hombre para que se siente junto a la chimenea mientras calienta el guiso. Prepara la mesa con el plato, una servilleta y la cuchara. Después corta un buen trozo de pan sentado, ellos lo comen de varios días, allí no hay pan reciente. Cuando llena el plato hasta los bordes, lo invita a acercarse a la mesa. Renuncia a decirle que se lave las manos ennegrecidas antes de coger la comida, se siente un poco culpable e irresponsable por haberle hecho pasar, empieza a tener miedo y quiere agilizar las cosas. Él no dice nada, sólo observa al desconocido y mira a los ojos a su mujer. Se sentirá mejor cuando termine la comida y siga su camino. Ella está azorada y arrepentida por su acto espontáneo que le parecía normal antes de soportar el vértigo de la desconfianza. El hombre, ajeno a tales sentimientos, come con ansias. Toma unas primeras cucharadas y empieza a sopar el pan sobre el caldo del guiso hasta dejarlo seco, después se lo come cargando al máximo la cuchara. "Si pudiera darme otro trozo de pan" pide sin cortedad. Ella, tras cruzar la mirada con su marido, le corta otro trozo. El hombre come ahora cucharadas de estofado reseco acompañadas de bocados de pan. No tarda mucho en terminar el plato para alivio del matrimonio que está deseando verlo desaparecer. Toda la cocina se ha impregnado de su olor a sudor rancio mezclado con humo. No se ha quitado la pelliza con los bolsillos abultados, quizá depositarios de todas sus pertenencias, para comer. Cuando termina el plato y todo el pan, coge la silla, se aproxima a la chimenea dando un gran eructo y extiende las manos para calentárselas. "Corren malos tiempos", murmura. Es lo único que ha dicho desde que entró en la casa, aparte de pedir pan, y no ha cambiado su semblante ceñudo. El matrimonio, de pie, lo mira expectante. El hombre no se inmuta, se recalca en la silla y estira los pies hacia la lumbre, sus botas viejas al arrastrarse dejan un poso terroso en el suelo. Se abre de piernas y se relaja sin alejar las manos de las llamas. Él coge a su mujer del brazo y la saca de la cocina.
-¿Qué hacemos?. Este hombre no piensa irse.
-Lo siento. Tenía que haberlo pensado bien antes de invitarlo a pasar.
-Bueno, ya no tiene remedio. Pero algo tenemos que hacer.
Permanecen unos segundos pensativos. El hombre ni se mueve junto a la chimenea. Él entonces la empuja hacia la cocina pero se queda fuera, Ella lo mira perpleja. Después de un instante, Él entra hablando en tono normal. Ya han acabado los susurros.
-Vístete ya que se nos hace tarde para ir a eso.
Ella lo mira sorprendida. Él le indica con un gesto que se vaya. Inmediatamente dice:
-También voy a cambiarme de ropa yo y nos vamos enseguida – Espera unos minutos a que vuelva su esposa ya vestida para salir. Está seguro de que Ella ha entendido que tiene que hacerlo y no quiere dejar solo, en la cocina, al incómodo huésped.
-Oiga, lo sentimos pero ya tiene que irse. Nosotros vamos a salir a hacer una visita.
El hombre vuelve la cabeza bruscamente, como salido de un letargo, sin duda no se esperaba este cambio de circunstancias. Vuelve a mirar el fuego como queriendo apresarlo, extiende de nuevo las piernas y los brazos para almacenar calor y, después de unos minutos eternos y desconcertantes para el matrimonio, se levanta pesadamente y sin gana de una silla confortable con la que había hecho cuerpo y de la que, al parecer, no había tenido la más mínima intención de separarse. Cruzan el patio los tres juntos y traspasan la gran puerta de entrada. Mientras Él la cierra con llave desde fuera, le pregunta: ¿Hacia dónde va usted?. Voy a tirar por ese camino, responde de mala gana. Y sin pronunciar ni una palabra más, empieza a andar lentamente. El matrimonio observa aliviado pero con pesadumbre cómo se aleja sin volver la cabeza. Ellos empiezan a andar por el camino opuesto hasta que lo ven alejarse por completo y vuelven de nuevo a casa.


El invierno está transcurriendo tranquilo, sin salir mucho de casa, exceptuando los días de nieve que invitan a pisarla y montar figuras con ella, y con largas veladas de tertulia junto al fuego. Ha nacido una buena amistad con sus vecinos. El guarda forestal y su mujer, personas ya mayores, y sus tres hijos jóvenes, a veces vienen algunos familiares y todos conviven en estrecha relación. Ya son como familia, se han creado unos afectos que pueden durar toda la vida. Este año está siendo especialmente frío y pródigo en nevadas que, casi siempre, los deja aislados más de una semana. Es tiempo de calma. En alguna ocasión Ella deja deslizar su anhelo de volver a Madrid, cómo echa de menos tales o cuales cosas de la ciudad, las películas de Shirley Temple, que Él aguantaba bostezando, mientras ella gozaba insaciable. Los dos vuelven allí de vez en cuando, son visitas esporádicas, en tiempos de escasez no mucha gente puede viajar, que a Ella siempre le resultan cortas, sin embargo nunca se ha arrepentido de su decisión. Su vida transcurre plácidamente, reciben visitas y ellos las hacen, bajo el más mínimo pretexto, a amigos de los que sólo les separa una no muy larga caminata, acompañados, casi siempre, de sus dos perros. Este tiempo de invierno es idóneo para que Ella cumpla un propósito que se viene haciendo desde hace meses. Tiene que enseñar a leer y escribir a Cristino, el pastor que lleva sus ovejas. Es un muchacho joven, simpático e inteligente pero totalmente analfabeto, parece que ésta es una cuestión a la que nadie le da demasiada importancia excepto Ella. El propio Cristino dice que eso para qué sirve, en la sierra no hay letreros y él no piensa ir a ningún otro lugar. "Nunca sabes dónde te puede llevar la vida", insiste Ella. El muchacho se encoge de hombros, no quiere llevarle la contraria para no mostrarle su total desinterés, por eso, cuando disimulando su desgana, se aviene a leer con la dueña, tiene sus ojos en los renglones que le muestran pero el interés en el carro de cojinetes que se está haciendo y con el que podrá deslizarse, cuesta abajo, hasta la pradera. "¿La m con la a?", dice Ella y él contesta "tras". "Será ma, no tras, observa que no tenemos ninguna t". Ah, dice el chico y sigue simulando la máxima atención a lo que le dicen. Así una y otra vez. Ella aburrida lo deja, renuncia. Pero pasado un tiempo, lo vuelve a intentar, no quiere que el chico pierda esa oportunidad que, sin duda, le va a abrir muchas puertas en la vida. Lo vuelve a intentar hasta dejarlo de nuevo por imposible, ya sin remedio. "Qué frustración", murmura mientras guarda desanimada los cuadernos y lápices que había comprado con tanto entusiasmo.

Tarde de finales de primavera. Cualquiera lo diría. El cielo está totalmente oscuro sobre las crestas de los montes y los pinos se empiezan a mover en ráfagas de viento cortas pero decididas. Hay que recoger los animales que están en libertad. Cristino se apresura a volver con las ovejas. La tormenta ya está encima y todos saben que es mejor estar a cubierto cuando la furia eléctrica se desata. Viento fuerte que rinde las copas de los árboles y abundante lluvia, casi en horizontal, azota los cristales de las ventanas cerradas a cal y canto. Él y Ella se han reunido con sus vecinos en una de las habitaciones más resguardadas de la casa. Las tormentas en la sierra son tremendas. Las mujeres muestran su temor, los hombres no, posiblemente también lo tienen pero no queda bien exhibirlo. De pronto los cuatro quedan paralizados, un enorme estruendo ha cortado en seco los comentarios que hacían sobre la peligrosidad de la tormenta, a la vez que la habitación contigua, en donde está el teléfono, se ha iluminado un instante como invadida por una lengua de fuego, después un trueno imponente suena, parece que el cielo se hubiera partido en dos. "Dios mío, qué ha pasado". En la habitación del teléfono no hay signos aparentes de fuego, sin embargo comprueban que se han quedado sin línea. "Vámonos de aquí y cerremos bien la puerta, es peligroso ahora estar junto el teléfono". Los cuatro vuelven a ocupar sus asientos en la habitación más protegida, sobrecogidos comentan lo ocurrido. "¿Qué puede haber pasado?. Ha debido caer un rayo cerca". Poco a poco va disminuyendo la furia del temporal, los relámpagos se distancian en el tiempo y cada vez tienen menos luminosidad, los truenos también se alejan, en esa medida el sosiego empieza a serenar los ánimos. En cuanto cede la lluvia, los hombres salen a inspeccionar por los alrededores para ver qué ha pasado. Hay multitud de ramas por el suelo totalmente encharcado y barrizales por todas partes. No muy lejos de la casa, encuentran la causa del estruendo, un poste de teléfono está totalmente destrozado, con la huella de un fuego helicoidal que lo ha recorrido desde arriba hasta su base, los cables vencidos sobre el suelo, se entremezclan con la retama y el tomillo empapados de agua y barro. El aire es limpio, nítido y fresco. Las mujeres, intrigadas, también se acercan a investigar los daños. "De buena nos hemos librado, el rayo nos podía haber caído en la casa. Hay que pedir que nos instalen un pararrayos. Ellos no saben hasta qué punto son peligrosas aquí las tormentas". A pesar del desastre, la tarde ha quedado serena y hermosa. Presta para atardecer ya sin sobresaltos. El sol empieza a retirarse plácida y lentamente hasta que termina desapareciendo, en su totalidad, por la línea de las montañas, rodeado de arreboles.

Sin apenas contarlos, los años han ido pasando. Han nacido dos hijas con partos no del todo fáciles. "Ha nacido muerta", dijo la matrona del pueblo cuando la primera de ellas, que venía de nalgas, llegó a este mundo después de un costoso alumbramiento. "No puede ser" gritaba Ella con las pocas fuerzas que aún le quedaban después de tantas horas de esfuerzo y dolor, "por favor, haga algo, dele unos golpes". Todos estaban conmovidos, su suegra y amiga en la cabecera, su marido…"¡¡¡haced algo!!!. Después de someter a la criatura a diversos traqueteones y otras maniobras, se oyó salir de sus pulmones un leve sonido, como un maullido entrecortado, "¡¡¡está viva, ¿veis cómo está viva?". Estaba viva pero también extremadamente débil, apenas tenía fuerza para llorar y uno de sus bracitos le colgaba luxado. Pero ¡estaba viva!. Día tras día fue recobrando aliento con los esmerados y atentos cuidados de sus padres, el bracito sin fuerza se lo sujetaban en el pecho, con un imperdible, para que no cayera, hasta que empezara a coger firmeza. Lentamente, muy lentamente, la niña iba agarrándose a la vida. Las amistades, al verla, con frecuencia dejaban caer comentarios como "bautízala pronto", "¿por qué lo dices?", "no, por nada, pero siempre es bueno bautizar a los niños pronto por si les pasa algo que estén cristianados". Se bautizó en su momento, sobrevivió y fue una niña normal. La segunda de las hijas vino al mundo, unos años después, un caluroso verano, gritando a pleno pulmón, quizá como protesta por las heridas que le hizo el médico con los fórceps, porque tampoco fue un parto fácil. La abuela la tomó emocionada. Había venido al mundo precisamente el mismo día que el abuelo cumplía años. "Llevará tu nombre" dijo Él, la abuela no contestó, se lo impedía el nudo que atravesaba su garganta, siguió acunando a la niña en sus brazos y balanceándola sobre sus piernas hacia adelante y atrás. Cuando pudo hablar, lo hizo para sí misma "el nacimiento de una niña, bueno también de un niño, siempre es una bendición". Ella había tenido siete hijos y sólo una hija. Las niñas empiezan sus vidas, en la sierra, entre canto de pájaros, brisas de pinos y abrazos y cánticos de todos los mayores que las rodean.

Cuando Ella ve venir al grupo por el extremo del carril que da acceso a la casa, se extraña. No puede distinguir con claridad a los chicos pero parece que uno de ellos se deja caer en otro, los otros dos tratan también de sujetarlo. Ella esta en la explanada anterior a la casa con las niñas. Es bueno que les dé un poco el sol y la brisa de la tarde. La mayor ya corretea a su alrededor, la pequeña está en sus brazos, a veces la suelta sobre una mantita pero muy pendiente de que no se salga de ella gateando. Según se van acercando, puede ver que Ángel, el supuesto desvanecido, lleva una mano cubriéndole la mitad de la cara. Se acercan más y distingue unas líneas ¿de sangre? que se le escapan de entre los dedos. Descuida espontáneamente la vigilancia de sus hijas y sale hacia el grupo que se sigue acercando.
-¿Qué ha pasado?
-Una desgracia. Ayúdame. No quiero darle este disgusto a mi madre.
No se quita la mano ensangrentada de la cara. Su hermano y los dos amigos están descompuestos.
-Por favor, ayúdame. Que mi madre no me vea así.
-Claro, no te preocupes. Pasad directamente a mi casa.
Ella los deja pasar delante y los sigue con una niña en brazos y la otra de la mano.
-Ponedlo sobre esta cama. Hay que limpiar la cara a ver qué herida tienes. Pero cómo ha sido.
-Estábamos probando una escopeta vieja que mi padre tenía arrumbada en la cámara –Contesta Salvador, el hijo más joven –Mi hermano la había arreglado y, cuando ha disparado para ver si iba bien, el tiro se ha salido por la culata y le ha dado de lleno en el ojo.
Trae una palangana con agua limpia, unas gasas, algodones y agua oxigenada. El muchacho no se decide a quitarse la mano de la cara, está aterrado, Ella le coge la muñeca con suavidad pero firmemente y se la retira forzándolo un poco. La sangre está encharcada y no permite ver la herida. Con cuidado pasa una gasa y la empapa. La mejilla está intacta, el problema parece centrarse en el ojo. Sigue limpiando hasta confirmar sus sospechas, el ojo está dañado, no sabe hasta qué punto, ella también está aterrada aunque quiere mostrar serenidad. Cuando lo limpia, la fina gasa no encuentra protuberancia alguna bajo el párpado. Los tres muchachos, con ansiedad, no quitan la vista de su mano. Ángel temeroso pregunta:
-No habré perdido el ojo ¿verdad?.
-No, no te preocupes. Pero vamos a llamar para que venga algún coche a recogerte, conviene que te vea un médico. Estas heridas mejor las curan ellos.
-No, mejor cúrame tú. Seguro que lo sabes hacer. Hazlo, que no me vea así mi madre. Sabes que ella se preocupa mucho y está mayor para darle un disgusto.
Ángel es el hijo mayor de sus vecinos de casa. Toda la familia, desde que llegaron, les abrió sus puertas y les allanó el difícil camino que les suponía adaptarse a la vida en la sierra. Fueron de gran ayuda para todo y tienen con ellos un trato de plena confianza y familiaridad. El padre, el guarda forestal de la zona, un hombre austero en manifestaciones es, sin embargo, amigable y cálido con ellos. La madre, una mujer frágil, servicial, amable y prudente, a pesar de su gran inteligencia, no le importa callar aún teniendo razón, valora la armonía entre todos por encima de cualquier otra cosa. Ambos son mayores ya y Ángel, por ser el mayor, sustituirá pronto a su padre en el trabajo,
-No, Ángel, yo no puedo curar esta herida, es muy complicada y afecta demasiado al ojo. Un médico podrá resolver el problema. No te preocupes, te taparé bien la herida con una gasa y después le aviso a tu madre, le diré que has tenido un pequeño accidente. No te preocupes, no le causará impresión cuando te vea.
Han conseguido que, no mucho más tarde, un camión de los que están transportando madera se acerca a la casa para recogerlo. Ángel lleva el ojo tapado con un apósito y le han ayudado a ponerse su ropa reservada para bajar al pueblo. En un momento de confusión y nervios entre unos y otros, el muchacho busca un momento para acercarse a Ella y le susurra al oído: "Tengo además otro problema que no he dicho a mis padres, con este accidente se complica todo, espero un hijo, Joaquina está embarazada". Hasta ese momento nadie había reparado en Joaquina, la muchacha que está en la casa para ayudar en las faenas domésticas se ha mantenido en todo momento al margen, observando con cara compungida e impotente todo el trágico e inquieto trajín de unos y otros. Al cruzar la mirada con Ella tiene los ojos cargados, al borde de las lágrimas. "No te preocupes, Ángel, todo se resolverá en su momento". "Habla con ella y tranquilízala, por favor. Dile que no se preocupe, que todo irá bien". "Desde luego, lo haré, quédate tranquilo. Enseguida estarás aquí y todo se resolverá".
Antes de poner el pie en el estribo del camión se para en seco y vomita agarrado al brazo de su padre que lo acompañará en el viaje. Él ha llamado al camión para que entre a recogerlos, les ayuda a subir a la cabina y cambia unas palabras con el conductor, es compañero de su misma empresa. La maniobra del vehículo para enfilar de nuevo el carril que lo lleva al empalme con la carretera es seguida en silencio angustioso por todos. Sólo al apagarse por completo el rugido del motor en la distancia, se puede escuchar el sollozo ahogado de la madre que ha permanecido entera y animosa hasta este momento. "Pobre hijo mío, va a perder ese ojo". Nadie la contradice.
Éste es un verano especialmente caluroso, incluso en la sierra, las chicharras no se acobardan y ponen especial ahínco en inundarlo todo con su frenético canto, quizá convencidas de que es un bello canto, y tal vez para alguien lo sea, quizá para quien asocia este sonido que envuelve el calor estival y el olor a pinocha reseca con libertad, expansión y soledad creativa. Los pinos, con su verde intenso, no se amilanan tampoco por los meses de sequía, pueden aguantar estoicamente tanto esto como la máxima intensidad de frío y nieve del invierno, les queda incluso sensibilidad para cimbrearse suavemente, con las brisas vespertinas, brindando un cierto rumor de oleaje marino. En la casa, Ella está atendiendo a sus dos niñas, son aún muy pequeñas y, en estos días que están pasando allí dos ingenieros con sus familias, aunque no se trata del ingeniero jefe cuya familia es la que suele ir de vez en cuando, se siente inquieta, no puede estar con ellas tanto como le gustaría. Aunque han traído criadas, Ella es responsable de casi todo y a cada momento tiene que estar atendiendo a unos y otros.
-Oiga, dice mi señora que prepare usted la comida para el niño –Dice una de las criadas asomando apenas la cabeza por la puerta entreabierta de -Yo no sé manejar estas cocinas.
-Lo siento, en este momento no puedo, estoy dando de comer a mis hijas. Si quieres, yo te voy indicando como hacerlo y si no, tendrá que esperar un poco -Mientras habla, sigue dando cucharadas a la más pequeña y vigila que la mayorcita vaya comiendo sola. La criada desaparece sin contestar nada. Unos minutos después, se empieza a oír el taconeo de unos pasos acelerados que se acercan más y más, a través del pasillo, hacia la cocina donde Ella está con las niñas.
- La chica me ha dicho que dice usted que no puede atenderme. Imagino que ella no se ha enterado bien de lo que usted le decía.
-Sí señora, se ha enterado bien. Le he dicho que podía indicarle a ella cómo preparar la comida del niño y si no la hacía ella, tendrían que esperar un poco porque, como ve, estoy dando de comer a mis hijas.
-Es la primera vez que me pasa algo así. Posiblemente usted no está muy enterada de cuáles son sus obligaciones en esta casa.
-Sí señora, las conozco perfectamente, posiblemente usted, que es la primera vez que viene a esta casa, sea quien las desconoce porque llevo bastantes años aquí y nunca he tenido problemas con nadie. Si puede esperar, la atenderé con gusto cuando termine con mis hijas.
-Esto es inaudito. Hablaré con el señor y con don Sabino, el ingeniero jefe. Quizá se planteen que para estar en esta casa se necesita un matrimonio sin hijos y ustedes no son aptos.
-El ingeniero jefe nos conoce muy bien y conoce a nuestras hijas. Por cierto es muy cariñoso con ellas.
-Qué desfachatez. Nunca he visto una insolencia mayor. Daré cuenta de la humillación a que usted me está sometiendo. Está visto que no conoce el respeto a sus superiores.
Termina de hablar y reinicia el taconeo, esta vez más nervioso e inestable, hacia sus habitaciones. Ella no ha tenido tiempo de responder nada, se le ha quedado en los labios "sé mucho de respeto y también sé que usted no es mi superior". Cuando Él vuelve de un recorrido a caballo con los ingenieros, se entera a trompicones de lo ocurrido. Ella está empezando a contárselo cuando lo llaman los jefes para darle otra versión de los hechos que la acusa de falta de respeto y grosería.
-Mi mujer no es grosera, no creo que le haya hablado así.
-¿Está llamando embustera a la señora?. ¡Esto es el colmo!. ¡Es increíble esta falta de respeto!.
- Está visto que ustedes no pueden permanecer aquí más tiempo, no están capacitados. Carecen de la educación imprescindible.
- Preparen sus cosas y dejen la casa en cuanto vengan unos sustitutos.
- No vamos a esperar eso. Puesto que no estamos capacitados, no iremos mañana mismo.
Él sale de los aposentos señoriales dejando perplejos a sus ilustres moradores que esperaban, sin duda, una disculpa del matrimonio y el ruego de que les permitieran permanecer en la casa, en donde, prometían, no se volvería a repetir una insurrección semejante. No ha sido así, para su asombro y su gran contrariedad puesto que, si no hay quien administre y organice la casa, también ellos tendrán que dejarla y cortar sus vacaciones campestres antes de lo previsto. Una bofetada a su orgullo. Él encuentra a su mujer esperándole, en la cocina, llena de ansiedad. Entre voces, ha oído a lo lejos lo suficiente para llegar a la conclusión de que esto es el fin. Él lo confirma: "Vamos a preparar todas nuestras cosas, que nos vamos mañana".


En este día primaveral la brisa mece suavemente las copas más altas de los pinos produciendo ese familiar murmullo de mar. En el suelo, la pinocha seca y recalentada por el sol tiene su aroma inconfundible y cálido, tan familiar aún a pesar del tiempo que ha transcurrido. El graznido de los grajos retumba en los collados de forma alternativa y sonora mezclándose y haciendo contrapunto con la amalgama de sonidos de varias aves más. El buitre leonado lo sobrevuela todo en silencio observando mientras asciende y desciende suavemente por las distintas capas térmicas sin apenas esfuerzo. Y en medio de todo, el enorme pino laricio, claro y robusto, inmutable, vigilante perpetuo. Todo está igual que el día que recogiendo sus escasas pertenencias, sólo sus cosas personales, sacaron sus vidas de estos lugares. Si no fuera por la nueva cancela, al inicio del carril de entrada que ahora les impide el paso, todo está dispuesto para que ellos continúen aquí su vida, es como si cada rincón los estuviera acogiendo, sin aspavientos, como si no se hubieran ido nunca, todo les arropa y forma parte de su cotidianidad como en otro tiempo. ¿Cuántos años dura ya su ausencia?. Son muchos aunque, en este momento, es como si se hubieran condensado y todo siguiera exactamente igual. Pero qué hacen con el bagaje de acontecimientos transcurridos en este tiempo. Con su periodo de trabajo, con la misma empresa, en el pueblo, después de ser expulsados de esta casa. Aquel fue un buen trabajo también procurado por el ingeniero jefe que los apreciaba y no aceptó nunca de buen grado su expulsión. El nacimiento de su tercera hija, la crianza de las tres, cada una tan distinta de sus hermanas, problemas económicos alternados con épocas de más sosiego, disgustos, reconciliaciones. Desaparición de sus progenitores, primero la madre de Él causándole un gran dolor, después su padre. Los de Ella habían muerto antes, cuando era una niña. El traslado de la familia a Madrid, siempre con la misma empresa en donde trabajó Él toda la vida, el reencuentro de Ella con su ciudad, con el ambiente de su juventud, la añoranza que Él sintió desde el centro de Madrid, en donde vivían, de los espacios abiertos, la tierra frondosa, el aire limpio, el sonido del agua y de las aves. Cada uno se adapta lo mejor que puede a la vida que le toca vivir en cada momento y termina amando lo que le rodea y sintiéndose en un ambiente familiar. Ahora las calles de Madrid son su casa, pero eso es compatible con la sensación, en este momento, de no haberse ido nunca y estar en casa también.

El gran pino laricio lo observa todo y absorbe sus sentimientos desde que Él, siendo un muchacho joven, empezó a trabajar aquí, hasta ahora que, en el epílogo de sus vidas, se siguen sintiendo parte de todo lo que les rodea, frente a la casa que sintieron suya y que, con el paso de los años, se ha ido quedando sola, cerrada y vacía, con el eco de sus voces quizá impregnando los muros que persisten, en un reto, contra el paso del tiempo.
Silenciosos, uno frente a otro, el pino y la casa, siguen registrando la vida, el vuelo de las aves, la brisa vespertina, la frialdad de las noches invernales, el fluir de una existencia en la que cada vida es sólo un instante.
Texto libre Trabalibros

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