Y si...

Susana B. González
En este atardecer estival, Il frapuccino invita a sentarse en su agradable terraza. En un primer momento, considero que lo más prudente es buscar algún sitio discreto en el salón. Pero la brisa fresca y el sol vespertino, que remolonea para irse, me convencen de lo contrario. De modo que elijo una mesa alejada de la acera.

Siempre decido adelantarme a un encuentro, aunque no sea una cita a ciegas, como en este caso. León se ha mudado hace unas semanas a mi edificio, más exactamente se ha convertido en mi único y nuevo vecino de palier. Nuestras puertas están flanqueadas por las escaleras de un costado y por el ascensor del otro.

Esta es la tercera vez que nos vamos a encontrar, en las dos primeras aludimos a las presentaciones de rigor, al estado del tiempo y a la próxima asamblea ordinaria anual de consorcistas. Después de un análisis minucioso, llego a la conclusión de que León es un tipo agradable, buena estampa, buen trato. Definitivamente se merece una oportunidad. Y yo, también.

Por eso estoy acá, esperando a que se asome por la entrada de la esquina y me permita observar, pícaramente, cómo me busca desorientado hasta dar conmigo, que por cierto estoy un poco escondida tras un gomero de macetón gris.

- Buenas tarde, vecina – me susurra una voz rozando mi pelo-. Entré por el otro extremo y cuando la vi de espalda supuse que era usted, a pesar de que se soltó la melena y al principio dudé.

No voy a negar que mi picardía se evapora al mismo tiempo que mi rostro se sonroja como el de una quinceañera. Si serás estúpida Juana, te pensás que los años te han despabilado, pero ni rebautizándote has dejado de ser la timorata de siempre. No obstante, me esfuerzo por mostrar un cancherismo que no tengo y le respondo:

- León, que ocurrencia la suya, presentarse por la retaguardia. Pero siéntese no se quede mirándome como si tuviera que pedirme permiso.

Da un rodeo a la mesa y se acomoda justo frente a mí, no voy a negar que los años lo han tratado bien. Lleva una camisa a rayas, de mangas cortas, con un solo bolsillo del cual asoma el celular.

- Realmente una tardecita deliciosa y el lugar encantador – me comenta y agrega - ¿Viene con frecuencia, Jeannette?

Si te referís a contemplar el local desde afuera, sí paso casi todos los días cuando regreso de mi caminata.

- No, en realidad me lo recomendaron mis amistades –le respondo.

- Entonces me complace que sea conmigo su primera vez – murmura con suspicacia, al mismo tiempo que aclara – en saborear estos frapuchinos.

Sin notar su presencia una chica joven, alta y con unos pechos muy generosos, nos pregunta con una sonrisa impostada:


- ¿Chicos ya tienen en mente lo que desean, o prefieren pasar el celu por el QR (señalando una tarjeta inserta debajo del vidrio de la mesa)? Aunque, pensándolo bien, tal vez sea mejor que les traiga la carta.

- Lo tenemos todo resuelto, pendejita: dos frapuchinos de vainilla. ¿O acaso no es la especialidad de la casa? – le espeta de una, mi impredecible acompañante.

La muchacha abre los ojos como platos, se traga su sonrisa y sin más se aleja en busca del pedido.
León me mira como buscando mi complicidad o mi apoyo, pero yo le digo con absoluta convicción:

-Si espera que lo felicite por su léxico, desde ya no lo voy hacer; aunque, por otra parte, no le voy a negar que ese término de "chicos" me saca de quicio. Es la forma más irónica de decirnos gerontes que hacen en este lugar"


La terraza, de pronto, se ilumina por una serie de farolas que la rodean y el silencio nos envuelve hasta que León se precipita a preguntarme:

- ¿Hace mucho que está jubilada, mi estimada enfermera? – su tono vuelve a ser tan correcto como el primer día que lo conocí.

- Pronto, diez años. ¿Y usted extraña los barcos? – respondo con otro interrogante.

- No, para nada. Como le comenté, cuando nos presentamos, elegí vivir en esta provincia para estar lo más lejos posible del mar. Esa fue una etapa que disfruté en su momento; pero ahora este "chico" tienen ganas de probar otras cosas. Si hasta me compré unas botas de trekking.

Con el rictus de los labios apretado, la camarera llega a la mesa con ambos frapuchinos. Los distribuye con diligencia y se da vuelta sin decir palabra. Mientras se aleja, León no puede evitar posar sus ojos en ese trasero que no dejar de contornear.

- ¿Trekking? – le interrogo con el afán de que vuelva a posar su mirada en mí o en mi escote, ya que, en más de una ocasión, me percato de ese detalle.

- El trekking es una actividad deportiva donde se recorren largas distancias por senderos con ciertas dificultades – me aclara muy resuelto y prosigue - ¿Alguna vez ha experimentado ese tipo de
aventuras?

Sí, una vez cuando fui a la Laguna de los Horcones en excursión y me di un patinón que los moretones de mis nalgas tardaron casi un mes en desaparecer.

- No, yo hago caminatas por el parque a diario – contesto. - Justamente le iba a proponer, si está de acuerdo, programar alguna. Le aseguro que hay lugares muy interesantes para conocer.

- Sí, por supuesto, que estaré encantado de acompañarla – me responde en seguida.

Mientras tomamos nuestros respectivos frapuchinos, la noche nos envuelve con una fresca, pero persistente brisa, presiento que una pregunta flota sobre el silencio y aterriza cuando León dice ¿Dígame Jeannette que espera usted de la vida, aspira algo más o está satisfecha con su soledad y su rutina?

Lamentablemente, mis presentimientos se esfuman cuando lo que aterriza sobre la mesa es la cuenta que nos deja la camarera. Me pregunto si la estúpida confunde un ademán de León para
acomodarse el pelo con el pedido de la adición.

No obstante, mi intuición prevé la presencia de una inquietud flotando en el aire, rodeando nuestra mesa. Y es así como llega:

- Juana, digo, Jeannette, me permite un atrevimiento de mi parte.

¿Juana? Como te atreves… ¿Acaso el buchón del encargado…? Mi mirada se torna inquisitiva y desafiante.

- Solo si me dice quién le ha mencionado ese nombre.

- Fernández, el del cuarto, -me responde con total naturalidad-. Discúlpeme si le molesta. Usted sabe que si la comparación va por ese lado yo salgo perdiendo.

- No tiene por qué disculparse, es solo que me molesta la poca discreción de la gente, - pero dígame cuál es su petición –le respondo para acabar con ese tema.

-Sería tan amable, Jeannette, de representarme en la asamblea anual de consorcios que se realiza mañana. Yo, justamente, me comprometí con los integrantes del club de andinismo y no querría dejar de asistir por ser la primera vez.

También esta será tu primera reunión de consorcistas y no deberías dejar de concurrir mascullo interiormente, mientras mi maldita intuición se hace trizas. Es increíble, pero este León no deja de
sorprenderme.

- Sí por su puesto, para eso estamos los vecinos –le espeto elevando un poquito el tono, y agrego. - Sólo le pido que pase la hoja por debajo de la puerta porque esta noche tengo un compromiso y no sé a qué hora volveré.

Una vez en mi auto, me pregunto qué hacer con el tiempo que falta hasta la medianoche: ¿Caer de sopetón en la casa de una amiga a la hora de la cena? ¿Aparecer en lo de mi hermana y tener que dar explicaciones frente al zopenco de mi cuñado? ¿Ir a vueltear por el parque y terminar tomando una cerveza para seguir rompiéndo mi dieta?

Todas las posibilidades me conducen a la más riesgosa y sensata solución: retornar al departamento.

Una vez guardado el auto, entro en el ascensor y subo rezando que el palier esté oscuro y la puerta de mi vecino cerrada. Abro con suma cautela ambas puertas plegadizas del elevador y las cierro del mismo modo. Atino, a tientas, a encajar la llave en la cerradura y, con sumo cuidado, doy las dos vueltas a la llave para finalmente entrar en la seguridad de mi hogar.

Apoyada en la puerta, del lado de adentro, cierro los ojos y respiro en silencio. Antes de acostarme, paso por el baño para sacarme el maquillaje y encremar mi rostro como el resto de mi cuerpo.

Hace años que sufro de una dermatitis que me obliga a dormir lo más liviana posible, o sea sin ropa interior. Cuando apago la luz del velador, en la infinita soledad de mi cuarto, con mi cuerpo desnudo y mi oído atento, espero sentir el ruido del papel atravesando la puerta de la sala hasta que me quedo dormida.


El sol entra por los intersticios de mi persiana y mis ojos perciben su calidez. Un nuevo día comienza. Me estiro en la cama y, al ladear mi cuerpo hacia el borde, veo un papel blanco en el piso, una hoja oficio encabezada con un "Hola Jeannette". Me incorporo y, con la misma diligencia con que la tomo en mis manos, me coloco los lentes:

"Estuve pensando que lo mejor sería dejarle el poder a Fernández, es tan gaucho como usted en ese sentido y, de pronto, recordé que a él se lo había solicitado primero. Gracias igualmente por su buena predisposición."

Después de leer la nota, a la que poco interés le doy, no dejo de pensar cómo diablos llegó ese papel a los pies de mi cama.

Y si una corriente de aire, proveniente de la ventana abierta de la sala, lo arrastró hasta mi cuarto. Pero, mientras corro a confirmar mi teoría, una nueva duda me asalta: El papel no sólo llegó hasta mi habitación, sino que tuvo que girar en ángulo recto para introducirse en ella y detenerse junto a mi mesa de luz.

¿Y si sólo se trató de un extraño fenómeno físico? Como mujer práctica que soy, finalmente opto por olvidarme del extraño suceso, del mensaje y de su autor.


"Hoy puede ser un gran día, plantéatelo así", canto mientras me ducho.

Me visto para salir a caminar. Al igual que todas las mañanas, desayuno mis dos tostadas con queso crema y mermelada light, escucho el pronóstico matutino por la radio y finalmente me dirijo
abrir la puerta para salir.

Pero al querer girar el cerrojo con la llave, descubro que, con el sigilo de la noche anterior, me he olvidado de cerrarlo. La puerta ha quedado abierta.

Y si …. Mientras decido bajar por las escaleras, mi voz se pierde tarareando a Serrat.
Texto libre Trabalibros

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