Hoy, cargaba cuidadosamente con un par de copas que formaban parte de la colección que nos había encargado Ramón: un noble poco célebre, pero con suficiente dinero para pagarlas.
Era un día muy tranquilo; todo el trabajo que había eran pequeños y sencillos encargos y todo el día por delante para acabarlos. Pero — como suele ocurrir — en el momento menos esperado, la frágil tranquilidad en la que estaba suspendido se rompió en mil pedazos.
—¿Señor Guzmán?
—Sí, soy yo ¿Quería algo?
—Vengo a informarle de que ha sido llamado a defender la cuidad ante los posibles ataques bárbaros—dijo con esa cara de mármol que tienen los militares.
Al oír esas palabras, supe que no había nada que hacer y se me cayeron las copas al suelo.
—Espero que no suela ser así de patoso. Preséntese mañana a primera hora en el cuartel, le daremos instrucciones.
Un rato después de que esa estatua de bronce se hubiera ido del estudio, barrí el suelo aun repleto de los añicos de mi alma. Estaba pasmado; sin realmente poder acabar de darle forma a ninguno de mis pensamientos.
Yo nunca había respaldado ninguna guerra. De hecho, siempre me habían parecido una majadería. A mí lo que se me daba bien era soplar vidrio, no atacar, defender, matar, mutilar. Eso eran cosas que me horrorizaban profundamente ¿Lo debía hacer por el pueblo, mi gente querida? Ese argumento tampoco me servía. Por un lado, si batallábamos, los primeros que sufrirían serían los del pueblo; y por el otro lado, perfectamente se podría haber evitado el conflicto desde un buen principio, incluso, aún se estaría a tiempo de evitarlo, pero ¿Cómo? ¿Cómo iba a evitar una guerra un simple soplador de vidrio? La verdad es que eso sonaba a un enorme desfile de estupideces.
Aquella noche apenas puede dormir, pero sí que soñé mucho, o al menos deliré. Vi lagrimas bajo los ojos de mi madre, un oscuro foso, un puente en ruinas, una copa rompiéndose y una bandera en forma de embudo. De repente, me despertó la violencia con la que sonaron de las sirenas. Sonaban y resonaban por todos lados en un baile de caos. Ya habían llegado.
Me levanté de la cama — había dormido vestido, así que no pude perder tiempo — y caminé. Caminé sin pensar en nada en dirección al cuartel; me arrastraba el viento, preferí que fuese él el que amparase y dirigiese mi destino.
—¿¡Señor Guzmán!?
No respondí más que con la mirada.
—¿A qué espera, hijo? —dijo dándome un casco y un fusil — ¡Primera línea! El teniente Gonzalo le esperará en la trinchera norte ¡Corra!
Salí del cuartel con ganas de vomitar. No quería contribuir a la construcción de esa casa que pretendía levantarse sobre unos ladrillos de vísceras, huesos, gritos y tortura.
Antes de salir por el portón, me fijé en la parte superior de la muralla: ahí estaban los expertos en puntería, que se ocupaban de la retaguardia mientras los del frente morían. Entonces, subí automáticamente. Me puse al lado de un tirador, miré en todos sentidos varias veces, coloqué el fusil sobre el murito y miré al horizonte con la mano derecha en la frente para taparme de los primeros rayos del sol. A lo lejos, aun separado por un foso negro de nuestras primeras filas, había un enorme ejercito de bárbaros que parecían estar dispuestos a cualquier cosa. Algunos pensamientos cruzaron por delante de mis ojos: «¿Será este el fin? El fin de esta vidriosa realidad recién revelada ante mí. Mira este mundo: se ha envenenado el aire, se ha envenenado la tierra, se ha envenenado el agua, se ha envenenado el alma.» De pronto me había visto involucrado en ese enredo circular, y mi cuerpo, efectivamente, estaba allí, pero yo me había quedado en casa, o en el estudio, bufando las ultimas copas para el encargo que tenía que entregar el viernes.
No pude evitar prestar cierta atención a la conversación de dos adolescentes que tenía al lado. Decían no sé qué de un guerrero que había ganado cien batallas mucho más cruentas que esa y que ese día estaba en nuestro bando. Hablaban con cierta jerga militar y no entendí del todo lo que querían decir, pero lo que me quedó claro es que un tal Rodrigo el invencible estaba de nuestro lado. Eso no era algo que me tranquilizase demasiado.
En lo que me pareció un abrir y cerrar de ojos, los bárbaros ya estaban allí en frente. Un ejército delante del otro, apunto de explosionar el uno contra el otro. A mi lado, estaban a punto de dar la orden de abrir fuego y yo sabía con certeza que no podría apretar el gatillo. Seguramente me matarían por no defender la patria. Era cuestión de segundos que lo hicieran. El coronel al mando alzó la mano. Cuando la bajase significaría que abriríamos fuego y, en consecuencia, mi muerte. Todo estaba a un instante de volar por los aires en esa explosión de inhumanidad que es la guerra, hasta que hubo una especie de pasmo. De la nada apareció un hombre que por su tamaño podría haber sido perfectamente un niño. A mi lado escuché unos rumores: «¿Es Rodrigo? ¡Si, es el! El invencible. Ha venido a aplastar a los enemigos con su enorme poder.»
De repente, ese tal Rodrigo, sacó nueve pelotas —una detrás de otra— de una bolsita que le colgaba del cinturón. Debía ser un arma jamás antes vista; todo el mundo se lo miraba paralizado. Cuando ya había sacado las nueve pelotas de la bolsa, empezó a hacer malabares mientras se paseaba por delante del ejercito enemigo. Eran increíbles la armonía y ecuanimidad de sus movimientos; cada vez hacía trucos que requerían de más habilidad en las manos y equilibrio en los pies: era todo un artista del malabarismo. El ejército enemigo, empezó a retroceder muy lentamente, pero Rodrigo siguió aproximándose a las primeras filas.
En una de esas, uno que iba sobre un caballo blanco, gritó algo en un idioma incomprensible y el ejército entero se dio la vuelta y se fue. Cada uno de ellos se fue corriendo, como empujados por una razonable locura.