Soledad

Carles Girós Mascaró
Hacía tiempo que nadie entraba en casa —de eso estaba seguro—, pero ese cofre del salón… ¿Quién podía haberlo puesto ahí?, o quizás había estado siempre. El caso es que, desde que lo vi —haría unos dos meses—, no me había atrevido a abrirlo.
Cada vez que entraba en casa, sentía la presencia de una ausencia fatal: estaba solo. Antes de asomarme por el pasillo, sabía que estaría allí esperándome; podía presentirlo, tanto en un rincón muy interno y oscuro de mi cabeza, como en una especie de aura que gravitaba constantemente mi cuerpo. Y efectivamente, al asomarme por la puerta, ahí estaba.
Me aproximé poco a poco —casi de puntillas— mientras mis ojos saltaban de un lado a otro del salón. Hice ceder los dos seguros que guardaban la virginidad de aquel cofre e hice el gesto de abrirlo, pero una extraña resistencia —no del cofre— me lo impidió. Me forcé a mí mismo y acabé abriéndolo definitivamente.
La luz blanca proveniente del interior del cofre se fundió con el pálido albor de mi rostro dejándome casi ciego por unos instantes: un fantástico tesoro esperando ser descubierto. Conforme miraba dentro, más riquezas veía, y conforme excavaba en su interior, aún más crecían estas. Comprendí que podían crecer hasta el infinito si yo quería.
Texto libre Trabalibros

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