Hoy me meteré un buen chute. Adoro empaparme de esta sensación; al igual que la heroína, inunda mi organismo, lo activa, lo sumerge en un océano repleto de estímulos (los que me motivan), que me convierten en lo que soy. Muchos podrían afirmar que estoy condenado, pero no me importa: no creo en el cielo, tampoco en el infierno; no soy temeroso de nada. Todos tenemos un destino; el mío es este.
Desde niño elegí ser invisible. Crecí en un entorno lleno de amor y de comprensión, pero esa atmósfera repleta de sonrisas, de caricias y de besos me resultaba tan tóxica como el ácido sulfúrico. La sola idea de salir de mi cuarto (el único espacio en el que podía ser yo) me ahogaba. Mi convencional familia trataba de integrarme en su manera de ver la vida: "No hay ningún obstáculo que entre todos no podamos salvar, hijo", decía mi padre, reforzado por el asentimiento de mi complaciente madre y por el de mis hermanos de postal. Pero no lo consiguieron: en cuanto fui solvente, escapé de ese ambiente edulcorado, de la paella de los domingos y de los coloridos cumpleaños que, junto al resto de mi familia (también contagiada por el virus de la felicidad), tanto me hastiaban.
Solo me encuentro cómodo entre pensamientos negativos, crueles, sádicos, malvados; me formulo preguntas que, si se las hiciera a cualquier persona del entorno en el que me he criado, se quedarían paralizados, horrorizados, desde luego, preocupados y con la duda indeleble en su conciencia sobre si deberían encerrarme en un psiquiátrico, o sobre si lo que me pasa es culpa suya. No entenderían que esto es lo que me satisface; otros adoran diseñar maquetas de barcos o fabricar jabones aromáticos, y nadie les dice nada.
¡No!, no estoy enfermo y, tras haber meditado largo y tendido al respecto, afirmo que, al igual que hay personas empáticas, hay otras que no lo son, y me incluyo en este grupo.
Ni he deseado tener amigos, ni novia. Rechazo el sexo: me repugna, ¿intercambio de fluidos?, ¡ni de coña! Huyo de este tipo de relaciones; por fortuna, hace tiempo que dejé de disimular ser "normal", puesto que vivo solo y trabajo a distancia como ilustrador de cómics para adultos.
Esta noche he salido a disfrutar del olor viciado de lugares olvidados por las personas de bien (donde las sombras son las protagonistas, y mantienen a raya al reino de la esperanza), y de esos espacios habitados por ratas, cucarachas, y por confiados a los que nadie busca… excepto yo.
Cuando la adrenalina fluya por mis venas, desplazaré mi apatía al rincón del corazón más distante y seré el centro del universo para el que hoy me haga el favor de aferrarse a mi mano, mientras sus interrogantes ojos se clavan en los míos preguntándome: "¿Por qué yo?". Ese sublime instante en el que, con su esperanzada mirada, me suplicará que lo salve, sin comprender que esta será la última vez que llenará sus pulmones, y sin entender que ese acto, el de abandonar a mi lado este mundo, será el que me alimente y el que me conduzca al éxtasis. Por eso le estaré agradecido. Lo despediré con una sonrisa tierna, que el desgraciado confundirá con una misericordia de la que carezco. Es un instante, un parpadeo; es un ahora sí, ahora no: ahora estás, ahora no estás.
Suelen irse perplejos, impotentes; me es indiferente, pues el placer que busco me lo regalan, quieran o no: ese último aliento que mis manos absorben en forma de calor, con el que caldeo cada centímetro de mi cuerpo desprovisto de remordimiento.
Con mi mano rozo el afilado estilete con el que acariciaré el cuello de mi víctima. Después, lo abrazaré con cuidado cuando sus piernas ya no sostengan su peso; nos sentaremos juntos en la oscuridad mientras escucho, con deleite, sus mortecinos estertores que, a duras penas, emitirá durante los escasos minutos que dure su partida. Antes de abandonarlo, esperaré a que sus ojos pierdan su brillo, y su piel, su calidez.
Esta muchacha que se acerca con aire distraído es perfecta. Agarro el cuchillo con firmeza: está muy afilado…
—¡Señorita!, ¿podría hacerme un favor?