En el bosque de pinos

Mari Carmen Fernández Navarro
El sol se refleja voluntarioso en las fachadas del otro lado de la calle, ofrece toda la luz y calor posible en esta época del año. Son las primeras horas de la mañana y mi habitación permanece en sombra, me niega los cálidos rayos que mi cuerpo tanto necesita. El sol de la ciudad brilla menos, amortiguado por un aire manchado que le resta esplendor. Sus rayos se abren paso, con dificultad, entre las calles, para calentarlas apenas. Hace frío. Un frío sucio, sintético y artificial, un frío de soledad impuesto por esta forma de vivir ciertamente sombría. Tengo que hacer algo. La vida a veces da y a veces niega. Sin duda habrá aquí un camino para mí".
La habitación que ocupa Gonzalo está en un orden sorprendente para ser de un hombre. Los colores del edredón en la cama debilitados por el paso del tiempo. Algunos recuerdos personales, fotos, un par de libros, un fósil, las llaves, todo en la estrecha estantería que trepa aprovechando el exiguo espacio junto a la ventana, el cartel con el mapa de España pegado a la pared. "Aprende a localizar el punto donde te encuentras". Siempre respetó los consejos que recibía de su padre. En la casa paterna nada estaba de sobra, pero no carecían de lo necesario. El pan recién amasado, el plato caliente, la ropa limpia, buena salud, algunos libros fruto de la inquietud de un antepasado, releídos por dos generaciones, con pastas duras, despellejadas por el tiempo, hojas pardas con bordes desdentados y escenas aprendidas casi de memoria a fuerza de leerlas una y otra vez. La ropa de las fiestas, colocada cuidadosamente por la madre en el interior del arca grande. Siempre había trabajo para él junto a su padre. En los campos, con el ganado, lo que saliera. La pequeña e irregular casa en que vivían había sido levantada por el abuelo y el padre del muchacho, en un clareo de los pinos. Usaron la piedra y la madera que encontraron en el entorno. Cuando él nació, se agregó una habitación más.
Un invierno, especialmente frío, se llevó con él a la madre. Ella siempre sufría con las heladas invernales, cuando el viento azotaba las frágiles carpinterías de la casa, penetraba e invadía el interior como un cuchillo de hielo, cuando lavaba la ropa en el arroyo que discurría junto al hogar y los sabañones ensangrentaban sus manos. El hijo a veces le ayudaba si no había faena en el tajo, pero cada invierno que llegaba amenazaba con llevársela. Con los primeros soles de marzo ella se despojaba del pañuelo que, en tiempo de frío, cubría su cabeza y, enderezándose bajo los rayos solares, murmuraba con su sonrisa desafiante: "Te he vencido de nuevo". Esa era su despedida del invierno. La madre renacía como lo hacía la montaña entera, al despojarse a su vez del manto de nieve y escarcha que la había cubierto durante meses. Su vitalidad invadía todos los rincones del hogar y los ánimos de la familia. Ella era el alma de la casa y cuando se apagaba lo hacían también los hombres que vivían por ella. Encontraban en la madre el calor necesario










después de la dura jornada de trabajo, el ánimo en los momentos duros en que la escasez amenazaba sus vidas y la ayuda en todo lo que su fragilidad le permitía. Era una mujer bella aún, a pesar de que la dureza de la vida le había ido surcando la cara, descoloriendo los cabellos y deformando sus ágiles manos que no se habían reservado frente a ningún trabajo. El cuidado de su casa, la recolección de leña suelta y piñas caídas que, en haces o dentro de sacos, acarreaba para el fuego del hogar, montar con los hombres las carboneras y vigilar el fuego controlado que iba requemando los troncos hasta convertirlos en carbón, el cuidado de su pequeño huerto, las conservas de frutas y hortalizas para la reserva invernal... Había aprendido a leer siendo muy joven, en el tiempo que cuidaba los niños en la "casa grande", allí la cocinera se ocupó de enseñarle por las noches, después de que todos se hubieran retirado a descansar. Desde entonces gozaba leyendo todos los escritos que encontrara, eran para ella como ventanas abiertas al mundo, más allá de sus límites cotidianos. En las escasas ocasiones en que abandonaba su zona rural para ir al pueblo, deslumbrada ante tanto comercio, gente transitando en todas direcciones, casas grandes y sobre todo letreros, un sin fin de letreros, ella los leía, sin pasar ni uno, orgullosa de su habilidad. Cuando en casa de su marido se encontró con unos cuantos libros que habían pertenecido al abuelo, los devoró con entusiasmo y los releyó hasta aprender capítulos de memoria. En las veladas familiares, junto al fuego, leía párrafos para sus hombres que a veces la escuchaban, interesados en los episodios que se iban desarrollando, y otras, a duras penas mantenían las cabezas erguidas mientras los ojos se entornaban de sueño y cansancio. En tiempos de calma invernar, mientras la tierra, en reposo, requería menos dedicación, el muchacho aprendía de la madre la placentera habilidad de la lectura y se entusiasmaba al sentirse capaz de desentrañar el sentido que guardaban las distintas combinaciones de letras. Al final pudo también, como ella, leer y releer los libros de la casa, apegado a veces al candil y robándole horas al descanso.
El brutal invierno que se llevó a la madre hizo que todo perdiera su sentido. Ella empezó a saber que no vencería en aquella ocasión al frío. No le sirvieron emplastes ni infusiones que la hicieran sudar y expulsar por los poros el mal que la desgarraba. Había vaticinado que moriría un invierno, pero luchó hasta el límite de sus fuerzas, un año tras otro, para evitarlo. Amaba la vida. Se sabía necesaria. Ocultó el alcance de su mal hasta que no pudo tenerse en pie. Entonces dijo sonriendo, para tapar la decepción y la tristeza: "Este invierno me ha vencido, gozad de la vida vosotros que tenéis la fortaleza del roble. Yo no podré ayudaros más, pero sé que seréis capaces de seguir adelante, me voy con esa tranquilidad". La noche que la madre murió, el viento guardó silencio y las nubes dejaron caer una lluvia menuda y continua que acompañó, con un susurro, el llanto de los dos hombres. Cuando amanecía, el padre salió para dar el aviso de la desgracia en las casas más próximas. El muchacho, alucinado, permaneció abrazado a la madre, tratando de darle calor y sin dejar de hablarle. Ella, sin duda, podría escucharlo todavía. No era posible que lo hubiera abandonado por completo, hacía apenas segundos que estaba hablando, él mantenía en los oídos el timbre de su voz. Cuando el rigor de la muerte se











empezó a manifestar en ella, el muchacho, vencido, dejó suavemente de abrazarla, la arropó con todo lo que tenía a su alcance y lentamente se encaminó hacia la calle, abrió la puerta y, una vez fuera, con la lluvia cayéndole en la cara, trató de buscar en el cielo el nacimiento de una nueva estrella. Las nubes cubrían por completo el firmamento. Entonces el muchacho cerró los ojos y vio las estrellas por encima de las nubes. Allí estaba su madre.
La luctuosa noticia se extendió aquella madrugada por los dispersos hogares que se repartían sobre la montaña y, a primeras horas de la mañana, la explanada ante la casa se llenó de personas, compadecidas por el dolor familiar, para acompañarles en la despedida final.
Después del entierro, padre e hijo regresaban ya por el camino del pueblo. Habían dejado a la madre enterrada en un rincón del cementerio, junto a un rosal apagado que guardaba en su interior la exuberancia dispuesta a estallar cuando acabaran los fríos. Todo era confusión y agotamiento. El silencio, bajo un cielo oscuro de nubarrones, sólo era roto por el crujir de las herraduras sobre las piedras del sendero. Los jinetes, cabizbajos y atónitos, se dejaban llevar, los animales conocían bien la ruta. En una de las ocasiones que el muchacho levantó los ojos, pudo ver la casa familiar traslucirse ya entre los pinares. Entonces salió de su letargo. El padre llevaba la cabeza doblada hacia delante y los ojos cerrados.
- Padre, ya hemos llegado.
El hombre abrió los ojos, enderezó la cabeza y, sin responder nada, se dejó llevar con la mirada fija en la cabaña que se iba acercando lentamente. La puerta de entrada resonó en el frío cuando la empujó el muchacho. Las pisadas de los dos producían un eco de soledad. El hombre se dirigió a la chimenea apagada y se sentó junto a ella buscando calor, sin quitarse la ropa de ceremonia. El joven la encendió, también sin desvestirse, con la urgencia de remediar el frío y la oscuridad que se había apoderado de la casa. Luego se dirigió al dormitorio de los padres. Una huella sobre la cama recordaba aún el cuerpo de la madre. Sobre ella desahogó el llanto contenido durante horas. Entonces pudo sentir en paz su honda tristeza. Lentamente se incorporó y se cambió de ropa. Cuando salió de la habitación el padre permanecía inmóvil, junto a la chimenea cuyas llamas agonizaban desprendiéndose de unos cuantos troncos ya inconexos. El muchacho reavivó el fuego.
- Padre, cámbiese de ropa, tenemos que comer algo.
El hombre, obediente, se levantó y se dirigió a su dormitorio. Unos minutos más tarde, salía vestido con ropa de faena y, sin decir palabra, volvió a sentarse junto al fuego.
- Venga padre, siéntese en la mesa.
El hombre obedeció de nuevo sin salir de su ensimismamiento. Así continuaría el resto de la vida que le quedaba. Unos cuantos meses después de la muerte de la madre, él le hizo compañía en la tumba, junto al rosal que ya había florecido. En realidad había muerto el mismo día que despidió a su compañera, fue incapaz de concebir la vida sin ella.









Ella trabajaba en "la casa grande" cuando la vio por primera vez. No era una mujer corriente como las que se veían por la comarca. Esbelta, talle espigado con suaves y sugerentes definiciones en su anatomía. Rasgos faciales extremadamente finos y aquella delicadeza y dulzura al hablar, digna de una mujer de alcurnia, la hacían diferente. Él había ido, como temporero, a trabajar en las tierras del dueño. La casa estaba en mitad de la finca, rodeada de jardines. Se accedía a ella a través de una vía de álamos y chopos. Los trabajadores se acercaban a las dependencias laterales de la vivienda para soltar y coger herramientas, fertilizantes y abonos y para depositar la cosecha en los silos. También allí acudían, al final de cada semana, para recibir su jornal. La primera vez que se encontraron, ella cruzaba el gran patio por el que se accedía a la vivienda de los dueños. Llevaba de la mano a dos de los niños de la casa. De no ser por el atuendo, su brillo personal la habría hecho pasar por uno de los miembros de la familia. Él se acercó con el pretexto de bromear con los niños, pero no dejó de mirarla. Los ojos de ella, entre marrones y grises, se entornaban al sonreír contagiada por la risa de los niños. Llevaba el pelo recogido en la nuca, en una trenza de un oscuro dorado. Su piel, tocada de bronce solar, tenía la perfección de la cera. Sólo fue un instante. Un encuentro que quedó en el recuerdo de los dos jóvenes. A partir de aquel día, ella encontraba con frecuencia excusas para salir al patio, donde escudriñaba con la mirada esperando encontrarlo de nuevo. Él ardía en deseos de terminar la jornada o encontrar cualquier otro motivo para acercarse a la casa y, cuando terminado el trabajo, se aseaba en el barracón que compartía con los demás trabajadores, cuidaba su aspecto con especial esmero frente al pequeño espejo colgado en la pared, con la inquietud de no ser digno de una mujer tan extraordinaria. El espejo reflejaba la imagen de un hombre joven, curtido y bien perfilado, de pelo oscuro y ojos chispeantes y vivos, que no le defraudaba del todo. Podría hacer buena pareja con ella.
Sucesivos encuentros los fueron acercando cada vez más y cuando ya terminó el trabajo en la finca para los temporeros, cuando la cosecha se había recogido y las tierras requerían la calma del barbecho, se la llevó con él a la casa que compartía con sus padres ya ancianos. Pocos días después se casaron en una boda humilde y feliz, vestidos con las ropas que tenían para las fiestas y compartiendo el fausto día con unas cuantas personas íntimas.
Aquella pequeña casa sería el hogar donde compartir amor, luchas y fracasos el resto de sus vidas. Ella vivió muy pronto un bien recibido embarazo que llevó adelante enredada en multitud de faenas, con su natural frescura y jovialidad. La casita entre pinos que, año tras año, había ido perdiendo luz, a medida que envejecían sus moradores, se llenó de vida y alegría con la llegada de la nueva inquilina. Alrededor empezaron a emerger rosales, margaritas, lirios, hiedras y tantas plantas como semillas cayeran en su mano. La llegada del hijo alegró sus vidas y provocó la reestructuración y ampliación de la vivienda que cambió por completo su aspecto.
En la vida nada es permanente y la que había sido morada y cobijo de tantos cálidos afectos, el hogar familiar testigo del acontecer de cada día, vio partir al último de sus ocupantes y quedó en un silencio, roto solamente por el trinar de los pájaros y el silbo del









viento entre los pinos. En los primeros días del verano, después de haber enterrado al padre, Gonzalo se despidió de la pequeña casa entre pinares, inundada de la luz radiante del comienzo del estío. De madrugada, después de levantarse y asearse con esmero y parsimonia, se puso la ropa que tenía reservada para bajar al pueblo. Guardó en un bolso grande lo que consideró imprescindible para emprender el viaje. Recorrió la casa, rincón a rincón, para imprimirla entera en su retina. Atrancó las ventanas y cerró tras sí la puerta. Algo lo empujaba a salir de lo que, durante toda su vida, había sido el mundo para él, por encima del enorme sentimiento de inquietud que lo violentaba y de un temor irracional a lo desconocido. Sentía la necesidad de aprender una nueva forma de vida. En cualquier lugar a donde fuera estaría tan solo como en aquella casa. Ya en la calle, retrocedió unos pasos frente a la casa y la contempló un momento antes de dirigirse decidido a la cuadra. Los tres mulos esperaban ya preparados para la marcha. Montó uno y cogió de reata a los demás. A pesar de su juventud, era un hombre duro, acostumbrado a buscarse la vida en muy diferentes circunstancias. No se detuvo a lamentar la muerte de sus padres y su propia soledad. Ese era un sentimiento latente y escondido que tenía que mantener enclaustrado mientras seguía su camino.

Al aproximarse a la ciudad, el tren resopló advirtiendo de su llegada. A través de la ventanilla empezaban a aparecer naves industriales, coches aparcados en hilera, bloques de pisos con fachadas deslucidas y ropa tendida en los balcones. Todo envuelto en una neblina tempranera. En el interior, los pasajeros se empezaron a movilizar y los bolsos y maletas hacían intransitables los pasillos. El muchacho pensó que también él debía irse preparando para la salida. En alguna parte de su ser lamentó que se acabara el ronroneo del tren sobre las vías, el viaje había sido un tiempo pasivo y relajado en el que solamente se dejaba llevar, no estaba obligado a hacer nada e, incluso, se olvidó de su situación, absorto en los distintos parajes que constantemente habían ido desfilando ante él durante horas. A partir de este momento tendría que empezar a decidir qué hacer, a dónde dirigirse. El miedo y el desamparo iban invadiendo su ánimo a medida que el tren reducía su marcha sobre ruidosos cruces de vías, la velocidad siguió disminuyendo poco a poco, aparecieron los andenes a ambos la dos del convoy y el tren dejó de moverse. Con su equipaje en la mano, el exterior todo era arrebato y confusión. Parecía que cada persona supiera dónde dirigirse, acarreando sus bultos de viaje, menos él. Se detuvo desconcertado mirando en todas direcciones. ¿A dónde debería ir? Empezó a andar en la dirección que se dirigía la mayoría, sin saber dónde acabaría y qué camino cogería después. En su trayectoria descubrió un quiosco de prensa y decidió hacerse de un periódico en donde podría, lo primero, encontrar alojamiento. Mientras apuraba los restos del bocadillo de viaje, sentado en uno de los bancos de la estación, empezó a pasar hojas y examinar con avidez cada página. No encontraba nada. El bullicio de la estación fue decayendo por instantes y él continuaba allí sentado. Cada cual estaba ya en su destino y él continuaba










allí sentado, buscando. Por fin pudo encontrar algo, un matrimonio de jubilados ofrecía, en alquiler, una de las habitaciones de su casa. Había un teléfono al que llamar, él ya conocía las cabinas telefónicas y las había usado en alguna ocasión, así es que no fue un problema. La señora de la casa le explicó, muy amablemente cómo llegar. La habitación que le destinaron era limpia y sencilla, Gonzalo, muy acostumbrado a la austeridad, no tenía nada que reprochar, se acomodó en ella y sintió por fin el sosiego de un techo sobre su cabeza. Todo se detuvo, la maleta en el suelo esperando ser abierta, la penumbra creada por el espeso tejido de las cortinas y él sentado en un borde de la cama, donde se había dejado caer nada más quedarse sólo. ¿Cuánto tiempo permaneció en ese instante profundo y vacío de solo ser, con ausencia total de pensamientos? Sólo un suave golpeteo de los nudillos en la puerta hizo que reaccionara. Compartió con los patrones un reconfortante plato caliente en pueblerina mesa familiar, tras el cual, el sueño lo noqueó por completo, sin dejarle pensar qué le traería la próxima mañana.

El nuevo día empieza ofreciéndole, frente a la ventana, la visión de una extensa y deslucida fachada, con ventanas exiguas y balcones de ropa ondeante secándose a la intemperie. Para ver el cielo, necesita apoyarse en el alféizar y sacar la cabeza por completo para girarla en vertical hacia arriba. Incluso así, una tenue neblina grisácea le impide contemplar el azul en todo su esplendor. Siente una especie de desazón que no quiere escuchar, no puede permitirse el desánimo que le sugiere la mañana empañada y ajena.
El periódico, en sus manos, es una especie de jeroglífico, muchas ofertas de trabajo se niegan a ser descifradas. Nunca había pensado que pudieran existir tantas y tan extrañas profesiones. Se plantea pedir asesoramiento a la patrona pero, antes de terminar de abrir la puerta de su habitación para hacerlo, el pudor a mostrar su torpe inexperiencia lo detiene. Sigue leyendo anuncios con tanta avidez como desánimo. Por fin, entre todas las ofertas, es capaz de seleccionar una factoría, en donde piden dos personas sin ningún requisito insólito que él no cumpla. Vestido con su mejor ropa, da por fin con la empresa que busca, tras un desasosegante andar y desandar para encontrarla. En la entrada, lo recibe una joven bien vestida y resuelta que, después de pedirle nombre y apellidos, lo invita a seguirla a lo largo de un pasillo. La desenvoltura con que avanza la joven sobre sus zapatos de tacón y el aroma que va desprendiendo al ritmo de sus movimientos es un narcótico abrumador que lo va anulando más a cada paso que da. Él, torpe y desmadejado, disminuido en un mundo tan diferente a todo lo que conocía. La joven lo lleva hasta la sala donde los aspirantes al puesto están esperando. Al descubrir la cantidad de personas que esperan conseguir el trabajo, siente un fuerte impulso de escapar. No está a la altura, no tiene capacidad para competir con ellos. ¿Qué hace allí? Un temor descontrolado lo domina y anula su capacidad de reacción. Trata de aparentar la mayor naturalidad y toma asiento en donde le indican. Disimuladamente recorre con la mirada a sus contrincantes.












Todos exhiben un aspecto desenvuelto y experimentado. Al bajar los ojos tropieza con sus propias manos rústicas y trata de esconderlas juntándolas entre las piernas. Su atuendo, su soltura... Está convencido de que él no da el nivel. Cada cortos periodos de tiempo, se abre la puerta de la sala y aparece la misma mujer joven y bien vestida, con voz suave, que va nombrando a los aspirantes, el nombrado la sigue y desaparecen los dos cerrando la puerta de nuevo. Cada vez que la puerta se abre es un resorte que lanza su corazón al desenfreno y una incontrolada agitación interior lo sacude, con la amenaza de no permitirle ni levantarse de su asiento. El sudor le humedece las manos. Con disimulo, las frota sobre el pantalón. No sabe si tendrá que estrechar la del encargado de entrevistarlo. Dentro de su incontenible agitación, ya no puede recordar con claridad cuál es realmente el trabajo que trata de conseguir. ¿Lo habrà entendido bien? ¿será algo para lo que él está capacitado o hará un absoluto ridículo? La voz de la mujer suena como un estruendo en sus oídos cuando pronuncia su nombre. Es capaz de controlarse lo suficiente para seguirla, a pesar de que va fuera de sí y, en un instante, se ve en un despacho, de pie, frente a la mesa imponente en que un hombre, perfectamente trajeado, está haciendo unas anotaciones. Él permanece de pie esperando alguna indicación. La entrevista, al final, no es tan terrible como había temido. Mientras contesta a las preguntas que le hacen, se va serenando. El entrevistador, a veces, hace anotaciones. Al final, de forma maquinal y distraída, con la mente puesta ya en el siguiente a quien va a entrevistar, le hace saber que, si es seleccionado, recibirá una llamada en los próximos días.
La brisa de la calle lo recibe entumecido, como salido de un espacio sin oxígeno en el que hubiera permanecido maniatado durante horas. Necesita respirar libre y extender su mirada en espacios en donde nadie se ocupa de él ni se le exige nada. Camina hasta su alojamiento a pesar de lo largo y confuso del trayecto. Los transeúntes de esas inmensas calles se mueven veloces y resueltos contagiándole su ritmo. Ante sus ojos desfilan escaparates repletos de objetos, cafeterías que desprenden un cálido olor a desconocidos manjares, fachadas de cines coronadas de inmensos carteles... Todo logra envolverlo en un estado de sorprendida expectación que va ocupando lentamente el lugar de la angustia anterior y lo convence de que habrá un lugar para él en aquel excitante ambiente.

No recibe la llamada. Durante varios días espera vehemente el reclamo que no llega nunca. Nuevas entrevistas no le dan más éxito, pero sí la templanza necesaria para ir mitigando el terror que le produjo la primera. El día que es entrevistado para cubrir un puesto de mantenimiento de jardines, por fin pisa un terreno firme. Habla con soltura de su experiencia con la tierra, se siente seguro y no le sorprende, al día siguiente, recibir por teléfono la indicación de que se presente para empezar a trabajar. En una inmensa ciudad, empujada por frenético ritmo de vida, hay un jardín esperando que él lo cuide, con esmero, durante años.

El día que, a primeras horas de la mañana, el muchacho mira al cielo y siente de forma imperiosa que le falta luz, aquella ausencia que había sido cotidiana y soportable desde









que llegó a la ciudad, inexplicablemente, en un instante, irrumpe en su ánimo reclamando las mañanas limpias vividas en la infancia. No sabe con certeza cuánto tiempo lleva fuera de casa. Las estaciones se han sucedido varias veces y él ha ajustado el tipo de cuidados que precisaba cada planta a la meteorología del momento, pero ¿durante cuántos años? Todo lo vivido en ese tiempo está solapado en su interior. Se ha movido tratando de ajustar su paso al resto de la gente, aprendiendo una forma diferente de vida, sin plantearse, en ningún momento, la dureza que cada circunstancia le planteaba porque era lo que quería hacer. No se ha sentido especialmente desdichado. Ha asimilado el ritmo, los olores, la manera de hablar y comunicarse, las costumbres... Como si esa fuera su forma de vida para siempre. Nunca se planteó si volvería o no. Se limitó a vivir cada día lo que cada día le daba, hasta que uno de ellos le ha indicado que es el momento de regresar. Entonces se le ha despertado en el alma la necesidad de los espesos pinares cubriendo los montes y la cálida sencillez de sus conterráneos.

En la estación, a tempranas horas de la mañana, todo es un frenético bullir. Viajeros cargados de equipaje se alinean en una u otra fila, esperando que les den la situación de su tren. Otros salen en tropel, vomitados por las puertas automáticas del que acaba de llegar. Detrás de éste otro. Los trenes de cercanías se suceden con escasos minutos de diferencia. Todos atestados de gente que se precipita a los andenes empujados por la urgencia del horario laboral. Él está en calma. Lejano a toda esa vorágine, no trata ya de asimilarse a ella, ahora tiene su propio mundo. Uno de los bancos de hierro forjado ha quedado libre y, al sentarse, el frío mañanero del metal traspasa la ligereza de la ropa. No importa, en ese instante todo está bien.
A través del túnel, el ronroneo de su tren se deja oír y, en la distancia, las vías empiezan a reflejar el brillo de los faros del convoy. Los viajeros se aproximan lentamente al borde del andén, con sus equipajes en la mano y el corazón invadido de una mezcla de zozobra y excitación. Minutos después, se deslizan lentamente, entre una tenue neblina azulada, dejando a los lados andenes, vías muertas, naves industriales, baterías de coches aparcados, bloques de viviendas humildes, más bloques, campo, campo, campo...
Durante un largo trayecto, a través de la ventana, penetra el paisaje monótono de la meseta. Pequeños poblados, grandes extensiones de viñedos, campos de cereal, escasa arboleda que se agrupa en ciertos oasis, incomprensibles manchas de verdor en la extensión ocre y amarillenta. Más adelante, el suelo empezó a ondularse insinuando leves colinas que, al paso del tren, se van transformando en relieves cada vez más pronunciados. El sol de media mañana se refleja limpio acentuando el vivo colorido de roquedos, valles, ríos y praderas tomadas, a veces, por apacibles rumiantes paciendo a sus anchas.
La muchacha sonríe a Gonzalo con ternura, "Gracias por este viaje. Es como me habías contado". Sus expresivos ojos, pegados al cristal, recogen con avidez el paisaje fugaz, compañero del trayecto. "Estoy contenta de estar aquí, de ir contigo". La ventana devuelve su imagen reflejada en el cristal por el brillo del sol y el joven, anhelante, la contempla en silencio observando cada gesto. La expresión de su rostro le habla de las sensaciones que el camino le está produciendo. Ella no había dudado, en absoluto, cuando le propuso que volviera con él a su casa. Todo iría bien si estaban juntos. Entre los dos, con la urgencia y la ilusión de un cambio de vida, habían elaborado el proyecto de granja que, en otros momentos, contemplan como algo deseable y remoto. Ahora será una realidad. El cielo azul intenso, salpicado a tramos por pequeños cúmulos de nubes de un blanco luminoso, cobija el camino hacia el bosque de pinos.
Texto libre Trabalibros

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