Había colocado tres piedras en la mitad de la calle y sobre ellas la caja de embolar, como se pone una olla para hacer sancocho al aire libre, con los betunes, los trapos de brillar, los cepillos, el tarrito plástico del agua que limpia, una foto de su mamá, y les había prendido candela. Lloraba.
A la vuelta, en la punta de la torre de la iglesia, el reloj trasnochador decía que era las diez y media mientras los tres relojes de la vigilia estaban detenidos, o quizá no eran de la vigilia y no se movían porque estaban dañados, cosas de dios, que sólo él entiende. Las calles, hasta hace poco abarrotadas de gente deprisa y autos con sueño, se habían ido desocupando con una lentitud de desganado desahucio, y sólo se veía pasar a los estudiantes nocturnos, yo incluido, las putas, los celadores y quienes lo perdieron todo y no tenían dónde dormir.
"Ya no quiero ser más lustrabotas", gritaba sollozando el embolador, "porque no quiero seguir arrodillándome frente a gente que no lo merece, que me desprecia", y cada tanto bebía un aguardiente de una botella sucia que enarbolaba en su mano derecha, miraba la pira que había montado y se limpiaba los mocos con el antebrazo izquierdo. Frente a él -estorbaba y no dejaba espacio para pasar- se fue formando una fila de autos cuyos choferes se bajaban a mirar el espectáculo y murmuraban opiniones que la noche escuchaba y en seguida olvidaba. Yo, desprogramado como un reloj sin pila, de vuelta a casa después de mis clases, saqué del morral un pan y me puse a devorarlo y a tomar nota del episodio que cuarentaisiete años después habría de escribir.
No había terminado con mi pan cuando sucedió el primer exabrupto: el chofer del carro detenido a pocos metros de la pira ardiente sacó unos planos, un casco de arquitecto y un overol de trabajo, los colocó sobre tres piedras y les prendió candela. Fue hasta donde el lustrabotas y le pidió un sorbo de aguardiente, lo bebió, y tras pensarlo mejor, fue a la tienda más cercana, compró dos botellas de aguardiente, regresó, le dio una al lustrabotas, destapó la suya y empinó el codo tres veces seguidas antes de ponerse a llorar. "Ya no quiero ser más arquitecto ni construir casas para ricachones que no las merecen", gritaba, bebía otro trago, y otro, y otro.
Entonces el contador público del auto siguiente sacó unos libros gordos que colocó frente a él, sobre el pavimento, y con ayuda de un frasco con combustible les prendió candela; sacó una botella de whisky y se puso a beber y a gritar que no quería llevar más cuentas ajenas ni hacer trampas para hacer felices a los evasores de impuestos, algo así.
Del cuarto carro, un campero, se apeó un agrónomo, también aburrido, y, frente a mis ojos asombrados, sacó unas plántulas de no se sabe qué verdura, las apiló de cualquier manera y les prendió fuego. Del bolsillo del saco, del lado del corazón, extrajo un botellín plateado, como los de los borrachos finos, y se puso a beber mientras le daban ganas de llorar. A los cinco minutos lagrimeaba.
La fila de carros ocupaba tres cuadras cuando llegó una patrulla de la policía, se bajó un teniente que se notaba orgulloso de su autoridad y gritaba órdenes varias, conversó un poco con el lustrabotas, se preocupó, fue hasta donde lloraba el arquitecto, lo interrogó, se quedó pensativo y luego, con ademanes decididos, fue hasta la patrulla, sacó un bidón de gasolina y lo regó sobre la camioneta a la que prendió candela tras despertar a tres policías que dormitaban dentro y huyeron despavoridos. No recuerdo que el teniente llorara o bebiera ron alguno.
"A esto se lo llevó el Putas", pensé, y me fui a casa. Estaba decidido, cuando llegara, a llenar una olleta con agua para hacer un tinto, ponerla en el fogón y prenderle candela en señal de solidaridad con todos aquellos que se pasan la vida haciendo cosas que no aman, que los fastidian, o sea, más o menos todo el mundo.