Casa rumiante (parte 2)

Teresa Gómez Acosta
Los Garau

Los Garau son una familia mallorquina que, a excepción de dos de los siete hermanos que regresaron a residir a la isla de Palma, Elisa y Rodri, se estableció en Barcelona en los años setenta buscando un medio de vida menos estacional que el que propiciaba el boom turístico que acababa de producirse en las Islas Baleares. Atraídos por el constante crecimiento económico de la industria textil catalana, y cuando todavía la prole la formaban solo Fernando, el primogénito; Manu y la deseada Elisa, que viajó por primera vez en barco enganchada a la teta de su madre, se afincaron en la península.

Tras el fallecimiento de sus padres, hace ocho y cuatro años respectivamente, y la reciente pérdida de la matriarca de la familia, quedaban completamente desprovistos de ascendiente o familiar cercano alguno más allá de ellos mismos, los hermanos.

Si bien entre ellos no había existido hasta el momento de la muerte de la abuela Norka ninguna disputa suficientemente grave, la vida y las decisiones que van conformándola los fue separando, no solo física sino emocionalmente, hasta no conseguir reunirse todos en la misma sala desde hacía muchos años. Cada uno sumido en sus respectivas proles, parejas, trabajos, preocupaciones...Difícil conciliarlo todo para mantener unidas sus realidades.

No siempre fue así. Antes de que la adultez los fuera alcanzando, los siete hijos de los Garau eran una pandilla muy pareja en edad que invariablemente andaban juntos. Verlos llegar a Menorca era para la chiquillería de la pequeña isla un acontecimiento que anunciaba dos meses de caras nuevas y muchas aventuras por delante. La población menorquina se multiplicaba con la llegada de las vacaciones veraniegas, incluso en exceso a juzgar por las gentes que allí pasaban todo el año, y aunque siempre había nuevos visitantes y amigos que conocer, era el reencuentro con quienes iban creciendo juntos verano a verano lo que más entusiasmo ocasionaba entre los muchachos menorquines.

Todos los años en julio, la tropa embarcaba con la madre destino a la casa de la abuela paterna donde el padre se les unía al mes siguiente. Así, toda la familia pasaba el verano entre playas de arena blanca, vertiginosos acantilados y numerosas excursiones que, junto con la libertad de movimientos y el relajo horario del que gozaban, ningún otro viaje hubiera podido eclipsar.

Norka, la abuela, los recibía con la emoción propia de quién disfruta viendo llenarse su casa de ruidos, risas y deliciosos olores. Mucho trabajo que, encantada, acometía desde bien amanecía hasta que todos descansaban satisfechos en sus camas.

Del mayor al más joven: Fernando, Manu, Elisa, Sara, Óscar, Rodri y Dani; después del multitudinario entierro en Ciudadella, concentrados en torno a los grandes butacones de la sala principal, se dispusieron a resolver lo antes posible los asuntos pendientes que la muerte de la abuela obligaba a atender. Así, sin querer prestar mucha atención a los objetos ya convertidos en lejanos recuerdos de la niñez, ninguno pudo evitar sentir el frío que ahora irradiaba la estancia. Era como si en ella todo también hubiera muerto. Como si los antiquísimos tapices, robustos muebles, incluso el espléndido sol que traspasaba las ventanas hubiera dejado de abrigar las paredes y los cálidos recuerdos que habían pasado en ella. Sintieron escalofríos y sin embargo, ninguno de los Garau lo comentó. Se les notaba en la rígida postura. Los cuerpos son a menudo delatores de los sentimientos que soporta el alma.

El ojito derecho de la abuela paterna salió a despedir a sus hermanos con mas apatía que tristeza pero con el cariño inexcusable al que obliga la sangre.

Al quedarse solo frente a la fachada, que le parecía único significante de vivencias felices, fue cuando la vio por primera vez. Allí en el lateral, a la altura del segundo piso de la vivienda, se ubicaba una puerta que no tenía constancia de haber visto nunca pero cuya apariencia y marcas del paso del tiempo sugerían que llevaba ahí desde siempre.

Impulsado por las emociones de los últimos días, corrió hacia el interior de la casa. Descubrió la ubicación del lado opuesto de la abertura al vacío en el mismo salón donde unos instantes antes, junto a sus hermanos, sentía un frío helador. Al mover el piano que no recordaba haber visto tocar jamás a nadie, afortunadamente provisto de ruedas, y bajo el gran tapiz de colores apagados por los años encontró un ornamentado portón de madera que no tenía nada que ver con la versión anodina y metálica de la parte exterior.

Hizo girar muy despacio el picaporte convencido de que no se podría abrir pero se equivocó. La puerta cedió hacia fuera descubriendo un espacio amplio y acotado por cuatro paredes donde solo un elemento, desde el centro, regentaba el recinto.

Con los ojos muy abiertos, y mientras una extraordinaria sensación de calidez ascendía por su espalda, dio un paso al frente quedando sobre el bicolor suelo de mármol y bajo el cobijo de un fantástico cielo estrellado.

Continuará...
Texto libre Trabalibros

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