Orgasmo

Franklin Briones Alcívar
Mi ojo sano -soy ciego de uno, desde hace poco- sobrevuela los muros de una red social tan monótona como una relación de cualquier índole que tarde más tiempo del preciso: el amor, dicen quienes saben, no dura más que dos años. Y yo, antes de Ella, creí siempre en eso. No amé a nadie más allá de ese período, aunque en alguna ocasión el plazo se extendiera un poco.
En uno de los muros, la canción de Neil Diamond, September Morn, me atrapa y pongo play un instante antes de abrir un nuevo documento y empezar a escribir esta historia de amor y de sexo.
Tecleo mientras Diamond invade mis neuronas, de modo que en apenas un instante dejo la escritura y me dedico a la contemplación de la mujer que he, a todas luces, perdido.
Mientras lo hago, infinidad de imágenes intentan, en una lucha tenaz, atropellada, instalarse en mi cerebro.
"Mira lo que has hecho/ Por qué te convertiste en una niña adulta/ Todavía puedo escucharte llorar/ En la esquina del cuarto/ Y mira que tan lejos hemos llegado" Mañana de septiembre/ Recuerdas cómo bailamos esa noche/ Dos amantes jugando escenas de cierto juego/ Mañana de septiembre/ todavía puedes hacerme sentir de esa manera."
September Morn me turba.
Observo sobre la mesilla el cuchillo de cocina que a la media noche subí, sin entender bien por qué o para qué, mientras pienso que ya me han arrebatado demasiado en la vida. He perdido no solo el tiempo sino personas. Las que dejé de amar. Las que sepulté. Mi ojo, húmedo por la lluvia que amenaza desbordarlo, desecha el arma e intenta enfocarse en la pantalla mientras pienso en lo que ella quiso siempre y yo no supe darle: un amor que la hiciera sentir segura y que la acompañase en sus vuelos.
Me lo dijo hace poco, antes de dormir.
—Apenas amanezca me marcharé para siempre.
Y entonces el primer sol de septiembre asoma y su luz enciende mi cerebro: el amor es una guerra. Y una guerra está hecha de batallas. Y, para ganarla, todo vale. Sobre todo, cuando tienes ya tan poco que perder.
Y más aún si dentro de ti habita un sicópata que cuando despierte no va a permitir que nadie te abandone. Así que retorno a la cama y me introduzco entre las sábanas y me refugio detrás suyo y abrazo su cuerpo caliente a pesar de que siento una enorme distancia entre su piel y la mía. Y le susurro, con una voz que no refleja otra cosa que no sea esto que vuelve a arder en mí, dos palabras que no le digo hace ya tanto tiempo:
—Te amo.
Ella tarda una eternidad en voltear no solo el rostro sino el cuerpo y acomodarse frente al mío y mirarme de la misma forma que lo ha hecho en los días precedentes.
—Yo te amé años —reclama.
Una puñalada en mitad del corazón me haría menos daño que el tiempo en que conjuga el verbo, a pesar de que el desamor no sea noticia nueva. Todos los sonidos del universo, incluido el del ir y venir del mar al otro lado del malecón, cesan para que se escuchen únicamente los de nuestros corazones. Una infinidad de imágenes parecen asomar y desaparecer en sus pupilas que se dilatan tanto que puedo imaginar lo que hay en su mente: una alocada superposición de pasado, presente, y futuro que le genera la certeza de que la mejor decisión es la que ha tomado.
Siento que en las mías —o, al menos, en la del ojo que aún no está muerto— ella ve la misma vida en común, pero desde un punto de vista tan distante del mío. Me sostiene la mirada hasta que pestañear se le torna imprescindible.
—No quiero perderte —le digo.
Sus pupilas vuelven a dilatarse una enormidad, probablemente en el afán de averiguar qué es lo que tengo en mente.
—Tampoco yo quería —dice mientras acaricia mi rostro con cierta ternura que puedo sentir un tanto forzada.
Estamos de costado tan cerca el uno del otro que puedo ver, a pesar del nivel avanzado de mi glaucoma, una amplificación de sus pupilas: no tienen esas manchas tan parecidas a cuevas que la definirían como un ser débil, sino que los suyos son surcos. Los vi tantas veces en el pasado y ahora lo compruebo.
Ella es, lo ha sido siempre, una mujer de impulsos. De modo que le hago una propuesta al oído.
Sus pupilas se expanden hasta lo imposible y sus neuronas le trasmiten tanta serotonina que sus ojos irradian una luz que hace mucho tiempo no le veo.
Siento la vibración alegre que invade su cuerpo.
Y la magia empieza a forjarse en cuanto retiro el tirante de su negligé rojo intenso y rodeo y masajeo suavemente, con una mano, luego con ambas, su pecho izquierdo, y lamo y beso su aréola.
Entonces lo mordisqueo con suavidad y ella se estremece y me ofrece su otra teta que acaricio y beso y chupo intermitentemente.
Cierra los ojos.
No pienso, hago. Vuelvo a la izquierda y me concentro aún más en ella hasta que siento que todo su cuerpo vibra. Y entonces bajo mi mano hasta su entrepierna dispuesto a acariciar su clítoris, y a usar luego, una y otra vez, la boca, y a succionarlo como si me fuese la vida en ello.
Tengo que despertar su yo más profundo. Beso y succiono una, dos, tres veces.
—¡Te amo! —le grito a su órgano y retorno a su rostro, cara a cara, y sus labios atrapan los míos, en besos intermitentes y profundos que estimulan una comunicación incesante entre el miembro y el cerebro.
—Vamos abajo —dice y salta de la cama. En otra, cercana, un niño duerme.
El rojo de su negligé corto, y una de sus tetas al aire, me excita tanto que por un instante soy capaz de oír el bombeo de mi sangre, entrando como un torrente a las cavidades de mi órgano e hinchando sus tejidos. La sigo por las escaleras con la conciencia plena de que me irá la vida en lo que haga en los próximos minutos. Así que empiezo a desechar todo lo que pueda hacerle daño a esta última oportunidad y a llenarme, aún más, de amor y de pasión.
Cuando llegamos, abro la puerta de par en par para que tanto el sonido del mar como la brisa entren a raudales y oxigenen la casa. Ella se sienta en el mueble largo y yo no la hago esperar. A mi edad, y con las enfermedades al galope, cuando se te para la tienes que usar en el acto o corres el peligro de que la sangre deje de fluir. Así que me despojo de mi pantaloneta, me siento a su lado, le doy algunos besos castos mientras la abrazo y la arrimo a lo largo del mueble, hecho prácticamente a nuestra medida. Me coloco sobre ella, sin aprisionarla, y continúo besando con ternura sus labios. Repito infinidad de veces que la amo con todo mi ser, mientras cambio el destino de mis besos: ojos, orejas, nariz, mentón. En el cuello los besos se convierten en mordiscos y ella empieza a gemir suavemente. Bajo a sus tetas mientras le abro las piernas y froto, acaricio, presiono, el capuchón de su clítoris, con sus gemidos in crescendo, me muevo veloz hacia su entrepierna y me dedico, con toda mi testosterona concentrada en la boca, a besar, succionar, morder, su glande, mientras sigo con otras caricias que están abriéndome no solo esa puerta sino la del corazón y, sobre todo, la de su cerebro. Para impedir que mi aparato se apacigüe, cambio de posición y se lo dejo listo, cerca de su boca. De inmediato se lo traga, apretándolo con todos sus dientes hasta hacerme sentir que me lo cortará por la mitad. Grito. Le hago lo mismo a su clítoris. Una, dos, tres, incontables veces lo muerdo, lo froto, lo succiono, lo beso. De pronto, un fluido empapa mi lengua. Es el momento: saco mi boca de su vagina y mi pene de su boca. Retorno a mi posición inicial, coloco una de sus piernas sobre mi hombro y se lo introduzco hasta el fondo, aunque ella me dice "Suave… suavecito". Me estiro y busco apoyo en el panel lateral del mueble, de modo que me sirva de envión y ahora sí comienzo a subir y bajar todo lo vertiginosamente que puedo. Tengo que lograr que nos conectemos emocionalmente como lo hemos hecho tantas veces, después de nuestras peleas, con las maletas ya hechas. Inmensos, oceánicos, cósmicos. Detrás de su cabeza no queda ni un centímetro libre, igual que atrás de mis talones. Así que uso el apoyo y le doy con todo: entre veinte y treinta embestidas que la hacen no solo gemir sino gritar que la quemo mientras me ataca a besos y mordiscos y arañazos y yo llevo mi dedo más largo a la boca, lo salivo, le unto el ano, y se lo meto hasta el fondo: estoy penetrándola por ambos orificios y ella intenta zafarse, pero mis manos aferran sus nalgas y la mantienen sometida mientras miembro y dedo entran y salen de su cuerpo. Pronto va a explotar y quiero ver su rostro, así que continúo inmovilizándola mientras entro y salgo sin bajar el ritmo, al tiempo que le doy besos y pienso y prometo que, si todo va bien, dedicaré mi vida a reencontrarme con todo lo que ella es y piense y quiera. Adiós tabúes. Adiós vergüenza. Adiós prejuicios. No tendré miedo a nada. Y entonces siento que pierde el control, que, bajo el mío, su cuerpo se estremece de pies a cabeza, y veo sus ojos: se blanquean, exánimes. Es apenas un segundo —o menos, incluso— pero ese tiempo podría contener la eternidad.
Intento prolongárselo, bajando y espaciando la penetración, y estimulando su clítoris, pero la estrechez del mueble y mi propia torpeza no me lo permiten. Tengo sesenta y tres, no lo olvides. De modo que levanto sus piernas y las coloco sobre mis hombros y sigo dándole suavemente mientras mis manos atrapan sus brazos contra el mueble.
Cuando se los suelto, los extiende y toma y atrae mi rostro y me besa.
—Quiero ir arriba —susurra.
Aún le doy unas cuántas embestidas, para que el tiempo que tarde en cambiar de posición no me haga una mala jugada.
Efectivamente aún conservo la dureza cuando me acuesto y ella se coloca a horcajadas y toma las riendas: empieza a cabalgarme lenta y suavemente con variaciones que la llevarán, indefectiblemente, a otro orgasmo. No quito ni un instante mi ojo de su rostro. Ella es, no me queda duda, mi principio y mi fin. Mi alfa y mi omega.
Y, sin embargo, subo mis manos y le rodeo el cuello. Ella emite un leve quejido. Aprieto ligeramente su yugular y su árbol de la vida. Podría ponerle fin a todo ahora mismo y salir indemne. Muerta mientras gozamos sexo salvaje, podría sostener. Pero ella toma mis manos y me las coloca hacia atrás, manteniéndolas allí con firmeza al mismo tiempo que aplica un poco de velocidad y un movimiento circular de cadera, y de pelvis, adelante y atrás, como si fuera a trote sobre uno de esos caballos que montaba de adolescente, haciendo desaparecer completamente mi pene, mientras su cara va y viene, acercándose o alejándose de la mía, liberada, ama y señora de la intensidad, de la velocidad, de la profundidad y del movimiento. Y entonces, logra su estallido.
Unos segundos después, se inclina y me acaricia, y el beso me sabe a ese mar que se agita al otro lado del malecón y también dentro de mí. Nos abrazamos y mi sudor se mezcla con el suyo. Y permanecemos así un instante largo, dándonos besos.
Cuando la veo ensalivarse sus dedos y luego mojar su clítoris y empezar a estimularlo, me levanto con suavidad y coloco mi miembro cerca de su rostro.
Ella lo agarra y lo desaparece íntegro dentro de su profunda garganta. Y mi pieza recobra su máxima dureza.
Dedicados a un misionero, Ella coloca los brazos bajo sus nalgas para tener libertad de movimiento y no sentir que la oprimo. Le doy suave, mirándola, besándola, diciéndole algunas de las obscenidades que tanto le gustan. Incremento la velocidad hasta el vértigo. Y entonces la tensión acumulada estalla: se contraen nuestros genitales, gemimos, gritamos, al mismo tiempo.
Por fin, nos hemos conectado como tantas veces en el pasado. Es una descarga que nos eriza la piel, que nos une en la explosión del infinito. El éxtasis. El nirvana. Le petite morte. La muerte y la resurrección en un solo acto. Divino. Dios existe y se llama Orgasmo. No más muros ni prisiones quiméricas. No más angustias. Y mientras vuelo en risa, Ella se transforma en una niña que llora ruidosa y convulsivamente, como si de pronto hubiese sufrido un corto circuito cerebral.
Me levanto rápido e intento asirla, pero suda como en un sauna y se agita igual que un pulpo en la cocina y se me escapa entre las manos también babosas.
Su llanto es tan perturbador, tan angustiante, que tendría que llamar al 911 y pedir una ambulancia con respirador artificial si no fuese porque entiendo la vasta inmensidad íntima que vive, la intensidad de ser quien es. Y dejo que fluya: el orgasmo ha desencadenado que su conciencia se altere y el llanto es solo una forma de liberar sus tensiones: la sexual, la mental y, sobre todo, la emocional.
La abrazo y le gozo los labios y la lengua mientras en las intermitencias le digo que la amo. Ella, los ojos cerrados, se deja ir, dueña de un estado que parece místico:
—Yo también te amo. Te amo.
Y esas palabras son fuegos artificiales que estallan en mi cerebro y en mi corazón. Y nuestras bocas se devoran, con el hambre acumulada de los últimos tiempos.
Texto libre Trabalibros

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