Casa rumiante
Teresa Gómez Acosta
¡Cuántos años esperando éste momento! Volver a abrir la puerta ha sido una gran liberación para mí. ¡Una no puede dejarse penetrar por cualquiera! Era solo cuestión de tiempo que Rodrigo lo consiguiera.
El joven no estaba seguro de si era una señal maravillosa o el presagio de un desastre pero cuando la descubrió pensó que una puerta flotante en el segundo piso de la fachada era algo, como mínimo, original.
Que a nadie, en los más de cien años en que su abuela ahora fallecida, moró entre estas paredes se le hubiese ocurrido tapiar ese inútil hueco de la fachada, muy curioso ―comentó en voz alta―. Sin embargo, que la puerta se abriese mágicamente dando acceso a un espacio diferente al esperado abismo frontal del muro le resultó asombroso.
Ya se había ido toda la familia a la península después del entierro y de los rápidos hurtos que todos, a excepción de Rodri, habían llevado a cabo. De las fantásticas cosas de la abuela, casi todas sin valor económico, había muchas que podían esconderse fácilmente en una bolsa de mano como un álbum de fotos, un candelabro o cualquier figurita proveniente de algún país exótico... No hay necesidad de discutir con los demás cuando es tan sencillo que te acompañe para siempre un recuerdo de la casa menorquina de la abuela, debieron pensar los chicos (permítanme que los siga llamando así, para mi siempre lo serán). Y, sin detenerse a dar una vuelta por las murallas de Ciudadela o asomarse a ninguno de los turquesas y verdes acantilados de Menorca, regresaron a sus respectivas vidas dejando atrás sus juveniles recuerdos estivales.
Al morir Norka dejaba para ellos de tener sentido visitar la isla y con el acuerdo, por mayoría simple, de poner la vivienda en venta lo antes posible se despidieron del penúltimo de los hermanos Garau y marcharon con la esperanza de que el paso del tiempo suavizara el cabreo de éste.
Continuará...
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