Martirio de la Cruz

Juan Antonio Barros Jódar
Martirio de la Cruz se dejó caer en el jergón con un cansancio infinito. Las cinco marcas trazadas en la cal mugrienta de la pared no mentían, pero a ella le parecía que llevara allí mucho, muchísimo más que cinco días. También aquella tarde notaba los estragos de la fiebre. Del fondo de la galería llegaban los ecos de una cancioncilla procaz. Debía ser sin duda Carmela la Legionaria, encerrada por descuartizar a su amante para matar el aburrimiento, según sus propias palabras. Alguien ordenó silencio, pero la Legionaria la retó a hacerla callar si es que tenía lo que había que tener. Ante la falta de respuesta, continuó con su atrevida copla.

Y pensar que ella, Martirio de la Cruz Fernández Entrambasaguas, había nacido para reina. Eso fue lo que pronosticó una gitana al verla tan linda el día de su bautizo, con aquellos rizos dorados y un trajecito blanco como la nieve, con sus botitas de lana, su baberito de encaje y aquel mantón de flores que según decían había sido capote de paseo del inolvidable Frascuelo.
Cuando conoció a Dionisio, le pareció un príncipe, aunque no tuviera dónde caerse muerto. A ella no le importó aprender a trabajar, ni comprar fiado en la tienda de ultramarinos, ni tampoco dejarse querer por un médico del vecindario que le ayudaba en el sostenimiento económico de la casa. Luego, cuando vinieron los hijos, trabajó hasta dejarse la salud en los portales de los alrededores.

A Dionisio no le duraban las ocupaciones.
—Es que tiene el temperamento de un artista —decía ella para justificarlo.

Ahora, tendida en el camastro de su celda, lo recuerda como era: alto, apuesto, con porte de galán de vodevil, el traje impecable, los botines relucientes y el sombrero ligeramente caído a un lado. Siente un estremecimiento al pensar en Dionisio. Para qué negar que lo sigue queriendo después de todo.

La Legionaria ha dejado momentáneamente el género picaresco. Ahora la ha emprendido con Soldadito español y con Roja y gualda, mi bandera.

Martirio de la Cruz saca un cigarrillo de los que le obsequió su primo Trinidad. Él sí que la quiso. Desde pequeños. Desde un día en que llenó con su nombre todas las tapias, todas las fachadas y todos los árboles del barrio. Él sí la habría tratado como a una reina. No había más que ver cómo se había deshecho en lágrimas la tarde anterior cuando la encontró con la cabeza rapada al cero y vestida con un uniforme demasiado grande. Nadie había acudido a visitarla excepto el bueno de Trinidad, que la seguía venerando como a una virgen. Él le llevó chocolate, revistas, varios cartones de tabaco rubio americano y galletas de mantequilla holandesas. Y una estampita de santa Rita, abogada de las causas imposibles. Ahora, al mirar la estampa, ella recuerda las lluvias torrenciales de su infancia y el altar sombrío de la santa, donde su abuela se detenía a rezar con ojillos de perro abandonado.

—Santa Rita tiene mucha mano en el cielo —le decía—. Acuérdate de ella y nunca te echará en olvido.

Luego seguía rezando y a veces acababa por quedarse dormida arrodillada en el reclinatorio. Cuando despertaba, seguía moviendo los labios de tal modo que la niña no sabía si decía una oración o canturreaba una tonadilla de moda. Al final se levantaba, depositaba una moneda en el cepillo y le decía:
—Vamos, niña, que la santa ya sabe lo que me hace falta.

Martirio de la Cruz fuma y contempla la estampita con una sonrisa desangelada. ¿Qué podía esperar ella después de lo que había hecho? Realmente no estaba arrepentida, pero comprendía que ahora amaba más que nunca a Dionisio, a pesar de todo.

Él no le era leal. Eso lo sabía ella desde antes de casarse. Demasiado bien conocía sus andanzas en casa de una hetaira que atendía por Leonarda la Babilónica. Pero al fin y al cabo, aquello no era más que desahogo carnal sin mayores consecuencias. Que hubiera participado en alguna francachela sonada y que una tal Flora la Malagueña hubiera intentado cortarse las venas para retenerlo a su lado, no pasaban de ser meras anécdotas. Al menos, eso argumentaba ella ante los reproches de sus amigas.
—Una mujer honesta no debe hacer ciertas cosas —decía—. Para eso están las fulanas, que también son criaturas de Dios.

Toda esa buena disposición se le agrió en la garganta una mañana de junio, a sus ocho años de matrimonio, cuando vio a Dionisio del brazo de una jovencita. Por lo que pudo averiguar, trabajaba como empleada en una peluquería de señoras del centro de la ciudad y apenas había cumplido diecinueve años. Lo que más la ofendió fue la expresión de carnero degollado con que él miraba a la muchacha. Eso y el respeto que le mostraba. Aquello era más serio de lo que pudiera parecer.

Esa tarde, Martirio de la Cruz no dijo nada que pudiera alertar al esposo infiel. Él debía seguir actuando con completa libertad. Sólo así sería posible llegar al fondo de aquello. A medida que pasaban las horas, Martirio de la Cruz perdía los nervios. Sabía que esa noche se habían citado en un parque al que acudían muchos novios al oscurecer empujados por las urgencias de la pasión.

Cuando llegó junto a la estatua del ángel caído, ellos estaban allí. No se besaban, ni realizaban ninguna de las acciones que ella en su delirio había imaginado una y otra vez. Sumergidos en una cálida aureola de perfumes nocturnos, amparados por las sombras de mirtos y laureles, Dionisio decía palabras de amor a aquella niña que, ahora lo comprendía bien Martirio de la Cruz, era como un ángel. Simplemente le hablaba de amor mientras retenía una mano entre las suyas, y con tal devoción que Martirio de la Cruz no necesitó ver ni escuchar nada más.

De regreso a casa trazó su plan. Aún tuvo tiempo de encontrar abierta una droguería donde no la conocían. Compró una botella de veneno para acabar de una vez por todas con las malditas ratas, dijo, que me tienen enferma con su infecta presencia y que seguro que se disponen a procrear en mi casa, en mi misma casa, ya ve usted, las muy cochinas. Eso le dijo al dependiente, muy en su papel y sin darse cuenta de que ya era decir demasiado.

Le ardía la cabeza y el sudor resbalaba por su espalda. Erró el camino y hubo de preguntar a un guardia porque no era capaz de encontrar su casa. Al verla en aquel estado, el agente insistió en acompañarla. Martirio de la Cruz dijo que se había mareado. Para que el hombre no sospechara nada raro, mintió y dijo que estaba encinta. El rostro del guardia se iluminó y la tomó del brazo.
—Permítame, señora. Y dígale a su marido que se ocupe más de usted. Es muy hermosa, si no le molesta la confianza.

A Martirio de la Cruz se le escaparon dos lagrimones. De pronto se acordó de la botella que guardaba en el bolso. Sintió un pánico incontenible. Pero pensó que no tenía de qué preocuparse. No era más que un producto para acabar con las ratas que uno podía conseguir en cualquier droguería. Además, no había ninguna razón para que aquel hombre se interesara por el contenido de su bolso. Esto logró tranquilizarla.

Cuando Dionisio regresó, ella estaba en la cama, tiritando de frío y con la frente ardiendo por la fiebre. El marido extremó su dulzura aquella noche, sin duda a causa del remordimiento. Las caricias y cuidados que le prodigó le hicieron más daño que todo lo demás.

Por la mañana se pasó una hora ante el espejo. El guardia no había mentido. Aún era hermosa. Pero aquellos ocho años habían dibujado en su rostro los signos de la desilusión y de la derrota. Quiso llorar, pero no pudo. Sintió una profunda compasión por la muchacha de la que se había enamorado Dionisio. La pobre no tenía la culpa de ser joven y saberse deseada. No podía evitar un sentimiento de simpatía hacia ella. Lo de él era otra cosa. ¿Acaso no lo había dado todo por él? ¿No trabajaba hasta matarse para que no le faltara nada? ¿No lo quería con todas sus fuerzas? Desde ese momento, Dionisio ingirió cada día en el café tres gotitas de matarratas. Al principio acusó un sabor raro.
—El agua, que trae mucho cloro —decía ella.

No tardó en habituarse. Al poco comenzaron los problemas digestivos. Dionisio sufría fuertes dolores que el médico que había protegido unos años antes a Martirio de la Cruz diagnosticó como una úlcera. Dejó de salir y pasaba el tiempo sentado en un sillón con la cara descompuesta.

Un día, Martirio de la Cruz tuvo una debilidad. De repente se preguntó si el sufrimiento no le habría hecho cambiar. Quiso saber si la devoción que le había demostrado durante aquellas semanas de enfermedad habría conseguido mover su ánimo. En su locura, ya no se veía como envenenadora sino como el hada diligente y abnegada que no regateaba esfuerzos para procurar su bienestar. Así pues, dejó de emponzoñar pucheros y tisanas.

El enfermo recuperó en parte su quebrantada salud. Pero no bien experimentó una ligera mejoría buscó una excusa absurda para acudir en busca de la muchacha. Martirio de la Cruz los siguió. Una vez más escuchó aquellas ardientes palabras de amor que salían de los labios temblorosos del convaleciente. Esa noche volcó la botellita del veneno en la olla del caldo.
—Me han preparado una fórmula magistral en la botica —dijo con una voz helada—. Con esto te curarás del todo. La he disuelto en el caldo porque es muy amarga. Toma el tazón entero.

Dionisio intentó protestar inútilmente. Ella le interrumpió con una energía desconocida:
—Te lo tomas entero. Me rompo el lomo trabajando para ti y tú mientras tanto de pendoneo. Y encima haciendo ascos.

Dionisio se puso pálido y bebió el caldo sin rechistar. Un rato después se retorcía en la cama presa de terribles convulsiones. Martirio de la Cruz recuperó de repente la lucidez. Los niños lloraban aterrorizados y el enfermo tenía un color verde espantoso y se deshacía en vómitos. Llevó a los pequeños con una vecina y mandó llamar una ambulancia. Camino del hospital lo confesó todo. Cuando llegaron, Dionisio había dejado de sufrir.

Tendida en el duro camastro, Martirio de la Cruz mira todavía la estampa de santa Rita. Se acuerda de su abuela, que murió hace una eternidad. También de su primo Trinidad. Él sí la habría tratado como a una reina.
Texto libre Trabalibros

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