"Teetetes.- ¿Qué entiendes por pensar?
Sócrates.- Un discurso que el alma se dirige a sí misma sobre los objetos que considera. Me explico como un hombre que no sabe muy bien aquello de que habla, pero me parece que el alma, cuando piensa, no hace otra cosa que conversar consigo misma, interrogando y respondiendo, afirmando y negando, y que cuando se ha resuelto, sea más o menos pronto y ha dicho su pensamiento sobre un objeto sin permanecer más en duda, en esto consiste el juicio. Así pues, juzgar, en mi concepto, es hablar, y la opinión es un discurso pronunciado, no a otro, ni de vida voz, sino en silencio y a sí mismo.
¿Qué dices tú?"
Platón, en su diálogo sobre la naturaleza del saber.
El profesor de matemáticas entró en el aula 3 y sin mediar saludo alguno subió hasta el estrado. No era muy alto, con canas primerizas y gafas de montura negra que sobresalían enmarcando unos ojos bizqueantes. Sin mirarnos y torciendo el gesto en una extraña mueca apoyó su carpeta sobre la mesa y la abrió. Se tomó tiempo mientras sacaba folios y carpetas.
Silencio.
El aula era un semicírculo en pendiente, con bancos curvos alargados, un pasillo en medio y otros dos a ambos lados. Estaba llena. Eran las ocho y veinte de la mañana. Olía a huevos podridos, el ácido sulfhídrico quizás de los laboratorios cercanos. Los estudiantes del primer curso de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Valencia asistíamos a la tercera clase del curso de matemáticas.
Hoy la daba un profesor al que no conocíamos y al que solo vimos dos o tres veces más durante el curso. Tras la mesa del profesor había seis pizarras de color verde iguales en tamaño cubriendo toda la pared, desde el techo hasta los laterales. Sin decir palabra, bajó la primera pizarra situada a nuestra izquierda y escribió en ella: Hoy la clase será muda, y abajo Prof. Joaquín Millán.
Luego empezó a escribir fórmulas, deduciendo los pasos correspondientes, llenando una pizarra tras otra. Nosotros nos limitábamos a tomar nota. Un buen momento para no pensar manteniendo la mente ocupada en otra cosa. Es curioso estábamos allí para aprender y no hacíamos otra cosa que ensimismarnos mediante un proceso similar al de un mantra. Cero pensamientos igual a cero aprendizajes. Las letras y números de las fórmulas pasaban de la pizarra a mi libreta sin que mediara reflexión alguna.
En el banco de delante, justo a mi izquierda, se sentaba Acebillo, un mocetón turolense con el que había congeniado por proceder ambos de familias de similares circunstancias económicas y sociales.
En aquellos tiempos no era frecuente que las clases bajas accediéramos a la universidad. Él pensaba estudiar físicas, yo aún no me había decidido. Los dos primeros años eran comunes y selectivos; es decir, había que aprobar todas las asignaturas para pasar al siguiente curso. Al llegar al tercero teníamos que optar por alguna de las carreras de ciencias vigentes en los primeros años de la década de los sesenta del siglo pasado. Eran pocas.
Observé que Acebillo estaba relajado leyendo un libro, sin atender a lo que ocurría en la clase ni a la selva simbólica e incompresible de números y letras que iba progresivamente ocupando la pizarra. Así habló Zaratustra, era su título. Me llamo la atención y pensé que era una novela histórica en la que se relataba la vida de Zoroastro, un profeta de la antigüedad.
Cuando le pregunté susurrando, Acebillo abrió sus ojos adormecidos y volviendo la cabeza aludió despectivamente a mi ignorancia y me hizo saber que no, que aquel libro era de filosofía. ¿Filosofía?, ¿no era una novela histórica? No, para nada, respondió. Interrumpimos nuestro contenido diálogo ante los chistes de un compañero cercano.
De inmediato pensé en Don Claudio, mi profesor de filosofía cuando cursé el preuniversitario, y no pude dejar de compararlo con aquel que tenía ante mi afanándose en el extraño ritual de llenar la pizarra de ecuaciones e integrales. Quien, al acabar la sexta pizarra, la que se encontraba en aparte inferior de la derecha, recogió sus cosas las puso en su cartera y se fue sin haber pronunciado una sola palabra.
¡Homérico, excepcional!, pensé para mi.
En aquellos años para el examen de ingreso a la universidad, en el preuniversitario, similar al COU o la PAU de estos días, sólo había dos alternativas: ciencias o letras. Yo cursé la de ciencias, pero la filosofía era una asignatura común y obligatoria.
Cuando conocí a don Claudio debería tener unos cuarenta años y no hubo clase en lo que no insistiera en que, para comprender, por ejemplo, a Platón la mejor forma no era escuchando y anotando lo que el profesor dijera en sus clases sino leyendo directamente al filósofo.
Cuando una vez le comenté que acababa de leer El Menón y que apenas había comprendido nada, me respondió:
– ¡Eso es de lo más natural!, persista y verá como un día lo entiende, si yo se lo explicó lo que obtendrá es lo que yo entiendo que dijo Platón. Es mucho mejor que hable usted directamente con él. Ponga, sin embargo, mucha atención en lo que escriba cuando lo examinen para la selectividad, en ese caso, indiferentemente de lo que a usted le parezca, deberá escribir lo que se dice en el manual.
Lo fundamental, muchacho, es que aprenda a pensar y reflexionar libremente, eso nadie podrá arrebatárselo. Nunca nadie podrá hacerlo. ¡Píenselo!...¡sea libre y alégrese!
No asistí a la primera de sus clases con demasiado interés, pero su manera de enseñar mi hizo sentir el gusto por aprender de una forma arrebatadora. No exagero, don Claudio me enseñó a razonar y no darme nunca por satisfecho.
Recuerdo con claridad el momento en el que entró en el aula para impartir su primera clase. Más que su físico, alto, medio cano y elegante, recuerdo su mirada empática e inquisitiva, tierna y exigente, receptiva y poderosa. Sabía lo que se traía entre manos, éramos estudiantes de ciencias –ahí es nada, los listos del colegio –y él nos iba a hablar de algo que nos tenía sin cuidado o que despreciábamos.
Sus clases me produjeron un fuerte impacto, hasta tal punto que decidí que, en el futuro, al acabar mis estudios de ciencias y cuando pudiera, estudiaría filosofía.
– Para la filosofía no existen las respuestas simples y dogmáticas. No se amilanen, piensen, nadie debería asustarse de lo que piensa. Además, saben lo que decía Ortega y Gasset. Ya veo que no. Quien hace una pregunta teme parecer un ignorante durante cinco minutos, pero quien no pregunta nunca se mantiene ignorante toda la vida.
Pregunten, pregunten y yo les prometo no responder con otra pregunta, aunque lo haga alguna vez. Pues el mismo Ortega tiene escrito que siempre que enseñes, enseña a la vez a dudar de lo que enseñas.
Esbozó una ligera sonrisa sabiendo que nuestra compresión de lo que argumentaba era muy limitada, pero, imagino, que esperando que sus palabras tuvieran algún efecto sobre nosotros.
No sé qué decir. Recuerdo con claridad aquella clase, pero el tiempo ha ido diseminando y exaltando mis recuerdos. La razón puede que se encuentre en una combinación de lo que aprendí mucho más tarde y algunas de las frases que escuché aquel día.
– Pensar metódicamente es uno de los aspectos más estimulantes de la filosofía. Que no es sólo amor a la sabiduría, de filo, amor, sofía, es también curiosidad y asombro. Una forma especial de afecto, que surge de la admiración y la curiosidad hacia lo que no se sabe. Eso es lo que estamos haciendo en esta clase. Ustedes y yo, no solo yo, ustedes son... vocablo...
Me ensimismé mientras don Claudio proseguía su discurso. ¿Había dicho vocablo? De inmediato acudió a mi mente la palabra boca, pero no, vocablo se escribía con b. ¡Qué extraño!
– … no tuvo tiempo para pensar en ninguna de ellas.
¿A qué se refería? Recurrí a Carbonell que estaba sentado a mi lado. ¿que está diciendo?, no lo sé, creo que ha dicho algo así como que aprendió tantas cosas que no pudo pensar, respondió mi compañero.
Volví a prestar toda mi atención a lo que decía el profesor de filosofía.
– … si todo se aprende sin pensar, nada se aprende. Dos y dos son cuatro, en eso estaremos todos o casi todos de acuerdo. Pero si alguien, sin el ánimo de tocar las narices, piensa otra cosa, que lo diga. En esta clase no nos asombraremos de nada y lo haremos con todo. Compartid y si os fuera bien discutid lo que vamos aprendiendo.
Las clases de don Claudio abrieron en mi una brecha, una nueva forma de ver las cosas. No todo estaba en las religiones o en las ciencias. Existía otra posibilidad, la reflexión, la filosofía.
La mente inquieta de un adolescente necesita buscar alternativas. Durante aquellos años buscaba encontrar.
Más tarde descubrí la conversación que Juan sin de Mairena, el profesor apócrifo de Machado mantiene con su amigo Tortolez:
– Siempre está usted descubriendo mediterráneos, amigo Mairena.
– Es el destino ineluctable de todos los navegantes, amigo Tortolez.
Desde entonces siempre he buscado mediterráneos, con mejores y peores resultados.
Procuro seguir la recomendación de don Claudio y lo hago bailando siempre que puedo.
¡Baile, baile usted!, –me decía–, y sus preguntas hallarán algún tipo de respuesta. No cese, buscando y bailando por sus mediterráneos, decía con el entusiasmo de un joven bailarín.
Hasta donde he podido he seguido sus consejos, no he desistido y sigo buscando para ir encontrando las piedras que me han ido acompañando en el camino. Una aquí, otra allá.
He descubierto algunas cosas, ni muchas ni demasiadas, una de ellas es que hay profesores de todo tipo. Algunos son como el doctor Millán, otros como don Claudio, los hay que ni fu ni fa y otros por los que se siente cierta antipatía. Aunque es muy probable que todos sean honestos, eso es lo que me gusta pensar.
Sí la filosofía fue y es para mí un extraordinario punto de apoyo y referencia, la psicología ha marcado mi vida, me siento psicólogo desde la médula espinal hasta el cerebro y de ahí al corazón. No tengo una mejor manera de explicarlo. Lamento la carga emocional, pero eso es lo que siento y así lo expreso sin más miramientos. Dicho queda.
Pero, aunque la filosofía no me ha ayudado a resolver mis dudas ha sido determinante para entender su función. Se lo debo a don Claudio.
Desde que acabé el preuniversitario siempre he estado en contacto con mi profesor de filosofía. Cuando Acebillo, mi compañero del primer año de ciencias, me mostró aquel libro, Así habló Zaratustra, y tras sus despectivas explicaciones, encontré de inmediato una buena razón para ir a hablar con aquel que podía resolver mis dudas.
Lo hice nada más acabar la clase muda de matemáticas huyendo del resto de clases de la mañana. Menudo aburrimiento. No fue difícil encontrarlo. Descansaba aprovechando la hora del recreo para leer sentado en el jardín del patio de la entrada del colegio.
Cuando lo saludé creí percibir en su rostro serio e impasible un pequeño signo de alegría:
– ¿Cómo estás muchacho?
– Necesito hablar con usted
– Ya veo, pero la educación exige empezar saludando. Así que, ¿cómo estás?
– Muy bien y usted, ¿como está?
– Bien, leo poesía. ¿Conoces a Neruda?
– No.
– Deberías leerlo– y; fue declamando pausada y serenamente: "Para mi corazón basta tu pecho, para tu libertad bastan mis alas. Desde mi boca llegará hasta el cielo lo que estaba dormido sobre tu alma."
Siguió leyendo en silencio, ajeno a mi presencia, ensimismado, ausente…, enamorado.
Aquel día no comprendí la grieta emotiva que lo atenazaba. Puede que pensara en su mujer, de la que estaba profundamente enamorado y que había fallecido hacia muy pocos años. Solo me habló una vez de ella y lo hizo sosteniendo en la mano una recopilación de las poesías de Pablo Neruda. Así comprendí la razón de sus ausencias. Era frecuente que en ocasiones y de improviso la amargura se reflejara en su mirada.
Dejaba de hablar, sus ojos se abrían haca un infinito que solo él comprendía y se recogía en su interior, pero pronto volvía a esa realidad próxima y ordinaria.
– Dime, ¿qué te trae a hablar conmigo?
– Un libro, Así habló Zaratustra, lo he descubierto esta mañana durante la clase de matemáticas. ¿Por qué no nos habló de este filósofo en clase?
– Sencillo, porque no figuraba en el programa del Ministerio. Pero, además, porque no es una lectura fácil para estudiantes de preuniversitario y por otras muchas razones que no me detengo en explicarte. Espérate unos años y ya lo leerás. Vale la pena. Venga, te invito a un trinaranjus.
Don Claudio conocía mi debilidad por la bebida que el Dr. Trigo, químico valenciano, lanzó al mercado por los años treinta. Su nombre se debe a una combinación de tres tipos de naranjas y, en aquellos momentos, era uno de los mejores refrescos que podías tomar. Natural y sin burbujas. Hoy, creo, la patente pertenece a una compañía japonesa.
Sin embargo, cuando don Claudio se despidió para impartir su siguiente clase me fui directo a la biblioteca, pedí el libro de Nietzsche y me puse a leerlo.
"Cuando Zaratustra tenía treinta años abandonó su patria y el lago de su patria y marchó a las montañas. Allí gozó de su espíritu…"
Abstraído, seguí leyendo con interés.
"¿Y qué hace el santo en el bosque?, preguntó Zaratustra. El santo respondió: Hago canciones y las canto; y, al hacerlas, río, lloro y gruño: así alabo a Dios.
Cantando, llorando, riendo y gruñendo alabo al Dios que es mi Dios. Más ¿qué regalo es el que tú nos traes? Cuando Zaratustra hubo oído estas palabras saludó al santo y dijo: ¡Qué podría yo daros a vosotros! ¡Pero déjame irme aprisa, para que no os quite nada! Y así se separaron, el anciano y el hombre, riendo como ríen dos muchachos.
Más cuando Zaratrusta estuvo solo, habló así a su corazón: ¡Será posible! ¡Este viejo santo en su bosque no ha oído todavía nada de que Dios ha muerto!"
¿Qué Dios ha muerto? Cerré el libro y no pude seguir leyendo. ¡Dios ha muerto! Una sensación perturbadora me tuvo perplejo un tiempo que no alcanzo a determinar. Miré a mi alrededor. No había nadie en la biblioteca. No me atreví a abrir el libro. Dejar de creer en Dios, de acuerdo, pero... ¡matarlo! Eso era excesivo. Es curioso como las palabras pueden provocar emociones imprevisibles y profundas.
Aquella lectura alborotó mis pensamientos extremando mis dudas, hasta tal punto que dejé la lectura en aquel punto de libro y salí de la biblioteca. Pasados los años y siendo estudiante de filosofía me compré el libro de Nietzsche y lo leí al completo. Volví para hablar con don Claudio y aclaramos muchas cosas sobre la filosofía del alemán. Pero esa es otra historia que puede que os cuente otro día.
Si que recuerdo, no obstante, cuando don Claudio me dijo:
– No sé de que te sorprendes, matar a dios es abrir espacio a los hombres. Mi consejo es que dejes a un lado esas patrañas mentales y que bailes.
¡Baila siempre que puedas! ¡Disfruta de la vida muchacho! Bailar es una forma de experimentar la vida. Una forma diferente, gozosa, beneficiosa y que no hace daño a nadie–. Y sentenció con una frase que siempre me acompaña cuando bailo: ¡Puesto que existimos alegrémonos!
Estoy de acuerdo con él, yo también prefiero a los profesores que bailan, mucho más que aquellos que se obstinan en ser aburridos. La enseñanza es de las actividades más divertidas que existen. A condición que se baile, de que se baile con entusiasmo y alegría.