Sólo ella volvió
Mari Carmen Fernández
Allí estaban todas las voces. La suya propia. Las de sus padres, jóvenes entonces. Sus hermanos. Todos los pensamientos, las frustraciones, el trabajo, los problemas. Allí había quedado una parte del espíritu de todos, pero todos pudieron prescindir de esa floresta que los había envuelto durante años. Ella no .Sólo ella volvió. Había quedado cautiva del aroma de los pinos, el graznido de los grajos al atardecer, las fuertes tormentas del collado, el camino de tierra, el pan reciente, las cigarras frenéticas del verano, las abejas libando afanosas para elaborar su miel de romero…
Todos los rascacielos de la inmensa ciudad, su promesa de oportunidades innumerables y el oropel de espectáculos y comercios no fueron suficientes para apagar aquel espíritu que albergaba su alma. Por eso ella siempre seguiría volviendo hasta el final. Sólo ella. Ninguno más sintió esa necesidad de hacerlo. Y, al atardecer, cuando el sol se hundía dejando el cielo plagado de arreboles, cuando la noche calma se disponía a inundarlo todo y el silencio se empezaba a adueñar de los caminos, ella ya se había fundido, hecha cenizas, con su amorosa tierra. Y alimentaba ahora las raíces del gran laricio centenario y majestuoso que la viera corretear de niña y, protector, le diera sombra, cobijo, leña contra el frío de los inviernos y el oxígeno alentador de su vida. Ella, en deuda, se quiso dar entera y compartir su camino por los siglos venideros.
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