Contracorriente

Patricia Alcantud Obregón
—¡Corre!
Escuché la orden con claridad, pero mis piernas se negaron a obedecer. Era más fuerte el cansancio y el frío que sentían, más incluso que el miedo; eso parecían decirme con aquella sensación de hormigueo que las recorría de arriba abajo.
Miré a mi alrededor. La noche era oscura; apenas podía distinguir la carretera, tan cerca de mí y, a la vez, tan lejos. Escruté cada rincón en busca de un sitio seguro donde esconderme. No lo había. Allí ya solo quedábamos la luna y yo. También aquellos pasos apresurados. ¿A cuánto estarían de mí? ¿Cuánto tiempo tardarían en alcanzarme? Era cuestión de segundos, a lo mucho, un par de minutos. Yo lo sabía, mi mente lo sabía... y, por eso, volvió a repetir:
—¡Corre! ¡Maldita sea, corre!
En un intento desesperado por hacer caso a lo que me pedía mi cerebro, busqué dentro de mi ser la fuerza que me quedaba, la fuerza que ni yo sabía que tenía. Primero fue el pie derecho el que reaccionó; dio un paso al frente, despacio, tembloroso. Y el izquierdo lo siguió. Sin pensarlo siquiera, comencé a correr. La respiración, agitada, amenazaba con abandonarme en cualquier momento y el frío me cortaba la piel, casi desnuda; pero no me importaba. Eso era lo de menos.
Pude escuchar el rugido de un motor y, entonces, aceleré el paso lo más que mis pequeños pies me permitieron. Cada vez oía más cerca esas pisadas, aquellas voces y aquellas palabras que tanto tiempo me acompañaron.
—¡Esa zorra no escapará! —le aseguraba un hombre al otro. A juzgar por su tono de voz, estaba muy enfadado.
—¡Vamos, pequeña! Sabemos que no estás lejos. ¡Entrégate, niña sucia!
Sus palabras se dirigían a mí; su objetivo era yo... y su recompensa, mi vida.
«¡Vamos, Yurani! Un poco más. Solo unos pasos más y serás libre. ¡Aguanta!»
Agradeciendo a mi voz interior sus ánimos, cogí aliento y obligué a mi cuerpo a correr más rápido. Había llegado, ya veía los coches a unos pocos metros de mí. Ahora solo tenía que detenerlos, interponerme en su camino y suplicar que me ayudasen.
Entonces, una luz me cegó. Por detrás, una voz ronca me sobresaltó, consiguiendo erizar el vello de mi piel más de lo que ya estaba.
—¡Te tengo, maldita! ¡Ya eres mía!
Su carcajada retumbó en la fría noche. No lo pensé ni un segundo, no me detuve a esperar instrucciones de mi mente, la cual parecía haberse esfumado y abandonado a mi suerte. Me abalancé hacia mi única salvación: la luz que me deslumbraba y me impedía ver quién había detrás de ella. Entonces, todo sucedió muy rápido. Lo siguiente que escuché fue un grito desgarrador que hizo que me doliera el alma. Después, todo mi cuerpo se negó a seguir luchando y cayó; fue un golpe tan duro que incluso el duro asfalto tembló. Fue en ese momento cuando comprendí que la que había gritado había sido yo.
Entre el rápido parpadeo de mis ojos, los cuales luchaban por no cerrarse, observé a un hombre agachándose hacia mí. Su rostro me era desconocido; su mirada expresaba preocupación y miedo.
—¡Dios mío! ¿Estás bien? No te he visto. ¡No me ha dado tiempo a frenar! — explicaba con nerviosismo —. ¿Estás bien?
Se encontraba realmente nervioso. Me dio pena. Quise decirle que no se preocupara, que todo estaba bien; que ahora, por fin, era libre. No pude hacerlo, pues mis cuerdas vocales habían dejado de funcionar. Traté en vano de mover la cabeza; necesitaba comprobar si aquellos monstruos habían huido o, por el contrario, se encontraban regocijándose del inesperado desenlace de nuestra carrera. Se me nubló la vista y la cara de ese hombre comenzó a desdibujarse.
—Me llamo Yurani. Tengo diecisiete años —conseguí contarle en un susurro.
Él apretó mi mano entre las suyas y, si no fue fruto de mi imaginación delirante, vi una lágrima descender por su mejilla.
Entonces sí, por primera vez en mi vida, me rendí. Dejé que mis ojos se cerraran y permití a mi mente revivir cada recuerdo, cada momento… Cada año de mi vida (si eso podía llamarse vida). De una vida que probablemente ya no volvería a tener.
Texto libre Trabalibros

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