Un llamado telefónico al obispado alteró la tranquilidad de aquella mañana de enero y el señor Obispo, hombre expeditivo, le ordenó al Padre Rafael, su secretario canciller, que fuera urgente a la parroquia Santa Rosa del Barrio Norte, donde supuestamente una imagen de la Virgen María vertía lágrimas.
El Padre Rafael, que contaba con algunos años más que el señor Obispo, era considerado por éste como su amigo personal y mejor consejero. Es que el sacerdote, además de ser una persona carismática, gozaba de prestigio comunitario, cuyas cualidades cosechó durante más de 40 años en el ministerio pastoral. Jovial y de excelente relación personal con todo el mundo, no importaba si era ateo, evangélico o anticlerical, por eso era catalogado como "un cura de verdad", humano y despojado de todo rasgo santurrón. Si el Padre Rafael asistía a una fiesta de bodas, bailaría el vals con la novia y hasta una milonga canyengue con quien quisiera acompañarlo; o bien cantaría un tango al mejor estilo gardeliano en cualesquiera de las peñas a las que concurría con asiduidad, y que era frecuentadas por mecánicos, herreros, empleados públicos y hasta funcionarios políticos, más alguno que otro quimérico intelectual, que los había y en abundancia. Ese aprecio especial del señor obispo por su colaborador, se descubría cuando con determinación, salía a defenderlo de los chismes de algunos olfas que pululaban las sacristías y que apuntaban a una supuesta relación íntima con Irma, su secretaria parroquial, una solterona que cumplía con eficacia su labor y que jamás permitiría que un escándalo empañara la imagen de su párroco.
El primer informe de Rafael sobre la virgen llorona fue escueto. Le dijo al señor Obispo que, efectivamente, sobre los ojos de la imagen de la Virgen había signos de humedad, lo que confirmó cuando pasó sus dedos y le supo salado, por lo que ambos acordaron mantener silencio. Era necesario esperar y ver qué rumbo tomaban los hechos, sabiendo la sensibilidad mariana de los fieles y la simpatía que tenían por el párroco del lugar, un muchacho joven con signos excéntricos.
Pero ese desensillar hasta que aclare, estalló al día siguiente, cuando Rafael debió concurrir nuevamente de urgencia a la parroquia del caso enigmático. Allí se encontró con un panorama alarmante. La imagen de la Virgen de las lágrimas hecha pedazos junto a una escalera tijera volcada en el piso; la secretaria, con un ataque de histeria y el párroco llevado de urgencia al hospital.
Ante este panorama, y viendo la parálisis de la feligresía, Rafael en persona tomó la escoba y juntó los restos de la imagen que depositó en una bolsa plástica. "Me llevo los restos, vamos a intentar restaurarla", dijo y se retiró a la sacristía. Allí, en sigilo, le dijo a la secretaria que enterrara la bolsa en un rincón del predio, porque era imposible su restauración y que él se encargaría de reemplazarla por otra imagen. Luego se fue al hospital para ver al párroco a quien le preguntó qué significaba el gotero con agua salada que encontró entre los escombros.
El nuevo informe de Rafael al señor Obispo señalaba que el párroco se encontraba bien y que sería dado de alta en horas de la tarde. En cuanto al gotero, había admitido que lo utilizaba para mojar el rostro de la imagen con la finalidad de atraer feligreses que en esos tiempos eran escasos. También confesó que el goteo lo hacía temprano por la mañana en total oscuridad y que, al subir por la escalera, tambaleó y se vino abajo con la imagen y no pudo amortiguar el golpe que lo dejó inconsciente.
"Lo principal -dijo el Obispo- es que en este lío no se murió nadie". De manera que nuevamente acordaron dejar todo como estaba y esperar la evolución de los hechos.
Al día siguiente muy temprano, el Padre Rafael fue a la parroquia Santa Rosa para interiorizarse sobre el estado de salud del joven párroco, pero cuando llegó ¡Oh, sorpresa! El predio estaba colmado de gente. "Alguien soltó el gato de la bolsa" pensó Rafael. Se acercó a los fieles y se encontró con un altar precario con los restos de la imagen accidentada y los fieles implorando perdón y misericordia por lo que consideraban era una obra del demonio.
Y otra vez Rafael informó al señor Obispo sobre los acontecimientos. Se había quebrado el sigilo al que había recurrido para zafar del embrollo.
"Rafael, creí que usted conocía a las mujeres" le dijo el Obispo.
El sacerdote, que interpretó las palabras sutiles del superior, le respondió: "Sí señor Obispo, creo conocerlas bien. Las mujeres saben guardar silencio, pero sufren de una debilidad: Creen ciegamente en la fidelidad de los hombres. La secretaria parroquial le había encargado al jardinero que, en sigilo, enterrara la bolsa".