En la zona rural donde vivíamos aquellos años, por el trabajo de mi padre, no había colegios.
La mañana luminosa del otoño incipiente, la suave temperatura, el vuelo alborotado de las aves de pino en pino, especies cuyo nombre yo desconocía por completo aunque podía distinguir sus formas, colores y trinos; mi padre trajinando con los caballos. El olor de la leche caliente y pan tostado saturando aún el aire en la cocina después del desayuno y mi madre planchando mis últimas ropas antes de guardarlas en la maleta. No era posible que todo tuviera un ritmo tan cotidiano, desentendido por completo de mi amargura, de mi desesperación ante lo inevitable. No quería alejarme de casa en donde todo me protegía. No me quería dejar los olores familiares, el calor de mis padres, los sonidos y las costumbres de mi familia. Inquieta recorría los espacios y los instantes del último día en el que todo estaba impregnado de una bonanza única e insustituible, como lo están las cosas que, sientes, vas a perder. Incluso aquella música, que me molestaba tanto como a mi madre le gustaba escuchar, tenía, en mi último día, una melodía admirable. Porque al día siguiente ya estaría lejos. Para mí muy lejos, aunque mis padres me decían, para restar importancia a nuestra separación, que la distancia no llegaba a una hora de camino.
No es que no me gustara el colegio, eso era lo mejor de todo lo que me esperaba, pero en el pueblo no estaban mis padres y en casa de mis tíos no me querían. Yo sabía que no les gustaba que estuviera todo un curso viviendo con ellos. Los niños son muy sensibles al cariño y al desprecio, aunque no digan nada, y su silencio hace a los adultos perder la más elemental consideración hacia ellos, en la certeza de que, aparte de ellos mismos, nadie más va a saber de las desafecciones de que son objeto e, incluso ellos, las irán olvidando cuando crezcan. En aquellos tiempos, los niños estábamos acostumbrados a aceptar lo que decidían los mayores y callar. De alguna manera pensábamos que siempre tenían razón. "Obedecer y callar" era la consigna del buen comportamiento. En casa esta norma no era difícil de cumplir, estabas en "tu" casa, te sentías querida, eras un parte viva de todos y de todo. Las regañinas de mi madre eran añoradas frente al menosprecio y la desestima que sufría en casa de mis tíos.
"Ropas para los primos", dijo mi madre mientras manipulaba una gruesa caja de cartón, como un enorme dado, preparada para unir a mi maleta. La presencia de aquel extraño bulto me reconfortaba en parte. "Me mostrarán más simpatía si les llevo estos regalos" pensé e imaginé a mis parientes alborozados alrededor de la caja. "¿Huevos también les vamos a llevar?". Pregunté con interés. "No sé, ya veremos" respondió mi madre sin dar al asunto la menor importancia e ignorando lo trascendental que era para mí estimular su generosidad para con mis anfitriones. Me pregunto ahora cómo no comenté con mi madre lo importante que era para mí llevarles regalos. Posiblemente me avergonzaba poner al descubierto mi extrema debilidad. Quizá temía que se rieran de mí.
Mi deambular se prolongó a lo largo de aquel día soleado y luminoso, sin poder concentrarme en nada de lo que, en cualquier otro momento, me habría absorbido por completo, rechacé inquieta todos los juegos que me proponía mi hermana pequeña, no podía entrar de lleno en ninguna cosa, y la envidiaba porque ella podía permanecer en casa con nuestros padres. ¿Cómo podía estar tan tranquila en lugar de saltar de júbilo? Mientras yo vagaba, sin rumbo, en el entorno de la casa, no podía apartar de mi mente lo que sería mi vida a lo largo del curso, lo tenía muy presente. La proximidad de mi marcha había actualizado vivamente, en mi recuerdo, las vivencias que tenía grabadas del curso anterior y que había olvidado por completo durante más de dos meses de verano con mi familia. Ahora, de pronto, todos los recuerdos se me venían encima, me atormentaban y me hacían incapaz de sufrir de nuevo el mismo destierro. Aquella noche de invierno, con el pijama puesto, sentada en una silla del dormitorio esperando a saber dónde acostarme, porque ninguna de mis dos primas quería compartir conmigo su cama. Al final, la intervención de mi tía consiguió que una me hiciera un hueco, me acosté junto a ella, pegada al filo para molestar lo menos posible y así pasé la noche. Pero cada día tenía su noche y, según se acercaba ésta, yo aguardaba trémula el momento en que cada miembro de la familia se retiraba a descansar. Sabía que mi presencia volvería a molestar a una de mis primas y no siempre disimulaban su enojo.
Mi tía era alta y sumamente delgada, con un rictus de recelo que hacía de su cara un erial inhóspito y sombrío. Apenas comía en la mesa con todos, pero a menudo la veía masticar en la cocina a deshoras, estimulando así el hambre contenida que yo almacenaba, producto de las menguadas raciones que recibía en la mesa. Siempre salía yo del comedor con hambre, yo, problemática en casa, con mis padres, por mi falta de apetito y mi delgadez. Repartía mi tía la comida en cada plato de sus tres hijos y, cuando llegaba al último, que era el mío, siempre quedaba una mínima parte, inferior a la del más pequeño, tan mínima que nunca llegaba a saciar mi escaso apetito. No había penurias económicas en aquella casa grande y, podría decirse, acomodada por lo que tal mezquindad era innecesaria e incomprensible.
Cuando, al final del viaje, la definitiva puerta de entrada a casa de mis tíos se abría ante mí y yo, frágil criatura, me tambaleaba arrastrando mi maleta, escaleras arriba, aceptaba sumisa un ineludible e inhóspito destierro. Ya no era tiempo de lágrimas. Había soltado todas las permitidas antes de salir de casa. Mi madre, disimulando su angustia por verme tan afligida, trataba de consolarme "Enseguida llegarán las vacaciones de Navidad y estarás aquí de nuevo". "Ten en cuenta lo que te he dicho. Siempre que tengas hambre ve a casa, en la maleta tienes la llave, allí te hemos dejado algunas cosas que puedes comer. Con la excusa de regar las plantas, puedes ir sin dar explicaciones a nadie". El coche que me llevaba se fue alejando lentamente de mi hogar y, cuando perdí de vista la silueta de mis padres, comprendí que había acabado el tiempo de los lamentos. Recompuse la postura y el gesto, preparada ya para la travesía de casi tres meses en que no podría contar con el amparo ni el cariño de mi familia.
Ya había llegado. Mientras tiraba de la maleta escaleras arriba, sin encontrar a nadie, grité: "Tía, ya estoy aquí". Al fondo del pasillo estaba la cocina, de allí salió la voz de mi tía. "Ah ¿ya? Coloca tus cosas y no dejes nada por medio". Como me habían enseñado mis padres, antes de guardar mis cosas, pasé a la cocina para saludarla, me acerqué a darle un beso, ella se agachó y me puso la cara. Ninguna de las dos habló. Yo me fui a recoger mis cosas. Trataba de hacerlo todo lo mejor posible, con la esperanza de que aquel curso las cosas fueran mejor.
El tiempo en el colegio era la vida. El nuevo curso, las antiguas compañeras, los libros ya de un nivel más alto... En casa de mis parientes, las limitadas ocasiones en que me cruzaba con mi tío, me envolvían de cierta calidez, "¿qué pasa rubia?" (siempre repetía este apelativo a pesar de mis trenzas de pelo castaño oscuro) me decía frotando mi coronilla con su manaza, en un gesto que yo sentía como protector. Él era hermano de mi madre y fue quien decidió que yo podría vivir en su casa durante el curso, para continuar estudiando, mientras mis padres estaban fuera. Me alegraba encontrarlo, pero lo veía en escasas ocasiones. Por su trabajo, salía a primera hora de la mañana y solía volver entrada la noche. Siempre tenía una sonrisa para mí. Un día cenamos todos juntos, mi tío había vuelto pronto, y la mesa del comedor se vio, felizmente para mí, rodeada de comensales.
-La prima y yo hemos estado en su casa y nos hemos comido allí un bocadillo -dijo de pronto una de mis primas, la que era algo más pequeña que yo.
-¿Cómo es eso? -Preguntó sorprendido mi tío -¿Es que esta niña pasa hambre aquí y tiene que ir a comer a su casa?
Mi tía me dirigió una mirada de frialdad amenazante
-No sé, que te lo diga ella. ¿Pasas hambre aquí?
Yo, muy nerviosa, me apresuré a contestar, temiéndome una represalia. No esperaba que mi prima comentara nada de nuestro bocadillo y, al hacerlo me ponía al borde del abismo.
-No, no, aquí no paso hambre, sólo hemos ido a regar las plantas y, al ver algunas cosas que habrán olvidado mis padres en casa, hemos decidido comprar una barra de pan y hacernos un bocadillo.
-Bueno, eso es otra cosa. Cuando tengas hambre, le pides a tu tía, que no me entere yo de que tienes que comer fuera.
Yo asentí con la cabeza sin decir nada, me ardían las mejillas, no me atrevía a mirar a mi tía, las dos sabíamos que no seguiría nunca la recomendación que él me estaba haciendo, ¿cómo podría hacerlo si delante de ella hablaba sólo lo indispensable, temerosa siempre de que me corrigiera y amonestara? Después del incidente supe que no volvería nunca a repetir la hazaña. No me servirían de nada los alimentos que mis padres me habían dejado en casa. Mi prima siempre quería acompañarme a regar las plantas, no sabía de qué estratagema valerme para ir sola y el hambre me torturaba, más aún sabiendo que sólo con acercarme a casa me podría saciar. En esta primera ocasión me había valido de una estrategia, puesto que no había podido ir sola, después de regar las plantas, fingí sorpresa, ante mi prima, al encontrar embutidos y latas de conserva en la cocina. "Mira que han olvidado aquí mis padres". Pretendí que era un descubrimiento. "¿Quieres que nos hagamos un bocadillo?" Ella, cómplice, asintió. Bajamos a la panadería de al lado. Allí tenían indicación de mis padres de darme lo que les pidiera y anotarlo en su cuenta. Compramos pan y nos hicimos unos enormes y suculentos bocadillos. Claro, yo no esperaba que ella lo contara, precisamente delante de mi tío. En lo sucesivo no pude volver a fingir sorpresa ante los alimentos ni proponer una merienda. No quería imaginar la reacción de mi tía si de nuevo se repetía, ante mi tío, una escena que la dejara en evidencia. Con frecuencia ella provocaba que nos separáramos mis primos y yo, por ejemplo, cuando me daba un trozo de pan de higo para merendar y me mandaba, con algún pretexto, a algún sitio. Mientras yo estaba fuera, podía darles a ellos pan y chocolate, un bollo, un bocadillo o alguna otra, para mí, delicia. Después mi prima, salía corriendo y me solía alcanzar en el camino saboreando aún su merienda, sin ser consciente del efecto que me causaba. Creo que ella era totalmente ajena a las elucubraciones de su madre. Esta misma estrategia usó mi tía con los dulces sobrantes de celebrar la primera comunión de mi prima, vi almacenarlos en bandejas y no supe nada más de ellos. Para este gran día toda la familia se había puesto de gala. El charol del calzado y los almidones de estreno rechinaban en los pasillos de la casa. Yo no estrené nada, pero me puse mi ropa de las fiestas para ir con ellos. Estaba guapa, creo, a mí me lo pareció al menos al verme reflejada en la luna del armario, con mi vestido blanco de jaretas y cinturón rojo de terciopelo, mis zapatos brillantes lo máximo posible, después de haberme empleado cuidadosamente en ellos, tal y como me había enseñado mi madre.
Toda la familia fuimos juntos a la celebración. A la salida de misa, la plaza estaba llena de gente, niños y niñas, vestidos de comunión, se movían por doquier incómodos pero satisfechos, mientras las familias exhibían sus galas y prodigaban saludos cordiales a diestro y siniestro. Todo eran sonrisas, besos, alabanzas y regalos (sobre todo dinero que, en el caso de mi prima, su madre ayudaba a meter en su "limosnera" (una bolsita de encaje a juego con el vestido, esa era la costumbre). Yo, un poco al margen, los observaba atenta y me desplazaba de acá para allá con ellos, alisando de vez en cuando, con las manos, la falda de mi vestido almidonado. Cuando estaba mi madre, ella se ocupaba de que fuera impecable y yo me desentendía pero, este día, rodeada de hermosos atavíos, yo no quería desentonar. Había mucha gente que me conocía, me saludaba y me daba recuerdos para mis padres. Haciendo un gesto con la mano, mi tío llamó al fotógrafo que merodeaba por la plaza sabiendo que aquel era un día de bastante trabajo. "Una foto de familia" comentaron. Cuando se formó el grupo, yo me acerqué a mis primas. Era una foto de familia y yo era de la familia. Me agrupé con ellos pero, inmediatamente, sentí en el brazo la presión disimulada de la mano de mi tía que me apartaba diciendo "Esto es sólo para la familia". Me separé y me mantuve al margen mientras se sucedían las distintas composiciones del grupo, para otras tantas fotos que inmortalizaran el día. Yo pensaba en mis padres. Qué lejos estaban en aquel momento. Y recordaba el esmero con que ellos trataban a mis primos en las ocasionales temporadas que pasaban con nosotros. Más que esmero, trato cálido y confianza era lo que mis padres les daban. Las primeras atenciones eran para ellos. Muchas veces, tengo que confesarlo, me provocaba rabia y frustración no tener oportunidad de revancha, ahora que estaban en "mi territorio".
En ese tiempo conocí a Marta. Era una niña de mi edad que había venido, como invitada, a una casa vecina de mis tíos. Pronto congeniamos y compartíamos casi todo el tiempo que me quedaba libre del colegio. Con el pan de higo de merienda que me daba, cada día, mi tía (se fue gastando gracias a mí ya que a nadie más en la familia le gustaba), yo acompañaba a Marta a su casa a coger lo que a ella le hubieran preparado. "¿Qué te apetece hoy?" Le preguntaban y, después de darle lo que pedía, nos íbamos de nuevo a la calle.
-¿Tú no prefieres merendar otra cosa diferente del pan de higo? -Me preguntaba extrañada mi amiga.
-No, el pan de higo está bueno, a mí me gusta
Quería evitar la humillación ante ella, sentía vergüenza y complejo ante mi situación. Creo que, de alguna manera, me sentía culpable de no merecer el extraordinario trato que ella recibía. Como lo había visto hacer siempre a mis padres con los ajenos a nuestra familia. ¿Por qué conmigo era diferente? ¿Yo no me comportaba como se esperaba que lo hiciera Siempre me encontraba con Marta en la calle, quería impedir que me acompañara a casa, que supiera más de mi situación. No obstante, no podía evitar determinados encuentros. Un día nos cruzamos con mi tía por la calle, ella venía conversando con algunas amigas, nos acercamos para saludarlas, era lo correcto. Una de las amigas se me quedó mirando y comentó. "Esta niña tiene los labios muy cortados del aire, ¿por qué no le pones un poco de glicerina?" Mi tía me miró con una sonrisa acusadora "Los tiene así por su culpa, de presumida que es, siempre se los chupa para tenerlos brillantes, yo no puedo hacer nada contra eso". Siempre me desconcertaban y confundían sus afirmaciones respecto a mí. No podía entenderla, simplemente callaba y trataba de no pensar demasiado en lo que decía. Marta y yo seguimos andando, ellas en dirección opuesta a la nuestra. La perplejidad en que me sumió el encuentro no pasó inadvertida para mi amiga. "Qué maneras tan feas tiene tu tía contigo, siempre te trata de malos modos o habla mal de ti, ¿por qué?". Yo me encogí de hombros sin mirarla y no contesté nada, no quería darle importancia. Continuamos en silencio, me puso su brazo sobre el hombro, podía sentir su cálida compasión. No dijo nada más, sabía que para mí era penoso cualquier comentario al respecto y el incómodo silencio se cortó cuando ella, hábilmente, encontró un tema de conversación para llamar mi atención e hizo que me olvidara del incidente.
Estábamos a finales de febrero cuando, una tarde, hubo revuelo en casa. Mi prima la mayor había traído las notas del colegio y, a pesar de varios meses de advertencias y amenazas, las calificaciones continuaban siendo malas. Mi tío había agotado ya su paciencia y aquel día dio muestras de hasta donde podía llegar su furia si se le provocaba. Yo me escondí en otra habitación y desde allí pude oír algún golpe, llantos, la voz atronadora de mi tío y la de su mujer tratando de calmarlo. El trance se me hizo eterno. Por fin, la situación fue bajando de tono. Palabras algo más serenas, aunque cargadas de avisos y ultimátum fueron lo último que se pudo oír hasta que acabó el día. La cena transcurrió en un ambiente circunspecto, que ni siquiera el postre de natillas que había preparado mi tía, como algo extraordinario y que presentó por sorpresa, pudo aliviar. Yo, en silencio y ajena ya por completo al drama, tenía toda mi atención puesta en sus movimientos. Observaba, con anhelante impaciencia, el reparto del exquisito postre, un plato delante de cada comensal. Cuando llegó el mío, antes de ponerlo en mi sitio, mi tía le quitó la mitad para compartirlo con el más pequeño de la familia, un niño de cuatro años. Todos habían recibido uno entero, incluso mi prima más pequeña que yo. Decepcionada y compungida, hice grandes esfuerzos para contener las lágrimas. Busqué justicia en mi tío, lo miré de reojo esperando desconsolada su reacción, pero él aquel día no estaba para fijarse en detalles. Centrado en su propio plato, comía deprisa y abandonó la mesa sin apurarlo, arrastrando consigo las miradas de todos que, en un silencio circunspecto, lo vimos desaparecer tras la puerta.
Al día siguiente llegaron mis notas del colegio. La monja encargada de distribuirlas me acarició la cabeza y me dijo: "Muy bien, sigue así". Las examiné con impaciencia, eran buenas. Podría ganar méritos ante mis tíos y darles una alegría, después del disgusto del día anterior. Con mi libreta de notas guardada como un tesoro, corrí por la calle de regreso a casa. Estaba ansiosa por dar la buena noticia. Mi tía estaba en la cocina trajinando de un lado para otro. No contestó a mi saludo. Tuve que andar detrás de ella hasta que, por fin, cogió las notas que le alargué con una sonrisa cómplice. Mientras las leía, yo esperaba con ansiedad el cambio de expresión en su rostro. "Esto es mentira. Las monjas te ponen buenas notas para que tus padres no te quiten del colegio". Fue su único comentario mientras me devolvía la libreta. La recogí desalentada y salí de la cocina. Tras mi excitación anterior, ahora no sabía a dónde dirigirme con las notas entre mis manos. Todavía andaba vacilante por el pasillo cuando la oí gritar "No se las enseñes a tu tío, él tiene muchos problemas para que lo molestes con esto, yo te las firmaré". Cuando él volvió, yo ardía en deseos de enseñárselas, sabía que iba a tener una opinión distinta y se iba a alegrar, pero el miedo a la advertencia de mi tía no me dejó hacerlo.
Qué interminable fue aquella primavera hasta llegar a junio. Tuve que superar obstáculos que, en mi vida infantil, resultaban insoportables. En aquella casa extraña tenía que mantenerme entera, si hubiera llorado en algún momento, sólo habría conseguido que se rieran de mí. Estaba indefensa, no me lamentaba de nada, no podía. Procuraba olvidar cada trance en cuanto ocurría, por instinto evitaba estar triste porque, si lo estaba, acabaría derrumbándome y llorando. Sólo quería que cada día transcurriera lo más rápido posible y algunos eran interminables. De vez en cuando mis padres venían a verme y pasaba algún día con ellos en casa, pero eso me debilitaba aún más, todo mi llanto contenido se descargaba en las despedidas y, más vulnerable cada vez, volvía a entrar en aquella casa de personas desentendidas de mi sufrimiento y cansadas de mi presencia. Mis padres sufrían por mí. "Esta será la última vez" me dijeron, "Para el próximo curso buscaremos otra solución". Pero quedaba tanto tiempo hasta que acabara el curso. Es insoportable sentir constantemente que estorbas en un sitio y no poder evitar permanecer allí. A veces trataba de "desaparecer" entreteniéndome más de lo debido por la calle, sentándome en el patio o en alguna habitación solitaria, pero esta actitud me hacía parecer sospechosa y, cuando mi tía, malhumorada, me preguntaba qué hacía en esos lugares, no sabía que contestar. En realidad no hacía nada, solamente no estar. Este remedio empeoraba las cosas.
Por fin, llegó junio. El mes más deslumbrante que haya podido vivir en toda mi vida. Guardé toda mi ropa en la maleta sin temor a que se me arrugara. Algunas cosas estaban manchadas y las había ocultado a mi tía, ante la proximidad de mi marcha, para evitarme los últimos reproches. Mamá las lavaría. Junto a mi tío, me dirigí al coche que nos iba a llevar a casa, mi maleta en su mano era sorprendentemente liviana. Yo trataba de ajustar mi paso al suyo, para no quedarme atrás, mediante sucesivas carreritas. Los rayos del sol de aquella mañana se deslizaban por mi cuerpo con un calor especial, familiar y entrañable. El día era luminoso y mi pequeño corazón estallaba de júbilo. Algún hechizo deshizo, de golpe, el caparazón de tristezas y temores que me había tenido arrinconada y desvalida y, de pronto, descubrí todo lo que me rodeaba. Las calles que el coche recorría hasta salir del pueblo lucían luminosas y acogedoras, ¿antes de aquel día eran así? Después nos empezamos a deslizar por una carretera de soles y sombras, cuyas curvas eran ya parte de mi casa, cada una estaba grabada en mi memoria como el camino hacia el paraíso. Las copas de los pinos se balanceaban, con armonía, en un saludo para mí y yo, a través de la ventanilla, agitaba la mano respondiendo a su bienvenida. ¿No eran aquellos pájaros los que yo conocía? ¿Nos estaban siguiendo de árbol en árbol? Todo era mágico, los kilómetros pasaron sin sentir y, sin darme cuenta, se perfiló ante mis ojos la casa de ventanas abiertas y visillos ondeando con la brisa. Los jóvenes abetos que orilleaban el camino habían crecido mucho, me pareció que estaban ya de mi estatura.
El ruido del motor, al aproximarse, debió alertar a mis padres que salieron de casa y aparecieron ante mis ojos, sonrientes y cálidos, cuando el coche aún no había detenido su marcha. Vi a mi hermana pequeña corretear dando saltos de júbilo hacía nosotros sin esperar a que el coche se detuviera, mi madre la retuvo de una mano. Y antes de que mis pies hubieran tocado el suelo, Taaca y Dunia, nuestras dos perras, se lanzaron sobre mí y me llenaron de caricias y lametones. Umm, aquel olor, y mis padres solícitos y protectores. La casa era más bonita de lo que la recordaba. Lo recorrí todo, como descubriéndolo por primera vez, con un placer incontrolable. "Mamá, ¿hay queso y miel de romero?" "Sí, claro que sí" "¿Y moras?" "No es tiempo de moras, para eso tendrás que esperar hasta final de agosto". Mi madre me seguía complaciente en tanto yo todo lo miraba y lo tocaba insaciable. Mi hermana pequeña se empeñaba en contarme algo que yo, excitada, no podía escuchar. Me deslicé por los pasillos para redescubrir cada rincón de la casa. Todo era tan especial. Me faltaba capacidad física para captar tanta maravilla.
Mi tío pasó gran parte del día con nosotros. Cuando llegó el momento de su partida, salimos a despedirlo. Me cogió de la mano y mirándome ceremonioso me dijo: "Rubia, ¿Vas a dejar que me vaya solo?" "Quédate tú con nosotros" le respondí mientras apretaba con fuerza la mano de mi padre. Todos rieron. El coche se fue alejando suavemente por las curvas de la estrecha alameda, hasta desaparecer de nuestros ojos. Entonces respiré aliviada. No había posibilidad de que alguien me alejara nuevamente de mis padres.