Sara pasó

Sonia Molinero Martín
En la quietud de la noche quedó acurrucada. En un rinconcito de la cama posó su sombra y no quiso saber nada más del mundo. O al menos de momento. Dejó que las horas pasaran y lo hicieran por encima suya, sin descanso reparador, sin apenas un minuto de reposo mental. La una, las dos, las siete y las ocho…

Ya está, levántate, que empieza un nuevo día.

Últimamente no llevaba una buena vida. Se estaba "malcuidando" como decía su abuela. ¡Ay la yaya!, siempre estaba en su pensamiento y también se acurrucaba en un rinconcito de su corazón. A cada paso, a cada piedra encontrada y no saltada, ahí estaba ella. Era su todo, y ya no estaba. Ya era nada. Algo que pinchaba en el pecho, irrespirable porque dolía y de ahí, no quería salir. La muerte la sorprendió durmiendo y dejó a su nieta desolada.

Sara era la típica chica urbanita que no salía de su habitación. Tenía múltiples problemas mentales (o eso le decían) y jugaba con todos ellos a que era una mujer madura, que tomaba sus propias decisiones y que no dependía de nadie. Ahí salía la Sara rebelde y autoritaria con ella misma, diciéndose cosas horribles a la cara siempre mirando por la ventana. Viendo el mundo desde arriba y desde atrás. Siempre con la pastilla en la boca. Siempre con sueño y debilidad.

Su madre le había dicho aquella mañana que no se olvidara de desayunar y de recoger su habitación antes de ir a clase (era lo único que le decía todas las mañanas, pero sabía que era algo aprendido, mecánico, sin trasfondo). Ambas órdenes las había depositado con cuidado en el olvido para nada más ponerse de pie, encajarse sus auriculares y dejarse llevar por el fluir de las notas de aquel piano. Total, a quién le importaba.

Le obsesionaba escuchar música, era tan necesario para ella como el beber Coca-Cola. Imprescindible y vita en su vida diaria.

No pensaba ir a clase, tenía claro su plan y también como llevarlo a cabo con una de sus maravillosas excusas de manual: "Mamá, no he dormido nada, he vuelto a soñar con la abuela y necesito descansar porque la cabeza va a estallarme".

Si a ella le costaba vivir sin su yaya, a su madre diez veces más. Aunque eran como el agua y el aceite y siempre andaban discutiendo, pero la abuela era la persona que se encargaba de todo en casa y era imprescindible. Desde administrar el dinero, hasta la gestión de la compra o el pago de los recibos. Si ella no se hacía cargo de la compra, no había cena. Su madre pasaba totalmente de las responsabilidades, bastante tenía con ella misma. Sin la abuela aquello no era un hogar, nunca podría ser posible una mínima convivencia si ella faltara…

Un día su madre pensó que sería buena idea dejar sola a Sara y se marchó a un hotel con un nuevo amigo, como siempre. No le duraban demasiado. Cosa que a Sara le resultaba bastante natural puesto que era una mujer inaguantable. Cuando ella regresó a casa tras la biblioteca, descubrió una nota en la pantalla de su ordenador diciendo "Mami no viene hoy a dormir", sin más. Entonces, acudió a la nevera y comprobó (como sospechaba porque la abuela había estado con gripe los dos días anteriores) que no había ni un miserable paquete de salchichas.

¿Cómo confiar en aquella mujer? Que cuanto más crecía menos ganas le daban de cuidar a su hija porque "ya tenía edad para buscarse la vida". Con lo que entre ambas la relación cada vez era más tensa, todo se empezó en enrarecer cuando Sara volvió de un viaje con dos de sus mejores amigas, Lili y Tana. Al regresar a casa tras pasar dos semanitas en la playa, se encontró con que su madre no había hecho ni la cama. Recordaba perfectamente que dejó aquella mañana la habitación bastante revuelta por las prisas de hacer la maleta. Estaba todo intacto, tal como lo dejó. Como siempre, había pasado mala noche aquel día y el despertador no pudo arrancarla de un sueño placentero que tuvo de 8 a 10 de la mañana. El caso es que, no solo era la habitación lo que encontró así. Era como si un huracán de fuerza 5 hubiera pasado por cada estancia de la casa. El cuarto de baño estaba hecho un desastre, en una esquina del suelo estaba tirado, a medio enrollar, el papel higiénico con florecitas que tanto le gustaba. Tenía la marca de unos labios rojo pasión por uno de los bordes. El espejo, lleno de salpicaduras, el cepillo de dientes y la pasta, fuera de su vaso. El secador de pelo, aún enchufado, colgaba retorcido en plan suicida del toallero. Pero es que en el pasillo, había prendas de ropa tiradas a ambos lados, y también una maleta a medio cerrar en una esquina. En la cocina, una peste insoportable. Una botella de vino sin acabar a lado del fregadero (que estaba a tope de cacharros sin lavar). Dentro, en el lavavajillas, también había platos, vasos y cubiertos llenos de restos de comida. Lo mismo pasaba con el salón y su habitación. ¿Qué leches había pasado allí? ¿Había celebrado una fiesta? ¿Había salido tras de mi a un viaje imprevisto con alguno de sus novios? No entendía lo que veían sus ojos.

Desde que Sara entró en la adolescencia se había generado entre ellas una rivalidad feroz. Por parte de su madre, la comunicación se había roto. No quería saber nada de lo que su hija tenía que decirle, y eso contribuyó a que dejara de confiar en ella, para qué, si no la escuchaba nunca. Jamás se enteraría de cuándo se acostara con un chico, o con una chica, jamás de cuándo se bebiera una cervecita de más o se fumara su primer cigarro. Estaba claro, la vida les iba separando y llevando a cada una por un lado. Pero ella era la hija, no la madre. Debía de dejar de preocuparse por ese tipo de cosas y mirar hacia delante. Encontrar ella misma las respuestas y no dejarse llevar por sensiblerías. Si su madre quería hacer el gilipollas con su vida, que lo hiciera. Si quería tirar por la borda su relación, que lo hiciera. Si quería dejarla al margen, así sería. Si tenía que tener a su abuela como confidente, en lugar de su madre, que así fuera. Si era en ella en quien tenía que apoyar su cabeza para llorar, así sería. No iba a lamentarse nunca más, la vida con la yaya como compañera era más sencilla y enriquecedora. Y por qué no decirlo, más de madre/hija. El amor familiar no entiende de generaciones, eso da igual y le empezó a parecer irrelevante el no tener una madre normal.

Poco a poco desarrollaron un vínculo increíble, con 14 años Sara ya le contaba todo a su abuela. Desde amores hasta decepciones con su madre. El apoyo que encontró en ella fue incomparable. Con lo que ahora, con ella muerta…
Aquella mañana en su habitación, con su música en la cabeza, después de otra noche de insomnio, pensó en algo distinto. Algo que jamás había valorado, en lo que ni por asomo creía poder llegar a pensar. El suicidio.

Vivía en una planta doce, tenía una bonita barandilla blanca bastante estable sobre la que poder subirse. ¿Quería de verdad hacerlo o solo quería ponerse a prueba? No estaba segura. Pero de repente, se encontró pensando en ello, sopesando la caída. Pensó que desde tan alto era imposible que fallara y se quedara tonta o en silla de ruedas, eso era poco probable. Creyó que era una muerte más que segura.

Sin la yaya a su lado se sentía vacía y con esa idea se quedó acurrucada en la cama con su piano de fondo y su tristeza absoluta. Su madre tardaría aún unas horas, o quién sabe, con la nevera recién llena por la nueva asistenta, que dicho sea de paso era casi de su misma edad y también se aislaba tras sus auriculares, quizás no regresara aquella noche. Quizás ni se percatara de que su hija había desparramado sus sesos en plena calle.

Pero algo sucedió aquel día y dio un vuelco a su vida para siempre. Sin saber por qué, se levantó y se acercó nuevamente a la ventana. Fue como una llamada. En medio de la acera, alguien parado despertó su interés. Estaba mirando fijamente hacia esa misma ventana. Estaba claro, la miraba a ella. Sabía que era una señal, pero no lograba interpretarla. Aún.

Un impulso incontrolable la hizo sonreír. Y estaba segura de que la otra persona hizo lo mismo, aunque con esa altura a cualquiera le podría parecer imposible, a ella no. Llevaba observando la ciudad desde ahí arriba muchos años. Así que estaba segura de que le devolvió la sonrisa. De nuevo, por impulso, levantó la mano derecha con la palma mirando hacía la calle en señal de saludo. Con temor, esperó la misma respuesta durante varios segundos que le parecieron días. Pero llegó, una mano enguantada y grande se levantó para saludarla también y despertó en ella un ejército de mariposas aleteando hacia la garganta.
Y entonces pasó. Quiso vivir de nuevo.

En su cabeza se agolparon millones de pensamientos suaves, pero torrenciales, de que quizás ahora sería diferente. La hicieron sentir más ligera, más persona, más merecedora. Se vistió con inquietud y apresuradamente se quitó los auriculares lanzándolos tras la mesilla sin querer. Aquello la hizo sonreís de nuevo. No cogió ni el móvil ni las gafas de sol, dos imprescindibles en sus salidas. Ya daba igual, todo se arreglaría. Por fin estaba aquí, había vuelto. Cualquier cosa que desde entonces la preocupara, sabía que iba a desvanecerse ante ella con la fragilidad de una vela soplada para siempre. Porque el amor verdadero y puro, no entiende de obstáculos.
Texto libre Trabalibros

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