Laura entró en el comedor; era muy alta, pelirroja; caminaba consciente de su cuerpo y de un modo grácil, que a Juan le constaba -y le admiraba- no era aprendido, sino natural; apoyó en la mesa las manos, de uñas sin pintar a petición de Juan, y sacudió la cabeza hacia atrás, para despejar el rostro de la melena suelta, cuyo poder conocía, habiendo hecho amplio uso de él, al menos antes de enredarse con Juan.
-¿Estás escribiendo?- dijo.
-No se te escapa nada-contestó él, cerrando la estilográfica con todo cuidado y depositándola sobre la mesa. Abrió un paquete de cigarrillos nuevo y le ofreció uno a ella, que lo rechazó.
Él encendió el suyo, aspiró, pero no tragó el humo: fumar provoca cáncer.
-¿Qué escribes?- Laura se irguió y puso sus pequeñas manos sobre las caderas. Aquellas manos eran lo que más gustaba a Juan del cuerpo de ella, si es que había algo que le gustara más. Pequeñas, blancas, increíblemente frágiles. Se preguntó -y no por primera vez- por qué las suyas eran tan diferentes.
-Un relato...
-¿Un relato?
-Un cuento.
-Ah. ¿Por qué siempre buscas palabras raras? Un escritor no tiene por qué hablar raro. Nunca has entendido éso, ¿eh?
Juan vio, con alarma, aproximarse una de aquellas tan conocidas discusiones, con principio inexistente y que podían acabar con Laura durmiendo en el salón durante una semana.
-Aunque puede escribir raro. ¿Quieres una copa?
-Bueno.
-¿Whisky?
-Coñac.
Ella lenó dos copas talladas, de una botella tallada también; él observó con preocupación la generosa dosis que ella se servía. ¿Volverían a las andadas?
Llovía desde hacía rato, y Laura no había dejado de dar vueltas por la casa en toda la tarde, ordenando CD, abriendo y cerrando enseguida libros; contra su costumbre de dormir largas siestas, apenas había estado una hora en la cama, cosa que Juan no agradecía, pues si bien no había conocido mujer comparable a Laura como amante, ni dentro de la familia ni fuera, quería escribir de una puñetera vez una novela, y para sus cuentas -tal vez demasiado ajustadas- se le estaba haciendo tarde; tenía treinta y siete años, y era de estos hombres que creen que a los cuarenta se acaba todo.
Sonó el teléfono; un zumbido sordo, de ésos que se supone destinados a evitar el desgaste nevioso.
-Yo voy- dijo Juan a Laura, que se había sentado en un sillón y se mordía la uña del dedo medio de la mano izquierda, mirando un pequeño grabado en la pared.
-Sí- dijo Juan al teléfono; voz firme, terminante; al contrario que el caminar de Laura, no natural, sino ensayada para desanimar a los bromistas, idiotas, hijos de puta y practicantes de llamadas obscenas; entonces empezó a sentarse, muy lentamente, en el sillón frontero a la ventana, sobre la que golpeaba la lluvia empujada por el viento. Dijo: "sí, sí...de acuerdo", y colgó.
Estaba amarillo.
-Era Pérez.
-¿Pérez?
-No te hagas la imbécil, por favor. El policía.
-Y ¿qué quería?
-Dice que si podemos ir a hablar con él, o venir él a casa.
-Que venga él- con un sonido característico, ella se rascó un muslo cubierto por la media negra, un poco por encima de la rodilla. En otras circunstancias, a Juan aquel sonido le encantaba. Y en otras, aun le llevaba directamente a la cama, siempre y cuando Laura no estuviera en uno de aquellos momentos imposibles.
-Éso no tiene la menor importancia, como comprenderás.
-¿Qué pasa?
-Han desenterrado el cadáver.
-¿Qué? ¿Por qué, por el amor de Dios?- Laura se puso en pie; había olvidado su decisión de impedir a Juan escribir, o hacer cualquier otra cosa que le gustara o le apeteciera.
-No sé qué de las pruebas que le tomaron... Dicen que las sustancias, o el estado de las sustancias, no corresponden a un cadáver, a un cuerpo muerto.
-¿Quién dice esa gilipollez?
-No importa quién lo dice, lo que importa es que Pérez se lo crea o no, y se lo cree- Juan apuró la copa de coñac y se sirvió otra.
Hubo un largo silencio; Laura estaba perfectamente inmóvil; Juan fumaba. Fumaba, tragando el humo con avidez.
-Fue todo perfecto -dijo él, al fin-...: el accidente, el enterramiento, la coartada. Las dos. Los dos en el quinto coño. Teóricamente.
-Bueno, parece que no todo, ¿no?- dijo Laura. Luego cerró los ojos, metió la cabeza entre las piernas y empezó a sollozar. Juan se levantó y le acarició la cabeza.
-Seguro que estaba muerta, Laura; seguro. Esa gente de los laboratorios siempre está metiendo la pata. Y ella se merecía la muerte.
-La muerte, sí; no sé; puede; pero éso...
Juan encendió la televisión, luego la apagó. Una madre reprochaba a su hija, que llevaba tres pendientes en la nariz, que no arreglara su cuarto.
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Pasaron varias horas; anocheció y dejó de llover. Juan se había acostado, llevándose otra copa al dormitorio y sin dejar de fumar, ojeando un libro sobre Art Nouveau; por la ventana entraba un olor a tierra mojada. En un piso cercano sonaba Mozart, en otro ladraba un perro, sin parar. Laura estuvo dos horas -no, un poco más- en la ducha, y luego entró desnuda y sin secarse en el dormitorio.
-¿Qué haces?-dijo Juan.
-Nadie se merece éso- dijo Laura-. Nadie.
-No van a imputarnos nada. Nos llaman en calidad de deudos, hermana. Lo hicimos todo muy bien. Tranquilízate, por favor.
-Muy bien, ¿eh? Y no van a "imputarnos" nada.
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Por la mañana llegó Pérez; estaba enfurruñado, debido a que no tenía costumbre de citar a alguien y ser él quien tuviera que ir a casa de ese alguien.
Pero ya no importaba demasiado; hacía mucho que Laura se había desangrado, después de romperse el cráneo debido a su caída del segundo piso. Ahora había otro trabajo, pensó Pérez, y la dudosa muerte podía esperar. De todos modos, los del laboratorio eran unos asnos, cómodamente sentados con sus papelines, sus frascos y sus probetas, mientras él pateaba las calles y se las había con gente como aquélla y pasaba sin dormir. Y no sabía si le doblaban o le triplicaban el sueldo, ni quería saberlo.
Juan, compungido (realmente compungido), ayudó a Pérez en cuanto pudo, acordaron una cita en el despacho de Pérez, para hablar con la debida calma; habló del agazapado alcoholismo de Laura, siempre presto a saltar, de su comportamiento extraño, de su melancolía desde la muerte de Marta, mientras una parte de su cabeza pensaba: qué buen relato podría salir de ésto. Declaró (lo que era verdad) que no había oído el golpe de Laura contra el suelo. Su hermana había ido a acostarse temprano; era lo único que sabía, salvo que la tarde anterior había estado algo más deprimida. Usted sabe que ella quería mucho a mi mujer. Pérez acabó por marcharse, todo cortesía, aunque aún enfurruñado.
Mientras desayunaba, Juan estuvo pensando.
Marta no había muerto estrangulada por un desconocido, sino ahogada en tierra sucia; éso, ahora, era apenas dudoso, y no había sido intención de nadie. Algo de verdad desagradable, de esas cosas que pasan.
Pero era un pormenor. Un pormenor del relato.
Tal vez de la novela que iba a escribir por fin.
Ahora que estaba solo.