A veces me da por pensar, justo antes de dormir, que en determinados rincones de la ciudad y más allá hay personas que están haciendo su vida. En sus casas, algunos se arreglan frente al espejo para salir a la discoteca. ¿Camisa azul o blanca? ¿Zapatos negros o marrones? Otros ya duermen en camas anchas, estrechas, con edredones de plumón o suaves mantas de franela. Algunos ven una película arropados junto a su pareja: drama o comedia, acción o romántica. Más allá, en tierras bañadas por otros océanos, hay personas apagando el despertador, digital o analógico, y yendo a sus trabajos en edificios grandes de los que rasgan el azul del cielo. También los hay que están comiendo justo en ese instante un buen filete de ternera, un plato de sopa humeante o, por qué no, unos insectos deshidratados. Algunos se están duchando, mientras otros se bañan con sales de Turquía y, los más afortunados, hacen el amor; ya sea en mullidas camas de dos por dos o en el asiento trasero de un coche amarillo de más de quince años con el calefactor casi roto. Pero a quién quiero engañar, después de imaginar todo eso me detengo un momento a pensar lo que más me intriga: qué hará Mónica Williams mientras yo duerma, por qué desvíos le habrá llevado su vida.
He inventado una palabra para describir lo que veo más allá de mi oscuro cuarto esas noches: lo llamo metarrealidad. Quizás ya existía la palabra, no lo sé. Últimamente me gusta añadir el prefijo meta- a todas las palabras posibles. Casi cualquier palabra es mejor con ese prefijo. Por ejemplo: la física se convierte en metafísica, la simple cognición se transforma en la gran metacognición, la morfosis en toda una metamorfosis y la literatura en metaliteratura. Siempre se puede ir un poco más allá añadiendo el prefijo meta- a cualquier palabra.
Me ha costado mucho llegar a tal nivel de sabiduría. De hecho, puedo afirmar con la seguridad que da la experiencia que el sentido de toda vida humana es descubrir la metarrealidad.
Empecé a darme cuenta hace tan solo unos años, el día que conocí a Mónica Williams.
Era uno de esos días de primavera en los que ya casi se huele el cloro de las piscinas. Como pocas veces en la vida, sabía lo que buscaba y, cosa extraña, sabía dónde encontrarlo: en la sección de clásicos de aquella librería del centro de Madrid.
Subí a la segunda planta y fue entonces cuando me topé con una chica pecosa, de piel blanca y pelo naranja. Vestía falda azul y blusa blanca; vaporosa. Estaba mirando una de las estanterías rebosantes de libros.
Mi cerebro empezó a traer ideas: ¿debo? ¿molestaré? ¿cómo? ¿Garcilaso o Cervantes?
Me hice el tonto, sí, el tonto, lo reconozco. Puse la mayor cara de despiste que pude y dije: «Perdona, ¿sabes dónde están los clásicos?»
Ella sonrió, nunca había visto unos dientes tan blancos, aunque los inferiores estaban levemente torcidos. Dudó por un instante: «Hmm. Creo que es al fondo a la izquierda», dijo con cierto acento inglés. Yo sonreí: «Gracias». «De nada».
Y ya me iba hacia los clásicos cuando en el último momento me di la vuelta y volví a preguntarle: «¿Garcilaso o Cervantes?». Ella dijo Cervantes y yo repliqué Garcilaso solo por discutir. Entablamos una conversación que nos llevó siglos atrás y, finalmente, intercambiamos nombres y números de teléfono. Sí, aquella tarde, Mónica Williams y Jesús Ibáñez cruzaron sus caminos. Salieron de sus limitadas realidades particulares y conocieron la extensa metarrealidad. Ahora creo que la mejor forma de acercamiento es hablar de algo que no tenga nada que ver con lo que realmente quieres saber de una persona.
Salí de allí con la edición de Don Quijote de la Mancha más voluminosa jamás editada. Entonces por primera vez pensé de verdad en otra persona. Quise saber qué sería lo primero que había pensado aquella mañana y la noche anterior antes de dormir. Cómo habría elegido Mónica Williams aquella blusa blanca entre tantas combinaciones posibles con su falda azul. En qué línea de Metro se había subido para llegar hasta la librería y también cuántas historias, reales y fantásticas, soñadas y vividas, albergaría aquel edificio lleno de palabras, en el aire y en el papel.
Todo ocurrió por casualidad o quién sabe si sería el destino, eso las personas normales no podemos saberlo. La cuestión es que igual que vino se fue. Al llegar a mi casa, en las afueras de la ciudad, envié un mensaje que no obtuvo respuesta.
Pasé unos días sin saber nada, en una espera cada vez más descorazonada; una metaespera insoportable. Casi me había rendido ante la evidencia cuando una semana después llegó aquella fiesta universitaria en el piso del amigo de un amigo a la que acudí casi por compromiso. Era uno de esos pisos de estudiantes, con olor a testosterona, dos sofás, algunas sillas y alcohol por todas partes.
La reconocí al instante, también debía estudiar psicología para perder el viernes en aquella fiesta de fin de exámenes. ¿Por qué iba a estar allí, si no? Eso pensé al verla entre todos aquellos estudiantes borrachos de último curso, pero resultó que no, que era amiga de no recuerdo quién, y estudiaba literatura. Estaba en España porque le encantaba nuestra lengua. Su padre era un adinerado londinense y su madre una madrileña castiza. Aquel año acababa su carrera universitaria aquí, pero se había criado en Inglaterra.
Se alegró de verme. Todo el fenómeno del mensaje perdido tenía una explicación: de camino a casa le habían robado el móvil. Tres tipos de más de metro ochenta; no había podido hacer nada. Yo tampoco habría podido. Entonces pensé en la probabilidad del suceso, combinado con volver a vernos una semana después en aquella fiesta. Aquello solo era posible superando el concepto de realidad individual y limitada que manejaba. Hablé con Mónica Williams de ello y coincidía al cien por cien conmigo.
—Yo lo he llamado metarrealidad —dije, y ella se río mucho, enseñando su blanca dentadura, no sé si de mí realmente.
—Casualidad: son casualidades —dijo aún casi sin aliento—. Hay siete mil millones de vidas en el planeta. Estas cosas ocurren todos los días.
Aquella noche intenté pensar por primera vez en esas siete mil millones de historias yendo y viniendo de un lado a otro. Efectivamente, era inevitable que ocurriera. «Pocas cosas nos pasan, para los que somos», pensé incluso.
Al principio usaba mi nueva habilidad de forma burda y solo veía gente borrosa viviendo en otros lugares ajenos, pero luego empecé a fijarme en la forma de sus narices y sus labios, en sus ropas. Imaginaba sus casas por dentro: lujosas o austeras, con sofás de anticuario o muebles de Ikea. Pensaba también en las relaciones que se creaban entre ellos, en sus maridos y mujeres, en sus madres y padres, en sus abuelos y, por supuesto, en sus hijos. También en sus trabajos y, con el tiempo, en sus sueños. Me di cuenta, que, de todos los rasgos de una persona, este era el que mejor las definía. ¿Y cuál era mi sueño? Mónica Williams, por supuesto. Construir toda una historia con ella, tener una casa con niños que tuvieran abuelos y fueran a un buen colegio marianista.
Durante el tiempo que duró la primavera y todo el verano posterior salimos juntos. Fue una decisión que tomamos sin darnos cuenta, casi sin querer. Ninguno dijo nada, pero los dos lo sabíamos: no podíamos estar el uno sin el otro. Nuestro gran enemigo era el tiempo y el padre de Mónica Williams, que llamaba todos los días para intentar adelantar su regreso. Nosotros, para olvidar, íbamos al Retiro y paseábamos de la mano por la Gran Vía mientras el resto de personas huían de la ciudad a zonas costeras. Nos besábamos en los callejones al atardecer y en los cafés por las mañanas. Por las noches solíamos dormir en un piso que pagaban sus padres y que compartía con otra compañera que nunca se encontraba allí. Conversábamos. Me sorprendían mucho sus extravagantes ideas sobre las personas: decía que todos éramos polvo y que se podía comprobar abriendo una tumba con la suficiente antigüedad. Le gustaba el helado de vainilla, pero no rechazaba la stracciatella o la leche merengada. Amaba la música, el cine y el arte en general, pero, sobre todo, la literatura. Escribía mucho, escribía a todas horas. Si me retrasaba cinco minutos de la hora acordada la encontraba ya sentada en algún banco con la libreta y, si llegaba pronto, la traía en la mano con la tinta aún fresca.
No todo lo que escribía era bueno, eso es imposible, además yo leía la traducción que ella misma hacía sus relatos, pero recuerdo algunos llenos de sentimiento. Entonces escribía uno que se titulaba «Volverán las tardes de verano»; ese era mi preferido.
Era irascible, sobre todo al hablar de política y de su familia. Se ponía tensa y decía: «Vamos a hablar de otra cosa». Creo que hablar de ello le recordaba que lo nuestro tenía fecha de caducidad.
Tenía mucha ropa diferente que combinaba siempre a la perfección y usaba mucho la palabra catarsis. Solía decir: «Este libro es pura catarsis» o «tal película es catártica» y yo corregía: «meta-catarsis», o bien «metacatártica», para hacerla sonreír.
Inexorablemente, nuestro tiempo tocaba a su fin. Llegó el final del verano. Ideamos un plan para fugarnos: atravesaríamos Francia y Bélgica y nos alojaríamos en una comuna hippie de Ámsterdam. Pero el metaimbécil de su padre se plantó un día en el aeropuerto y no hubo manera de llevarlo a cabo. Entendí el nombre de su relato y su insistencia en aquella palabra. «Tú has sido mi metacatarsis» me dijo al despedirse, sonriendo amargamente, mientras las lágrimas resbalaban por su piel casi transparente.
Con el tiempo perdimos el contacto, quizás volvieran a robarle el móvil, quién sabe.
Aún ahora, años después, sigo pensando en la metarrealidad para bajar a la tierra y no encerrarme en mí mismo. Pero en el fondo, lo hago por no perder la esperanza en la casualidad de miles de millones de vidas que se cruzan. A veces, incluso, vuelvo a la segunda planta de la librería y aún puedo verla allí, con su blusa blanca y su falda azul.
Pensándolo bien, no sé a quién quiero engañar, toda mi metarrealidad acaba y empieza en Mónica Williams.