Madre

Mari Carmen Fernández Navarro
La habitación, invadida por la penumbra de la tarde, no es muy grande. Dos mujeres se mueven de acá para allá, con rostros sombríos y pasos ágiles y silenciosos, disponiéndolo todo, otras, mudas y entristecidas, contemplan la escena. Sobre la cama de matrimonio, yace el cuerpo aún cálido de Dolores. Es muy joven para morir. Sólo tiene 29 años. 29 años y seis hijos. Las mujeres buscan, en el cajón de la cómoda, alguna ropa que ponerle, todo está limpio y perfectamente doblado. Huele a ropa planchada.
-¡Qué apañada era! -comenta alguien -Mira cómo lo tiene todo.
De la habitación contigua llega la voz infantil y temblorosa de una de las hijas más pequeñas.
-¡Mama!.
El padre se apresura a responder.
-Ya voy.
-No, tú no, ¡igo mama!.
Las mujeres, estremecidas, enjugan sus ojos.
-¡Pobre niña!, ¡pobres angelitos! Con lo que necesitan a su madre.
La abuela de los niños levanta las manos implorantes al cielo y, entre lágrimas, clama:
-Señor, ¿Por qué no me has llevado a mí? Ella hace mucha falta.
Alguien exclama de pronto haciendo callar todos los susurros:
–¡Mira, se le mueve el vientre! Dios mío de mi vida, es la criatura que lleva dentro, luchando por sobrevivir, se está asfixiando. ¿No se le podría sacar?
-¿Cómo y quién podría hacerlo? Dejadlo que se vaya con su madre, ese es el mejor destino que puede tener.
Nadie quiere mirar el vientre de la mujer yacente que se estremece en movimientos más continuados y violentos por instantes. El trance se hace interminable. Después, poco a poco, van disminuyendo hasta quedar madre e hijo en total reposo, en plena paz. Todos respiran aliviados y en silencio, la habitación se ha sumergido en una emotiva quietud, en un mutismo salpicado de sollozos.
La abuela, atravesada por el dolor, no deja su actividad. Está desfallecida, pero sabe que tiene que empezar ya a ocuparse de todo. Ceremoniosamente va retirando todos los remedios que rodean el lecho de su hija y que no han podido ganar la batalla a la enfermedad. Ya no hace falta nada. Los algodones, el tarro de cristal con las sanguijuelas... Nada se ha podido hacer. A principios del siglo veinte, la pulmonía es una enfermedad mortal.
-No me extraña que haya cogido esa terrible pulmonía –comenta una de las mujeres
-todos los días en los lavaderos, lavando ropa de unos y otros. Tenía que sacar adelante a los hijos. Y hay que ver cómo los llevaba siempre, impecables. Sacaba tiempo para arreglar su casa y lavar la ropa a los demás. Y con un embarazo de ocho meses.
Una de las mujeres aprovecha que el marido ha salido de la habitación para preguntar:
-¿Es que él no trabaja?
-Trabaja a veces y otras no, pero se lo gasta no se sabe cómo. No le da mala vida, eso no, pero no se ocupa de qué necesitan sus hijos. Creo que incluso había heredado algunas tierras de sus padres, pero ha ido despilfarrándolo todo.
Dolores, tendida sobre la cama, está impecable, como a ella le hubiera gustado. La han cubierto con la sábana de su noche de bodas, bordada por ella misma y conservada como una reliquia. El pelo largo, recogido en la nuca, se escapa en algún mechón sobre su hombro derecho, entre la blonda. Las manos, envueltas en encajes, se insinúan cruzadas sobre el pecho.
-Hace unos días la vi llegar –comenta una vecina -Venía del lavadero. El mayorcito de los hijos la acompañaba ayudándole a transportar los cubos llenos de ropa mojada. Traía muy mala cara. Los demás niños, que jugaban en la calle, corrieron a su encuentro. Ella no podía atender los requerimientos de todos que hablaban a la vez. Antonia, la de enfrente, la abordó antes de que alcanzara el portal:
-Quiero darte quejas sobre tus hijos.
Dolores venía desfallecida y le contestó sin mirarla apenas, no podía tirar de su cuerpo.
-Perdona, ahora no puedo escucharte, vengo mala, mañana me lo cuentas y, si han hecho algo malo, los castigaré, pero ahora no puedo, de verdad, lo siento.
Llegó a su casa y, después de atender a sus hijos, se metió en la cama tiritando. Ya no se pudo levantar.
-El médico ha venido varias veces, mandó a la farmacia a por algún remedio, le puso sanguijuelas en la espalda para que le extrajeran el mal, pero nada fue suficiente, la enfermedad había avanzado mucho. Cómo no, ha estado trabajando bastantes días a pesar de sentirse mal y, aunque era joven, la resistencia de su cuerpo tenía un límite. Mucho trabajo y ningún cuidado le han segado la vida. Pobre mujer. Y estas criaturas, por bien que las atiendan, echarán de menos a su madre durante toda su vida.
Los hijos de Dolores juegan en la calle. Sienten que estos días todo es diferente pero no alcanzan a comprender por qué. Tanta gente entrando a su casa. Ellos repartidos para comer y dormir en casa de vecinas o parientes. Nadie se ocupa de si el lazo del vestido está bien hecho, como siempre hace la madre. Asombrados escuchan a alguien que murmura mientras acaricia sus cabecitas -¡Pobres niños!- Se miran entre ellos y no descubren que les pase nada. ¿Por qué entonces lo dicen? Una niña viene corriendo a lo largo de la calle y se acerca azarosa a los que juegan.
-¡Se están llevando a vuestra madre!
Los niños paran en seco sus juegos y, tras unos momentos de perplejidad y silencio, una de las hermanas responde resuelta.
-Sí, pero no importa, después la traerán más guapa.
-¿Sí?
-Claro –La niña está segura de lo que dice a pesar de no recordar si antes lo ha dicho alguien o por qué lo sabe.
Siguen jugando. Aprovechan que no hay vigilancia ni rigidez de horarios. Continúan en la calle a una hora que deberían estar en casa y, a pesar de tanta libertad o precisamente por ella, sus tiernos corazones laten con una especie de inquietud que ninguno de ellos manifiesta. Se están perdiendo las luces del día cuando un familiar aparece para recogerlos. Los niños, sudorosos de correr, se temen algún reproche por no haber vuelto a casa. Nadie les dice nada.
En sus camas, la abuela los va arropando. Una de las niñas se atreve a preguntar:
-¿Dónde está mama?
-Ahora silencio, a dormir y callar –Es toda la respuesta que recibe. El paso de los días se iría encargando de hacer comprender a los niños lo que acaba de ocurrir.

Muchos años después, yo nací de una de estas niñas. Mi madre, ahora anciana, sigue añorando a la suya que perdió cuando empezaba a vivir. Un 28 de diciembre. Alguien dijo entonces: "Qué tremenda inocentada nos has dado, Señor". Ella puede describir, con todo detalle, multitud de aspectos de su madre, a pesar de que la perdió cuando sólo tenía 6 años. Cómo se peinaba, el cuidado que ponía en llevar a sus seis hijos impecables, los vestiditos con lazos el domingo para visitar a la familia... Después de su muerte, todos los hermanos repartidos. Los dos varones con la abuela, las niñas con diferentes parientes. Más tarde, el internado para ellas. Ésta es una etapa que también recuerda mi madre con cariño: "Allí aprendí muchas cosas". No hay ninguna etapa de su vida que recuerde con resentimiento. "Nadie me trató nunca mal, pero siempre me ha faltado mi madre". Y cada 28 de diciembre, aunque tiene ya 90 años, sigue derramando algunas lágrimas y sintiéndose huérfana.
Texto libre Trabalibros

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