Cuarto de defunciones

Rafael Rodríguez Guerra
"El ambiente de otoño, con su olor a tibia humedad de hojas muertas y sol extenuado, mortecino y anémico, agudiza, envolviéndola en poesía, la sensación de soledad, de acabamiento definitivo que flota sobre aquel lugar en el que el hombre husmea la muerte."
Guy de Maupassant

El hombre contempló los desnudos cadáveres, perfectamente apilados sobre el frío acero níquel. No sintió ninguna piedad. Su mirada de hielo ansiaba la poesía de masturbarse bajo el vuelo de una gran ave blanca en cuyo pico oscilara un apetitoso roedor. De modo que pasó al cuarto de defunciones. El recluso ni siquiera se inmutó con el ruido siniestro de la llave en el candado. En absoluta desnudez, intentaba engullir la nauseabunda rata del sueño. El verdugo se obstinó en ser cruel. Con la frialdad propia de los hombres de su especie buscó en el estante un látigo de caucho. Examinó la hermosa espalda de quien ya no era sino una criatura bien domesticada. La boca del verdugo soltó un hilo de baba. El prisionero desollaba con los dientes al asqueroso animal. Estalló el primer fustazo. Como por instinto, la infeliz criatura ̶ varón de treinta y ocho años ̶ se colocó en cuatro patas y ofreció su carne. El verdugo no expresó sentimiento alguno. En realidad, para él no tenía la menor importancia la espontánea entrega del perro. De cualquier modo, la víctima empezó a mover su cola pero el verdugo se sintió hastiado. Salió del cuarto de defunciones aun cuando no se le borró de la memoria la línea sanguinolenta del fustazo, la espalda, el gesto sumiso de su perro.
Miró una vez más los cadáveres con las marcas llenando sus desnudeces. Se acarició bajo la camisa sus propias cicatrices y, lleno de una brutal satisfacción, pensó: ellos no lo soportaron, yo sí.
Texto libre Trabalibros

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