Nikolaos Kirgyakos llegaría puntual como todos los días a su cita con su jefe. Su jornada de trabajo había comenzado aproximadamente una hora antes, justo en el momento en que recogía la prensa del día para que el financiero Kurt Strauss pudiera repasar las noticias del día antes de iniciar la jornada de trabajo. A continuación, Niko –así le llamaban sus amigos– se ponía al volante del Mercedes 900 de la empresa en la que trabajaba para enfilar el trayecto de ida y vuelta que enlaza Ginebra con Lausanne. El trayecto significa recorrer alrededor de sesenta y tres kilómetros que transcurren por una carretera que serpentea prácticamente en paralelo con el hermoso lago Leman y la cercana frontera con Francia. Era una ruta que Niko conocía bien, pues la había recorrido prácticamente a diario durante los últimos quince años desde aquel día lejano en el que se sintió un privilegiado al haber sido contratado por la empresa para la que prestaba sus servicios.
La ciudad de Lausanne, capital del cantón de Vaud, aparte de ser conocida en todo el mundo por albergar la sede del Comité Olímpico Internacional, destaca por contar con una importante cantidad de elegantes villas en donde residen multimillonarios de las más variadas procedencias y donde no faltan las pomposas mansiones de algunos de los más significativos empresarios suizos. Su cercanía con el vecino cantón de Ginebra la convierten en un lugar ideal para fijar la residencia, lejos del mundanal ruido que ofrecen las grandes ciudades. A lo largo de sus calles estrechas y empinadas se suceden impresionantes edificios con un denominador común: no es fácil apreciar el lujo que albergan en su interior a pesar de que es algo que se intuye en cuanto uno se acerca a cualquiera de ellos. Allí, en un palacete situado muy cerca de la sede del Tribunal Federal Supremo del país helvético, residía Kurt Strauss, en pleno centro.
Niko, a pesar de una ascendencia helena a la que jamás renunció, se consideraba en cierto modo un ciudadano suizo más, pese a que sabía que jamás llegaría a disfrutar a pleno derecho de la preciada nacionalidad helvética. Su forma de pensar y de comportarse estaban a años luz de la de aquel emigrante que como tantos otros habían tenido que salir de su país en busca de un futuro tan difícil como prometedor. Sin embargo, no era ésta una circunstancia suficiente para adquirir una nacionalidad reservada a muy pocos privilegiados. Él obviamente sabía que era solo suizo de adopción, pero ello nunca había supuesto un obstáculo que le hubiera impedido adaptarse perfectamente a una forma de vida que aceptaba de buen grado. En su interior seguía anidando un sentimiento que no le permitía renunciar en absoluto a retornar algún día a su lugar de origen.
Su aspecto físico, cabello negro azabache, ojos castaños y piel todavía curtida por el sol del Peloponeso, delataban claramente su ascendencia, a pesar de los años transcurridos desde el día que tomó la decisión de emigrar. Pese a ello, no acababa de entender cómo todavía algún suizo le preguntaba de vez en cuando si era turco o magrebí. No es que la pregunta le molestara –o tal vez sí–, pero de lo que no cabía la menor duda es que se esforzaba en disimular que se encontraba incómodo. Tal vez porque su forma de comportarse, en definitiva, distaba mucho de la de aquel jovencito recién llegado hacía años en busca de fortuna.
Aquella fría mañana de un martes, 15 de febrero, en apariencia la jornada no tenía nada de especial para aquel griego, chofer fiel y cumplidor como el que más. Lo que él desconocía –no podía imaginárselo– es que la sociedad que le pagaba un salario generoso, o mejor, los socios de la misma, tendrían más tarde una reunión en la que se iba a debatir algo tan importante como el propio futuro de la compañía. Estaba acostumbrado a no hacer jamás preguntas a su jefe, a quien solía llamar presidente. Estaba habituado a oír, pero nunca a escuchar cualquier conversación o comentario que pudiera deslizarse en el interior del elegante sedan que conducía. Salvo, claro está, que se tratara de órdenes concretas, relativas al desempeño sus funciones. Sabía perfectamente que, aparte de sus habilidades como conductor, la discreción era un elemento imprescindible en su empresa, algo que se practicaba a todos los niveles, sin excepción alguna. Y si al fin y al cabo no podría hacer uso de lo que oía durante su quehacer diario, ¿para qué iba a prestar atención a unos posibles comentarios, que por otra parte tampoco le interesaban demasiado?
Los patos, residentes habituales de las orillas del lago que baña Ginebra, habituados a las inclemencias del tiempo, parecían estar de fiesta aquel día ante la indiferencia de los viandantes, muchos de ellos ejecutivos que se dirigían a sus puestos de trabajo en el centro financiero que, dicho sea de paso, se encuentra esparcido a lo ancho y largo de la capital del cantón.
Sobre todo en invierno, los días fríos y lluviosos son una constante que se da en el clima de las regiones transalpinas. Los verdes cantones suizos no son la excepción. Aquel día, como tantos otros, para regocijo de los patos y desconsuelo de peatones, la fría mañana ginebrina había amanecido con una llovizna que parecía no iba a cesar en todo el día, a juzgar por lo encapotado del cielo y la ausencia de vientos fuertes. Lo que caía del cielo era algo parecido a lo que muchos denominan calabobos, una lluvia muy fina, pero que sin embargo empapa. El ambiente en la ciudad dejaba apreciar toda una gama de grises que desdibujaban el colorido de las mañanas soleadas, tan poco habituales durante los crudos inviernos que padecen los suizos.