Yo, ahí

Javier Iglesias
La siguiente historia ha sido contada durante varios años, en varios lugares y desde distintas perspectivas. Sin embrago, nunca se ha hecho en una extensión más allá de las dos caras de folio, puesto que el protagonista, que fue quien primero la pensó, no le dio en su cabeza más de aquel espacio.
Resulta pues, que inmerso en el tedio de una larga tarde de agosto, privado de toda compañía por viajes y otros quehaceres ajenos, tomó Enrique Villanueva un bolígrafo de gel que yacía sobre su mesa desde principios de junio, no con más ánimo que el de morderlo.
Fue al ver un par de cuartillas sobre uno de los tomos de su atlas de anatomía cuando pasó por detrás y entre los ojos de Enrique la idea de usar el bolígrafo sobre estos papeles.
El movimiento de muñeca de Enrique, poco entrenado en las últimas semanas, dejó caer en la primera cuartilla dos manchas de tinta y al menos veinte o treinta símbolos, dibujos, o pequeñas caricaturas, que inmediatamente pasaron a tocarse todas entre sí y a ser botadas a la papelera.
Una vez hubo pasado por aquel breve tiempo de purificación, llegó a él un malestar que en ese momento le fue inefable, y que no pudo sino guardar escrito en la segunda cuartilla que había encontrado.
La breve historia que había acudido a su mente no era otra que la historia de aquel que en período de aparente monotonía decidía mirarse al espejo y no se encontraba a sí mismo, sino que veía a alguien desconocido siendo él mismo, y entonces asumía que él no era él, sino el del espejo, y llegado a ese punto, quedaba guardado para siempre en el reflejo, que desde dentro veía como él, no él mismo, perdía la noción de ser uno solo, y con tal deseo se maltrataba hasta que solo quedaba el de la luna, que gozaba entonces de la capacidad de ser visto por el resto de las gentes, emulando de estas el reflejo que normalmente proyectarían sobre el cristal.
Decidió tras llenar la primera cara de la cuartilla leer aquello que había escrito, sin saber que era este su espejo, y que, por hablar de éste mismo, no se estaba viendo reflejado una sino infinitas veces; tantas que se sintió infinitamente dichoso de poder contemplar de una vez todas las caras del mismo poliedro que se le presentaba por haber escrito.
Al acabar lo que él consideró un intento poco afortunado de relato breve, decidió añadir por puro aburrimiento un remate final que, naturalmente, incluía la muerte del protagonista, en la versión original a manos de un acantilado hasta el que había corrido desde su casa.
Una última vez releyó entero el cuentito Enrique Villanueva, y a medida que se acercaba al trágico fin comenzó a notarse tan ligero que llegó en cierto momento a levantarse de la silla y a elevarse en el aire de la habitación hasta que, cuando hubo terminado de leerlo, se desvaneció y ya solo pudo ver desde el propio cuento como su madre dejaba de buscarlo al leerlo.
Texto libre Trabalibros

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