Toda la noche

Rafael Rodríguez Guerra
Los primeros altares del hombre eran de cuerpo y sangre viviente…
Anton Szandor LaVey

Era imposible acariciar el picaporte. La mano se adhería al bronce y, pese a tu ateísmo, enlazaste Padrenuestros. Aunque la situación no estaba para reflexiones, te sobrevino la peregrina idea de que era mejor el Silencionuestro. Se hacía imprescindible el silencio más acabado, semejante al de los ángeles florentinos cuyos fálicos dedos crucifican el paso del tiempo. El silencio de los muertos que vuela en átomos de viejos discos bachianos. Silencio de resurrección cuando la mano se dispuso a darle vuelta. Pero no abriste de inmediato. Esperabas encontrarla abrazando a la otra. Cuerpos desnudos suspirando el aliento menospreciado por los seres guardianes. Preferiste borrarla de la mente, optando por ese silencio brutal y nocivo. La mano se alejó del bronce donde no fue jamás reflejada tu sonrisa de loco. La dejaste allí, para siempre sin vida. Sólo precisabas encontrar a tu amante. No tenías la menor idea de adonde encontrarla. Pero habrá tiempo. La ciudad es grande y el silencio es su baluarte. Esa es la más cara aspiración de tus conciudadanos. Por eso te espían. Sientes las miradas en cada rincón de la ciudad donde no amanece. Siempre será la noche ofreciéndote una llama para el cigarro que no revienta la burbuja. La noche que estira los colmillos pone una víctima a la mano. Se trataba de un estudiante trasnochador. Desde luego, ignoraba que pasarías por allí, que los cristales del auto serían salpicados con el líquido rojo cuya solidificación es el manjar que te enloquece. Mientras le clavas los colmillos en el pezón derecho, el ángel románico de Sodoma te la muestra cinematográficamente: ahogándose, el pecho se le desfigura en una hondonada cuando la otra introduce la lengua en el sexo y absorbe. Su dedo en el ombligo. Las lenguas hacen estocadas como sables.
La víctima transita plácidamente hacia la eternidad y la mano cobarde que media hora antes no pudo abrir la puerta, limpia los restos de sangre.
Texto libre Trabalibros

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