Jaque al Rey

Rafael Rodríguez Guerra
Fräulein Marie no era lo que se dice una narcisista, pero Richard no puede olvidar aquella imagen tan macabra de la sobrina con una copa de roja sangre entre los dedos. "Al menos", piensa, "la copa era una fineza y Marie domina el francés a la perfección". El cónsul Federico dijo a su contrincante:

— En el juego es usted, más que nada, un dechado de elegancia. Aunque permítame decirle que no juega con sabiduría.
Las piezas de marfil parecieron temblar ante el escandaloso mutismo de Richard cuyas albinas pestañas parecieron haberse congelado.
— Sepa, mi estimado cónsul, que aprendí con el mejor de los maestros: mi padre.

Ahora era el cónsul hacia mutis ya que todos en la ciudad sabían quién había sido el padre de Richard. Aun así se encontraba en una situación difícil y cuando se ponía nervioso lo evidenciaba alisándose el traje gris, ademán del todo innecesario puesto que la mucama del cónsul era más que eficiente.

Richard miró, recóndito, el bello enlosado de la mansión. Un olor agreste se percibía entre los bronces y el supuesto dorado de las marquesinas. Al cónsul Federico le sobrevino la sensación de que Richard podía convertirse en cualquier momento en un murciélago. Después recapituló preguntándose de dónde le venía semejante idea. Premonición no del todo absurda pues en los últimos años la ciudad había visto casos bizarros de muertos que resucitan y pordioseras que de súbito se metamorfosean en piedra. El cónsul no quería a estos pensamientos rondándole la cabeza, mas era inevitable. Por ejemplo, recordó lo desagradable que fue verse involucrado en el caso del cinco de enero. Se trataba de una anciana cuya salud mental se había deteriorado de manera progresiva. Al cabo de muchos años de tratamiento, no pudieron más con ella y la internaron. Una mañana apareció la ropa que llevaba encima junto a una enorme piedra. Nadie la echó de menos aun cuando había pertenecido a la aristocracia y ostentaba uno de los mejores apellidos de la ciudad. Cierta tarde, el sobrino menor del cónsul Otto, quien jugaba cerca de la piedra cadáver, desapareció sin dejar rastro. Una niña que contempló lo sucedido desde su escondite, manifiesta que la piedra abrió sus fauces devorando al infeliz en un santiamén. Por supuesto, nadie le creyó una sola palabra.

Al cónsul Federico se le hacía agua el cerebro y su contrincante estaba por darle jaque mate. En cambio, el cuarentón, dueño de la residencia, se incorporó perfilando una sombra espantosamente larga y difusa en la pared y se encaminó hacia el bar. El cónsul, quien se mantenía rígido como una de esas estatuas góticas del jardín, experimentó una deshidratación acelerada de la boca. Se negaba a creer en criaturas de espanto que se originan al nivel del piso, cuyo irracional apetito las induce a trepar en las camas de solterones para emascularlos.

— ¿Gusta usted un sorbo de Vermut?

La voz le llegaba cavernaria y esto resultaba insoportable. Cada vez le parecía más alto y al mismo tiempo, repulsivo. El otro, en cambio, encendió uno de esos cigarros de textura casi negra y sabor dulzón que recordaba lo agridulce del café. Surgió entre los dos el humo blanco e irritante. Las manos que al cónsul le parecían tentáculos pegajosos, rodeaban el talle de la copa.

— Como no cayera por aquí Fräulein Marie.

Al cónsul le subió un raro coraje y se sintió con derecho a escandalizar. Pero era preferible guardar la forma. Con todo, si la ciudad se había enterado de los deslices de Marie, también sabían quién había sido el padre de Richard.

Luego del primer sorbo, vieron acercarse la figura neutra de Doña Olga. Venía sola en su silla de ruedas.

— ¿No sientes frío?

El cónsul había olvidado cuán friolenta era Doña Olga. Sus manos sufrían un perenne temblor absurdo. Jamás permitía que nadie de la servidumbre la ayudara a arrastrarse. Porque eso era lo que hacía Doña Olga: arrastrarse miserable y decrépita sobre dos ruedas.

— Madre, ¿Qué haces despierta a estas horas?
— No soy una quinceañera, Richard. Además, me aburren sobremanera los responsos del ministro Carl. Supongo que se solazan con vermut. Yo también degustaré una copa. Déjame, soy un fósil viviente. Qué más da que tome un licor y fume algún que otro cigarro.

Al cónsul le desagradaba hasta límites insospechados la presencia física de Doña Olga. Le parecía una especie de fantasma vicioso cuyo único fin sobre la tierra era ser abominable. Dadas las circunstancias, se dejaría dar jaque mate y aprovecharía la segura embriaguez de la bruja para largarse. Aunque, como todo buen aristócrata, le resultaba imprescindible mantener la compostura. De cualquier modo se sentía inquieto ante aquellos demonios salidos acaso del sepulcro. En realidad, la atmósfera se había enrarecido con un ligero tufo a huesos y papeles centenarios. El hedor procedía tal vez de aquella piel quebradiza y húmeda donde se adivinaba casi todo el sistema circulatorio. Ya empezaba a sentir náuseas, una incontenible urgencia por vomitar. Hacerlo justo frente a la chimenea. Escupir Vermut mezclado con sangre de Marie sobre aquel enlozado señorial, pero el enorme calamar llamado Richard, movió erróneamente un alfil.

Mientras, el cónsul, quien no era dado a esas tenues melancolías de los ojos al llenarse de campos nevados o la cabeza cuando se hunde en la almohada tibia del primer sollozo, empezó a sentir asco. Un asco inmortal que le obligo a despeinarse el lacio cabello con la diestra y ahogar un océano de lágrimas. Richard en realidad se estaba transformando en un enorme calamar negro, al tiempo que la bruja Olga sostenía en su regazo el desnudo cuerpo de Fräulein Marie. Había que ver a la blanquísima, rubia y delgada ramera cómo hundía sus nalgas entre las piernas de Doña Olga cuya boca ahora increíblemente amplia, secretaba torrentes de saliva. Aquella viscosidad repugnante se fue acumulando en hombros y nuca de Marie.

Federico hizo como que se incorporaba pero Richard se lo impidió con un gesto apremiante: en su mano pendía la dama traicionera, lista para dar el golpe de gracia al monarca contrario. Seis peones atentos pero inmóviles ardían en deseos de terminar la batalla. El reino sería usurpado y Doña Olga besaba el rostro de Marie. El cónsul evacuó la ponzoña acumulada en su estómago: fluido sanguinolento mezclado con Vermú.
Texto libre Trabalibros

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