Reencuentro

Irene Muñoz Serrulla
—Vamos Daniela, toma un poco más de sopa. Daniela. ¿Dónde estará tu cabeza en este momento? Pobre mujer…
Daniela se encontraba sentada junto a otras seis personas en el comedor. Siempre iba en el segundo turno de comidas. No porque ella lo hubiera elegido así, sino porque Jacinto, el encargado de organizar los turnos de comida en la residencia, pensaba que siempre era mejor que aquellas personas que todavía eran capaces de saber, por sí solas, si tenían hambre o sed estarían mejor en el primer turno. Para el segundo turno había dejado a aquellos que a duras penas se mantenían a este lado de su mundo, y con ellos, los cuidadores más pacientes. Nunca los mismos que atendían el primer turno, porque podían estar más cansados y, sin darse cuenta, tratar con menos cariño y respeto a alguno de los habitantes de la residencia. Eso no estaría bien, sería injusto para todos.
—Daniela, abre la boca. Mírame. Mira, aquí, estoy aquí —le decía Susana cogiendo con ternura la barbilla de Daniela y girando su cara hacia ella—. Daniela, solo un par de cucharadas más de sopa y te doy las natillas que tanto te gustan.
Pero, ese día, Daniela no estaba muy cerca de este lado del mundo. Su cabeza estaba en su propia realidad…



—No podemos permitir que esa gente nos robe nuestras vidas. Tenemos que plantar cara a esos malvados. Somos más que ellos. Solo necesitamos organizar una buena táctica e ir todos a una —arengaba Daniela a sus compañeros.
—Hablas muy bien —dijo Rosita—, pero no veo que hayas hecho nada hasta ahora.
—Porque no tiene ningún sentido que lo haga yo sola, solo me buscaría problemas. Vuestra situación seguiría igual y la mía empeoraría. Debemos ir todos juntos en cada acción —respondió Daniela—. Somos más y solo eso nos da una ventaja.
—Daniela tiene razón —dijo Alfredo—. Tenemos que organizarnos y presentar batalla. Somos más listos que ellos. Lo único que les da el poder son sus armas.
—Alfredo —susurró Daniela con una tímida sonrisa—. Has vuelto.
—¿Te parece poco? —intervino Enrique, con una sonrisa irónica—. ¿No crees que tienen la mejor de las razones? Solo con el movimiento de un dedo pueden acabar con uno de nosotros.
—En todas las batallas hay bajas —alzó la voz Daniela—. Si queremos recuperar nuestras vidas, nuestras familias, nuestras casas… todo aquello por lo que hemos luchado año tras año, tenemos que asumir riesgos.
—¿Ah, sí? Pues ve tú la primera, señora valiente —espetó Rosita.
—Lo haré —casi gritó Daniela—. Pero si tenemos un plan. No me voy a sacrificar por nada.
—Yo iré de avanzadilla contigo —surgió la voz de Mercedes.
—Iré yo —dijo Alfredo.
Daniela, como todos sus compañeros, se había visto despojada de sus vidas por un grupo de ruines que, un día, llegó a su aldea y arrasaron con todo su pasado. Los dejaron lejos de sus vidas, lejos de sus experiencias. Cada vez más lejos de sus recuerdos.
—Silencio —dijo Rosa—. Se acerca alguien.



—Nada doctor, hoy casi no ha comido nada —le dijo Susana al doctor Portel.
—¿Ni siquiera las natillas? —preguntó él.
—Nada, tres o cuatro cucharadas de sopa. Luego no sé dónde se fue. Pero no estaba en el comedor. Ha sido imposible. Tampoco he conseguido captar su atención.
El doctor Portel trataba a Daniela desde que ingresó en la residencia hacía casi cinco años. Se interesó rápidamente por ese caso. No era normal que una mujer de cuarenta y nueve años se viera atacada tan ferozmente por el Alzheimer, una enfermedad que cada vez respetaba menos la edad.
Daniela era un reto para él. Se trataba de una mujer activa. Era abogada, así que se veía obligada a mantenerse mentalmente activa para poder ejercer su profesión. Además, hacía deporte casi todos los días (corría en la cinta que había puesto en casa, solía practicar Kempo-Contact los viernes, iba al gimnasio del edificio donde tenía su despacho cada vez que tenía media hora libre, y salía a montar en bicicleta con un amigo todos los domingos). Mantenía una vida social activa: salía con amigos siempre que podía, al cine, a cenar, simplemente a tomar un café. Nada en su vida podía hacer pensar que, tan joven, fuera a empezar a notar los síntomas del Alzheimer. Ni siquiera tenía antecedentes familiares que le hubieran hecho sospechar que tarde o temprano llegaría la enfermedad. Su padre murió en un accidente de tráfico cuando ella tenía doce años, y su madre murió de cáncer cuando Daniela ya era adulta.
Daniela ya no podía ejercer su profesión. Ya no era aquella sagaz abogada que pleiteaba por el más pequeño de los casos. Daniela ya no era Daniela.
El doctor Portel, hizo un trato con ella, haría pruebas de todo tipo desde el primer día que ingresara en la residencia, y no descansaría hasta dar con alguna pequeña solución que la permitiera mantener algún recuerdo. Pero hasta ese día solo había conseguido acumular fracasos. Uno tras otro. Montones de pruebas en esos cinco años que apenas habían arrojado luz sobre el detonante de la enfermedad. Y las investigaciones de los centros con fondos avanzaban tan despacio…




—Daniela —la llamó Alfredo.
—Dime.
—Sabes que yo nunca voy a dejarte, ¿verdad que lo sabes?
Daniela sonrió y acarició suave y tiernamente la mejilla de Alfredo.
—Claro que lo sé. Tranquilo. Espera, viene alguien…




—¡Hola Daniela! —dijo en voz muy alta el doctor Portel. Pero no hubo respuesta. Ni una mirada que le hiciera tener esperanza.
Daniela permanecía sentada en una silla junto a la puerta que daba salida al jardín de la residencia.
—¿Quieres que salgamos a dar un paseo? —preguntó el doctor—. El sol todavía calienta a pesar de que estamos en noviembre. Venga, salgamos. Levanta…
Daniela no hizo ningún gesto que permitiera entender que iba a poner algo de su parte. Permaneció sentada con la mirada perdida en la lejanía.
—Susana —dijo el doctor—, por favor, ve a preguntar quién ha estado los últimos tres o cuatro días con Daniela. Pregunta si ha pasado algo fuera de lo normal. ¿Ha venido alguien a verla?
—Nadie doctor, ya hace meses que nadie viene a verla.
—La última visita que recuerdo fue en el mes de agosto. Vino a verla Alfredo, aquel amigo suyo.
—Eran pareja.
—No lo sabía. ¿Y no ha vuelto?
—No. Llama de vez en cuando para preguntar por ella. Pero no ha vuelto.
—Eso no ayuda. ¿Podemos localizarlo?
—Tenemos un teléfono suyo. Podemos intentarlo.
—Consígueme ese teléfono, por favor. Y pregunta si en estos últimos días ha pasado algo raro o diferente en su rutina.
Pero no había ocurrido nada fuera de lo normal en los últimos tres o cuatro días. Nada que los cuidadores pudieran recordar. Susana le dio el teléfono de Alfredo al doctor.
—Me han dicho que hace unos cinco días que no ha llamado. Antes solía llamar cada dos o tres días —dijo Susana.
—¿Daniela sabía que Alfredo llamaba para preguntar por ella? —preguntó el doctor.
—Sí. Bueno, se lo decíamos, pero no sabemos si llegaba a entender lo que decíamos. Yo creo que a veces sí, cuando sonreía al oír que Alfredo había llamado.
—Quizá consigamos una reacción si él vuelve a verla… No contestan. No tiene el buzón activado… Espera… Hola; pregunto por Alfredo, pero no sé si me he equivocado…
—¿Quién es? —preguntó una voz de mujer al otro lado del teléfono.
—Soy el doctor Portel, llamo de la residen…
—Sí, sé de dónde llama.
—Perdone. ¿Puedo hablar con Alfredo?
—Verá doctor. Alfredo… —La voz de aquella mujer se apagó entre sollozos.
—¿Qué ocurre? ¿Se encuentra bien? ¿Alfredo está bien?
—Doctor… Alfredo ha fallecido hace tres días —dijo entre lágrimas aquella mujer—. Soy Mariana, su hermana.
—¿Hace tres días?
—Sí. ¿Qué importa eso?
—Verá. ¿Conoce usted a Daniela? Discúlpeme —dijo el doctor, bajando el tono de voz—. Lamento mucho el fallecimiento de su hermano.
—Gracias… Sí, claro, conozco a Daniela. Fuimos compañeras en el instituto, por eso mi hermano y ella empezaron a salir, yo fui la pieza que hizo que se conocieran. ¿Le ha pasado algo a Daniela?
—¿Sería mucho pedir que viniera usted a la residencia?
—No es un buen momento…
—Lo entiendo, pero… si no pensara que puede ayudarme a entender algunas cosas, no le pediría que viniera en este momento. Comprendo que es un trance complicado.
—¿Mañana… mañana por la tarde le va bien?
—Sí claro. Soy el doctor Portel, bueno eso ya lo sabe. Pregunte por mí en recepción. Y, de verdad que siento que Alfredo… Nos vemos mañana. Gracias, Mariana.
Al día siguiente Mariana llegó sobre las cinco de la tarde. El doctor estaba en su despacho. Susana acompañó a Mariana hasta allí.
—Doctor —dijo Susana empujando un poco la puerta que estaba entreabierta.
—Sí.
—Mariana, la hermana de Alfredo, está aquí.
—¡Qué bien! —dijo el doctor, levantándose de su silla de trabajo—. Mariana, pase. Susana quédate, si no le importa a usted.
—Qué tal doctor —saludó Mariana—. No, no tengo inconveniente en que se quede. No sé para qué he venido, así que…
—Siéntese, por favor.
—¿Podemos tutearnos, doctor?
—Claro, mi nombre es Gabriel. Verás, Mariana. Tu hermano, hasta el mes de agosto estaba viniendo casi todas las semanas a ver a Daniela. Luego dejó de venir.
—Lo sé. Podríamos decir que yo se lo prohibí.
—¿Por qué? Si no es indiscreción —preguntó el doctor.
—Verás Gabriel, a mi hermano le afectaba muy negativamente ver el deterioro que día a día estaba consumiendo a la única mujer a la que ha querido en su vida. Después de cada visita, ¿cómo decirlo? Era como si él mismo perdiera años de vida tras ver a Daniela. No poder mantener una conversación… sus ojos casi perdidos en el horizonte… ¿Saben los ojos tan bonitos que tenía Daniela? Creo que eso fue lo primero que cautivó a mi hermano. Hicieron que él se fijara en ella. Cuando se conocieron, teníamos unos diecisiete o dieciocho años, él, bueno, él siempre ha sido muy atractivo, y no se comprometía con nadie… en aquellas edades… y en aquellos años. Pero Daniela consiguió atraparlo desde el mismo instante en que los presenté. Alfredo no paraba de preguntarme cosas sobre ella. Se volvió loco. Hasta que el otro día… —Mariana bajó el tono de voz hasta que casi se convirtió en un susurro—. Veréis, mi hermano… Alfredo… Alfredo se suicidó.
—¡Dios mío! Lo siento —dijo el doctor, mientras Susana ahogaba un lamento entre sus manos—. No sabía…
—Tranquilos. En parte… creo que fue culpa mía… por prohibirle que viniera a ver a Daniela.
—No digas eso, Mariana —dijo el doctor.
—Sí, verá. Alfredo, después de las últimas visitas… él decía que Daniela parecía estar más cerca de los muertos que de los vivos. Poco a poco fue convirtiendo esa idea en realidad. En su realidad. Y…
—¿Quieres decir que se ha suicidado para poder estar más cerca de Daniela? —preguntó Susana, mientras se secaba una lágrima de su mejilla.
—Creo que sí. Se obsesionó. Nunca aceptó que esa enfermedad se estuviera llevando a su Daniela de una forma tan cruel. No estaban casados, pero para ellos eso no tenía importancia. Dejó una nota. Y decía eso, que no soportaba la ausencia de Daniela y que quizá así pudiera volver a estar con ella, como antes. Conversar. Recuperar la mirada de ella…
—Mariana —dijo el doctor, recuperando el tono de la conversación—. Verás. Desde hace unos tres días, Daniela está… bueno lo más fácil es decir que no está. Apenas conseguimos que coma; no tiene ni un solo instante de lucidez; solo conseguimos encontrar su mirada perdida en el horizonte… No hay forma de que la recuperemos. Desde hace tres días.
—¿Qué insinúas?
—Puede que tu hermano tuviera razón.



—Alfredo —susurró Daniela al oído de Alfredo, mientras los demás dormían.
—Dime —respondió él.
—He estado pensado. No veo a Mercedes por aquí desde ayer. Era la única que estaba dispuesta a dar la cara por los demás. No sé dónde está. Solo quedamos tú y yo. No merece la pena que arriesguemos nuestras vidas por todos estos. En el momento que vean peligro van a abandonarnos. Vamos a sacrificarnos por nada.
—Tienes razón. Daniela, yo me he sacrificado por ti. Para poder seguir a tu lado siempre. Para volver a ver tus ojos llenos de vida.
—Lo sé —dijo Daniela, mirando directamente con sus brillantes ojos verdes a los ojos marrones de Alfredo.
—Ha merecido la pena. Esa mirada… se merece cualquier sacrificio.
—Alfredo. Vámonos tú y yo. Dejemos atrás a los demás.
—¿Estas segura?
—Sí. Absolutamente.
Alfredo se levantó, ya no le importaba hacer ruido y despertar a alguien, ni que pudieran oírlos y fueran a por ellos. Cogió la mano de Daniela y comenzaron a caminar.
—¿A dónde iremos? —preguntó Daniela.
—No lo sé. Ya veremos. Primero, salgamos de aquí. Mira… por ahí.
Daniela se detuvo un instante.
—¿Qué ocurre? —preguntó Alfredo.
—No lo sé —respondió Daniela.
—Confía en mí. Nunca te abandonaré. No quiero dejar de ver tu mirada. Quiero retomar aquellas conversaciones… Ven, agárrate a mi mano. No voy a abandonarte jamás.



Sonó el teléfono en el despacho del doctor Portel.
—¿Ahora mismo? Pero… Ya… Sí… Comprendo… Voy. Sí, voy enseguida —Colgó la llamada y se volvió hacia Susana y Mariana—. Daniela acaba de fallecer. Dice Manuel que estaba en la sala de los juegos, donde se sentaba estos días mirando al exterior —dijo dirigiéndose a Susana—; y que se ha levantado, sin pedir ayuda a ninguno de los cuidadores. Que ha abierto la puerta del jardín y ha salido susurrando unas palabras: «¿A dónde iremos?», creen que ha dicho. A los cuatro o cinco pasos se ha desplomado. Han ido a ayudarla, pero ya había fallecido.
Los tres intercambiaron miradas inundadas en lágrimas.
El doctor Portel salió del despacho en dirección al jardín. Tenía trabajo por delante.

©Irene Muñoz Serrulla
Texto libre Trabalibros

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