Rutas
Rubén Darío Ramírez Arroyave
Se despidió de ella con la imputable determinación que siempre le caracterizó. Ella subió al bus, con la mirada perdida en el infinito ambiguo por demás de sus recuerdos.
Sostenía la carta en la mano. En ella ocultaba el secreto. La magia de las palabras que se consumaron en el encuentro entre la tinta y la hoja en donde detallaban su destino.
Él la despedía con la mano mientras el autobús se perdía en la Riviera.
Cruzó el valle de Mountanbell y le sugería aquel paisaje el infinito e inmenso amor del cual nunca fue portadora. Se lamentaba en ocasiones de la mujer que viajaba a su lado con un gato negro, presagio de futuras desgracias o simplemente un acuerdo del destino que le narraba nuevamente lo oscuro de su alma.
Se detuvo el bus en una estación gasolinera. Los transeúntes cruzaban, ella se detenía en el asombro de lo poco que había transitado, pero sí, cuánto había reflexionado sobre la nueva vida que desde hoy empezaría.
Recordó la vez que llegó al antro de las codornices, un barcito de mala muerte donde pasó los últimos nueve años entregada a las faenas de su oficio de mujer de la vida, fingiéndolo todo a expensas de ser, de vivir y de recrear su conciencia que hasta ahora no le había traído más que pensamientos desgraciados y enfermos.
La vida para ella era un estado de letargo, de efímeros recuerdos, de ansias insostenibles… de miradas pasajeras y de recuerdos ingratos. La piel no era como antes, la suave y tersa que proveía los placeres y que a costa de sudor le daban como fuera su hogaza cotidiana.
El bus siguió su marcha. La mujer del gato ya no viajaba a su lado. El gato seguía rondando su cabeza. El hombre que la despidiera seguía su oficio. Catedrático en la facultad de humanidades de la universidad de leyes de (…) y amparando bajo su pecho el recuerdo de la mujer que encontró desnuda y perdida en un callejón, ebria y solitaria que le asemejara a una fiera que se halla perdida en el bosque inmarcesible de las nadas.
Recordó la primera vez que la visitó en las codornices. El ambiente del lugar y la magia de su mirada. Recordó las largas conversaciones sobre la vida nocturna, los clientes y el bar. Recordó la vez que le confesó su condición particular de hombre que pese a su inclinación homosexual debía mantener su imagen de hombre de costumbres para que su madre - ¡la cobertera madre! - no dudara en mantener su idea de heredarle parte de su inmensa fortuna. Esa necesidad abrupta de ser para el resto de sus compañeros de labor un macho que tiene juegos con meretrices… esta condición para ellos tiene el alcance sublime de imperturbable grandeza. Jugó con ella a ser amantes. Dormían plácidamente la hora que duraba el ritual. Charlaban como dos almas que tropiezan en el oficio del amor una respuesta para que la vida en su miseria, no sea más que un recuerdo que dura segundos y que pervive eternamente en la memoria.
Ella ve las mujeres de las granjas que cultivan. Asqueada pero inmutable recurre a su juicio y se pregunta qué sería de ella si estuviera en las fincas aledañas al pueblo recogiendo los frutos del campo. Con una sonrisa y con su mente lúcida piensa: sería la misma puta que soy ahora…
Recordó el día que deambulando por las calles encontró el anuncio, que recogió del piso, donde se leía que se buscaba incorporar mujeres para ese oficio, donde se advertía que a pesar del encierro se alcanzaba por un estado de gracia la felicidad. Ese día, decididamente se contactó con la mujer, el ritual se hizo cronométricamente por medio de cartas semanales. Narró en sus escritos su deseo de hacerlo para siempre. De abandonarse en las manos de algo más eterno.
Hoy con una sonrisa ingenua rememoró que nunca le dijo que fuera una puta. Siempre le narró en sus líneas que era una muchacha que vivía encerrada en un lugar, sembrando rosas y cosechando aromas delicados que se hacían perfumes para quienes la visitaban a conseguir su esencia.
Mientras duren las penas mejor ocultarlas con la magia de las descripciones sublimes, para que esa realidad sea una puesta monologal de lo que se esconde de dolor y putrefacción en el alma. Suspiró.
Pretende llegar a la ciudad de (…) a eso de las 10:00 p.m. piensa qué será de su vida en el lugar. Cómo aflorará la impresión de las mujeres cuando la vean entrar entre rosas y espinas al espléndido lugar. ¿Empezará esa nueva vida a expensas de encontrar tal vez un amor que le tolere su vida y que comparta así fuera un momento de amor inconmovible?
Dilapidada en el infinito de sus preguntas pierde de vista el asombro del conductor ante la reacción mecánica del bus. Adquiere este una velocidad tan amplia que parece una nave del espacio sin un rumbo fijo.
Ella reacciona, se asombra. Ve el gato en una esquina del autobús. Teme... escucha los gritos aterradores de las gentes que viajan a su lado.
De repente se hace imposible manipular el aparato, el conductor se lanza… ella corre, pero ya todo se ve con una fugacidad incalculable, caen las maletas, se estrellan con los rostros. Los vidrios se fraccionan, la sangre vierte de las pieles como los recuerdos se estrellan en el alma. La muerte se aproxima. Ella grita. Recuerda los chillidos en el antro. El autobús rueda tan armónico que pareciera que todo estaba colocado ahí, para que el cruce fuera perfecto.
En el abismo siempre se desea volver atrás. Recuperar una vida que se perdió en las nadas de la infamia. Salen cuerpos por las ventanas. Ella se desvanece. Pierde su conciencia. Su mente sigue dando vueltas como el autobús donde viaja con rumbo a su destino.
Todo cesa. Parece ella ahora una figura hermoseada por el infortunio, viajando en un sueño eterno, donde ya no alcanza a devolver el tiempo, porque el tiempo fue robado cuando hizo de su vida un templo momentáneo de mentiras. En su sueño de muerte se vio vestida del hábito de religiosa; el velo cubría su rostro. Emprender este viaje después de todo le permitió antes de morir disfrutar de la dignidad que da el profesar que se puede empezar de nuevo una ruta a una verdad desconocida.
PUBLICA Envía tus textos libres aquí