Frustración

Rubén Darío Ramírez Arroyave
Leía la biblia todos los días auscultando en una exégesis de precaria teología una respuesta a su destino. Se había vuelto un coleccionista de recuerdos. Anidaba en una habitación cuidando a su madre por delegación más que por vocación. Ella olvidada por el resto de su hijos, confiaba en el cura frustrado su destino. Siempre le recordaba que ellos pagaban la habitación y lo que él se comía, porque no había servido para nada. Que su única esperanza de vida digna era cuidarla a ella. Las monedas que le daban era su sustento. Malagradecido le decía cuando él intentaba referir la soledad a la que la tenían sometida el resto de su hermanos.
Sus noches eran espantosas. Sabía que en su corazón estaba dispuesta esa vocación al sacerdocio que desde niño le impuso su vida. Su padre un hombre precario e incauto jamás permitió que realizará esta tarea sacerdotal. Él estaba para otras cosas. Actividades familiares de negocios importantes o que permitirán vencer esa miseria que dios inclemente les había dispuesto.
Salía todas las mañanas a vender libros. De feria en feria de esas baratas recepciones culturales, de ojos que no conciben más arte que lo que leen en su propia vida. La indiferencia ante sus súplicas de vendedor hecho a la fuerza, le hacía perder la razón por momentos. Ofrecía los cuadernos viejos que su hermano le obligaba a vender. Ese era un negociante empedernido. Dedicaba la mitad de su vida a la cátedra en…y la otra parte a recolectar libros viejos e inservibles para divulgar la cultura de una ciudad para la cual la lectura es un acto prehistórico.
Maldecía su vida. De vez en cuando ojeaba alguna página y no veía en ella más que verdades disfrazadas de concepciones erradas por cierto. La verdad es un anhelo de aquellos que no poseen en su vida sino mentiras o incandescencias mentales sosas y perecederas.
Leía la biblia. Se asemejaba de vez en cuando a los mártires del desierto que cedían la vida para que gobernara at eternum su señor.
Una noche leyó la vida de José vendido por sus hermanos, mientras suspiraba por las infamias que contra este hacía su misma raza, escuchó la voz de su hermano que le indicaba la ruta para la semana siguiente. Lo sacó a empujones de la sala. Lo tiró a la calle mientras bebía licor con una mujerzuela que no había reparado en nada para conseguir el precio de su noche: el precio de sus noches de sueño y de desdicha.
Un aguacero torrencial cubrió sus vestidos ajados por el paso de los años. El agua le abrigaba su noche y las gotas se confundían con las lágrimas que de vez en cuando emanaban de sus ojos confundiéndolas en ese estado de licuidad absoluta.
Desde la calle veía en la alcoba la sombra de su madre rezar interminables rosarios. Distinguía a su hermano, El librero arrastrarse como una rata por el piso, mendigando caricias que en extrañas circunstancias se le negaban. La plata no basta cuando no se tiene dignidad para el efecto insoluble del amor, pensaba.
Trató de entrar pero la paliza que le propinaría el ebrio y frustrado amante lo detuvo.
Recordó los sueños de José. Tal vez un día el sería el dueño de una gran Editorial y él tendría que venir a suplicar un espacio donde ofertar sus libros y él, al igual que el personaje bíblico le negaría todo en principio haciéndole ver el error que había cometido.
Se figuraba en viajes importantes y los aplausos y las insinuaciones de grandes proyectos.
Dormido contemplaba su vida como realmente se la figuró su padre: Un hombre grandioso. De vez en cuando despertaba y al ver su triste realidad lloraba amargamente. Cerró sus ojos nuevamente y cantó su misa en una catedral excelsa, su madre le impuso la estola, en derroche de aplausos, lo abraza y delata su amor incalculable de madre que siempre lo vio como el más hermoso de sus hijos.
Se sentía pleno en esos ecos del latín y del hebreo pronunciados con decoro ante la vista atónita del obispo que contemplaba y suspiraba ante aquellas bellas melodías y esas expresiones teológicas purísimas y elocuentísimas…auscultaba las voces en secreto de las damas de sociedad que decían: es un sacerdote brillante, tiene perfil de santo y abnegado pastor. En su homilía cuenta las ventas de libros en ferias y las inclemencias del destino arrebatándole sus sueños. Se arrodilla, cierra sus ojos, mira al cielo. Una mano lo toma y lo eleva de manera sobrenatural en un aleteo místico. Experimenta la paz ansiada, la inteligencia precisa, el discurso perfecto y la reflexión intacta. Mira hacia abajo y en las sombras de la casucha, una mujer reza las mil salves, un hombre saca a patadas a una mujer de la casa, se percata de un bulto tirado por el piso. Lo sacude, seca su cuerpo mojado por el tempestuoso aguacero que le penetró sus huesos, limpia su rostro cubierto de lodo y grita en tono de desdicha: quién cuidará la vieja y quién venderá ahora estos malditos libros.
Texto libre Trabalibros

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