La situación en aquel apestoso y mugriento barrio se había vuelto insostenible. Las bandas de macarras atracadores campeaban a troche y moche, sobre todo por las noches, cuando no se podía apenas caminar sin que te asaltaran con premeditación y navaja fría. Cerca del parque y la estación de autobuses caminaba una pareja recién reencontrada tras cuatro días de tregua. De repente, como si de una inundación imprevista se tratase, se derramó en la acera, procedente del huerto oscuro, un quinqui, un individuo de muy mal aspecto, barba de una semana, rostro desencajado y sucio, ropa raída, como de drogadicto recién chutado. Llevaba además una especie de trapo que le colgaba de la boca y lo que parecían manchas de sangre, de un enfrentamiento reciente. No tuvo que mostrar el arma blanca, solo insinuarla, para conseguir cinco mil pesetas, el sueldo de aquel viernes de la bella dama, todavía sofocada por la inesperada visita.
El novio, con una mezcla calculada de cabreo, bilis y miedo cerval, no acertaba más que a mostrar, tembloroso, las tarjetas que guardaba en su cartera, huérfana de billetes. Su terror lo había paralizado y su mirada huidiza suplicaba querer salir de allí como fuese. La novia se lamentaba entre aspavientos de aquel encontronazo desafortunado. Cuando el "amigo" ocasional se marchaba ya con el dinero espetó un lamentable:
"bueno, chicos, si os veo otro día os lo devuelvo" y tranquilamente continuó adelante sin disimular su ligera cojera. Entonces, la ira y una especie de frustración acumulada durante años, hizo que el muchacho acarrease una pesada y despistada roca cercana a una palmera oscura y la lanzase con tal rabia que impactase en el cráneo del ladrón cuando este ya iba en dirección opuesta. Tal fue la parábola que adquirió el objeto que cayó casi del cielo con una fuerza que provocó un terrible hundimiento craneal, un descenso del parietal que provocó tal agujero que, saliendo despedida parte de la masa encefálica y mucha sangre, derribó al instante a aquel desgraciado individuo.
Juan, que así se llamaba el asesino, no pudo más que agarrar a la chica y salir corriendo, nadie había allí. Todo había sucedido muy rápido, casi sin pensarlo: no más de 50 segundos de cronómetro. Pero para Juan el tiempo carecía ahora de sentido. Su vida iba a quedar marcada para siempre, justo el tiempo justo para vivir muchas vidas. Ahora no sentía miedo, sentía algo indefinible que le corroía las venas, que le inundaba el corazón. Una arritmia imparable que no sabía cómo contener. Solo una testigo de su crimen: ella. Nada más llegar a la avenida, en dónde se aparecieron algunos viandantes, Juan solo pensó en cómo deshacerse de la susodicha. Había sido su vida, su primera pareja estable, pero también desde hacía semanas, pues tal era el tiempo percibido por Juan desde el deceso del finado, un incómodo estorbo. Es curioso como el instinto criminal brota en los individuos como si fuésemos sencillos seres irracionales, pero bien pensado es posible que nada quede ya de racionalidad en el cerebro de quién acaba de quitar la vida a un semejante, aunque se trate de un homicidio involuntario. La ceguera y la rabia que se alzan en segundos, que rompe como el brote de una yema de un tallo a cámara ultrarrápida, son imposibles de contener para ningún ser que se siente vivo. Juan no iba a ser la siempre lamentable excepción. Humillado, todavía más si entendemos que era un tipo con una egolatría exacerbada, celoso en extremo, más en sus épocas de celo incontenible como aquella, habría maquinado en aquellos segundos de tensión extrema que ella quizás prefiriese al macarra que a él que, en el fondo, era un mequetrefe eyaculador precoz.
Ya su mente solo pensaba maquinalmente en el crimen, sin haber pasado más allá de una hora desde la desgraciada pedrada, habían deambulado robóticamente por el centro, por aquellos huertos mal iluminados, buscando ansiosamente la tierra que debía cubrirla para siempre. Todavía podría estar a tiempo de cavar un hoyo bien profundo y coger el primer cercanías hacia la capital y, desde allí, el Talgo para Madrid, en dónde pensaba ya como rehacer su vida entre el tumulto de la jauría. Pero, pensándolo bien, no podía desaparecer tan fácilmente. Ahora ya estarían los equipos forenses en la Calle de la Portaleta y seguramente peinando los alrededores. La huida se antojaba, en aquellos instantes, como una quimera inalcanzable pero no inútil teniendo en cuenta que dos asesinatos resultarían imposibles de justificar. Este hombre simple, timorato y pusilánime iba a convertirse de manera sorprendente, incluso para él mismo, en un hombre diferente que debería pasar el resto de su vida en busca y captura o en alguna prisión permanente sin revisión alguna. Ante esa perspectiva y de aquella forma tan absurda, se precipitó irremediablemente al final de su vida.