Fantasmas en un tren

Jacobo Ocana Haro
Se me ha acercado con la urgencia de la timidez por salvar el presente. No quería dinero, ni siquiera olía excesivamente mal. Solo necesitaba ir detrás de mí en el torno entrada al tren. Estos otoños despiertan la melancolía de golpe, lo vuelven a uno especialmente empático con las causas perdidas. No suelo viajar sin coche, pero el tráfico a esas horas en la ciudad es pétreo, adaptado a
la piel por que se circula, y me he decidido por una opción más lógica para no acudir tarde a mi cita con tan importante cliente. Tampoco debo resaltar mucho mis perdidas dotes de filántropo, solo pretendía el muchacho ser amable en su camino al matadero, yo en cambio tengo un destino menos trágico, aunque también más gris por su normalidad.

Le he incluso dado un par de monedas sueltas que vagaban por mis bolsillos. En algún momento el sol que iba cayendo le ha alumbrado el rostro mientras divagaba y he visto la negritud de sus dientes, quizás una barrera defensiva atacada por la heroína y algún desamor que lo arrojaría al pozo que no tenía agua, a golpearse y no recordar el color de los cielos más azules. También en su barba huracaneada y sus ojos lúcidos tras regresar a este simulacro momentáneo de amistad. Ha estado al parecer en la cárcel, por una chiquillada de cocaína en el sitio equivocado, ha sacado pecho de su inglés mezcla de Gadir y el Peñón, y de sus logros para acceder a la Universidad. Le he ahorrado los detalles de las lindezas que hace uno luego por tener un curro y permanecer atrapado
pagando las letras de la vida de los que nos afeitamos.

Seguramente no me habría escuchado. Dice que va a una ciudad más allá de León, siempre al Norte, como las brújulas, y le he correspondido con la sonrisa que se da a las causas perdidas que se descubren con la edad. Me he bajado en la parada anterior a la suya, deseándole éxito en tan noble empresa y con un poco de recelo al estrecharle la mano.

Apeado ya del vagón, he cogido las escaleras mecánicas sin volver la vista. El joven debe haber sido un fantasma de mi juventud, que vino solo a saludar y explicarme lo bien que van las cosas al otro lado de la opción correcta. Quizás fue él quien sintió lástima del hombre que vio, un esclavo vendido a sí mismo al precio de la condescendencia respecto a los que pensamos más débiles.
Texto libre Trabalibros

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