De camino hacia una zonita comercial que visito con frecuencia, suelo pasar frente a la puerta de un taller de relojería y siempre está allí sentado, o a veces de pie, su dueño, a quien llamaré don Rafael Montoya; un hombre entrado en años, de cara adusta y mirada perdida, que siempre parece masticando frustraciones o rencores.
Una de las primeras veces que por allí pasé, le pedí remplazarme la batería de mi reloj de pulsera y, sin amabilidad alguna, me respondió que no les trabajaba a esos relojes de pilas. En el siglo 21, prácticamente todos los relojes son electrónicos y este señor ¡se quedó con su vieja relojería de artefactos de cuerda!
En las ocasiones siguientes, de tanto verlo, intentaba saludarlo y por poco no me gruñía. Me parece bastante extraño que un individuo que no tiene que hacer (pues ¿cuántas veces al año le llevarán relojes de cuerda para reparar?) no trate de establecer relación con sus vecinos; que un personaje que se muestra permanentemente a la puerta no quiera que le hablen, que lo saluden.
Don Rafa está siempre muy bien puesto, de traje de paño, camisa convencional y zapatos bien lustrados, cara bien afeitada y peinado impecable; hasta me hace acordar de mi padre, que siempre se mantenía así de bien, pero el era sumamente amable con conocidos y extraños.
A ratos me asaltan preguntas sobre don Rafa, como qué fantasmas lo persiguen; qué problemas domésticos puede tener; qué frustraciones, como dije arriba, lo superan; qué amenazas penden sobre el o qué esperanza desteñida e improbable acaricia cotidianamente.
Especulando, digamos que este señor tiene una amante secreta, veinte años menor, muy libidinosa, pero solo la puede ver una vez al mes, cuando su esposa se va un fin de semana a visitar a una hija en otra ciudad. Corre él afanoso a la casita de la muchacha, pero en ocasiones ella lo devuelve porque está "indispuesta" (tal vez ha estado retozando con un novio y don Rafa, que no ignora su existencia, se muerde los labios). Toda la semana, todo el mes, está el viejo pensando en la voluble dama y ansiando un nuevo encuentro.
O quizá se trata de un hijo descarrilado que ya va a llegar a pedirle más dinero, dizque para reparaciones del taxi, un viejo cachivache que le tuvo que comprar con sus últimos ahorros para que trabajara en algo y dejara de andar las calles buscando quien lo invitara a un trago o a un "vareto", pero que se lo deja a un amigo para que lo trabaje y este le trae apenas unos pocos pesos de vez en cuando, al son de que el trabajo está duro, la gasolina está cara, al carrito hubo que cambiarle los cables de alta, los soportes del motor...
Tal vez está abatido con la noticia del médico sobre el resultado positivo de unos exámenes y se niega a las evidencias, dice tener una salud muy fuerte; no quiere empezar tratamiento; hace callar a su esposa y parientes cuando le hablan de ello, pero sufre todos los días y vive buscando la forma de "meterse mentirillas" a sí mismo.
¿Lo persiguen los cobradores? Cuando el negocio estaba boyante comenzó a hacer malos negocios y tuvo que iniciar una racha de préstamos para ir cubriendo los crecientes faltantes, hasta que cayó en manos de agiotistas que primero le quitaron el automóvil, después se llevaron la mejor dotación de la relojería, luego le descubrieron la pequeña finca en tierra caliente y se la embargaron y finalmente se quedaron con la entrañable casona de dos pisos y amplios jardines; por eso se tuvo que venir a este pequeño y oscuro piso alquilado, en una callecita modesta, donde instaló la relojería en el reducido salón de entrada con la única ventana a la calle y donde su mujer le refunfuña constantemente.
Puede estar simplemente esperando el fabuloso golpe de suerte que le permita acertar los seis esquivos números y llevarse el premio con muchos ceros a la derecha. Se le ha vuelto una obsesión; lo juega todos los días y comienza a construir nuevas fantasías que lo elevan a muchos metros sobre el piso y no lo dejan ver a quienes pasan ni contestar a sus conocidos ni atender su negocio adecuadamente. Difícilmente baja de esos palacios en el aire, no desciende de los aviones que lo llevan en vuelos trasatlánticos, no sale de las ruletas de lujosos casinos extranjeros, no se despega de la lujuriosa mujer que ha conquistado en París, en Hamburgo, en Amsterdam. No desfrunce el ceño por la tristeza que le da el no adivinar, una vez más, los seis numeritos.