El barrio de La Boca

Jorge Solera Marín
Silvia tenía los ojos grises. No recuerdo el instante en que los descubrí, pero estoy seguro de que eran grises. Me viene a la memoria su camiseta de tirantes rosa pálido, el pelo rubio y enmarañado, su pequeña estatura y el aspecto aniñado del cuerpo. El resto de su imagen se ha difuminado, al contrario que su voz cuando nos despedimos: clara y despreocupada, dulce y sentenciadora.
Llegué como un turista más al barrio de La Boca. El autocar aparcó en una calle cuyo nombre he olvidado. Para nosotros los extranjeros los únicos nombres salvables en la memoria son la calle Caminito y el estadio de La Bombonera. Me dirigí hacia el famoso pasaje que rescató el tango. No vi llegar a Silvia, quizás me encontraba en ese momento viendo jugar a los pibes al fútbol en plena calle. Todos quieren ser como El Diego; a esa edad todo vale. Silvia elevó su pequeña estatura situándose sobre el alto bordillo que poseen las calles de La Boca. Así logra el barrio elevarse un poco, lo justo para salvarse de las crecidas invernales del Riachuelo y quizás del resto del Gran Buenos Aires.
—Hola, te acompaño a un local y tomás una cerveza mientras ves como bailan un tango.
—No ahora no –contesté con desconfianza- Me apetece dar una vuelta y ver todo esto.
—Te acompaño y luego entramos en ese bar.
—Te lo agradezco pero ahora prefiero pasear solo.
Me alejé de ella sin mirarla. Tengo que confesar que la presencia de Silvia me desconcertó en un primer momento. A pesar de su juventud – no creo que superara los veinte años – y de su candidez, pensé que quizás me estaba ofreciendo algo más que un simple espectáculo en las calles del barrio. Ahora me avergüenzo de mi fatua desconfianza.
Caminé por la Vuelta de Rocha y asomé la mirada hacia el puerto: El agua del Riachuelo, negra de brea, oscurece los reflejos del barrio. Da la impresión de que a los vecinos se les escapó el futuro entre la chatarra del astillero y los sueños de Benito Quinquela. A la izquierda brota Caminito. A la calle Caminito le lavaron la cara para que saliese bien en la foto. Las fachadas lucen bonitas pintadas con vivos colores, aquí los adoquines del suelo no tienen desconchaduras. Los artistas venden su obra en pequeños puestos al aire libre; la mayoría de los cuadros que allí se exhiben se denigran voluntariamente a la categoría de souvenir. Desde ahí el Riachuelo y La Bombonera permanecen ocultos; la música de tango se escucha, pero suena lejana. La Boca es otra cosa: hay que vivirla. No es posible ni lícito intentar fotografiarla para que aparezca en las postales.
Volví sobre mis pasos con la intención de cumplir mi palabra. Divisé de nuevo a Silvia. Se acercaba con respeto a los grupos de turistas e intentaba que consumiesen en el local para el que trabajaba. El interior del local era minúsculo. La clientela se sentaba formando grupos en cuatro o cinco mesas de hierro colocadas en plena calle. Un hombretón con bigote y pañuelo azul al cuello, acomodado en una pequeña banqueta, retorcía el fuelle de su bandoneón exprimiendo las notas de un tango. Una joven pareja de bailarines vertiginaba los pasos y entretejían sus piernas sin dejar de mirarse a los ojos. La gente admira ese bailar rodante y desaforado de acá para allá. Yo me quedo con el beso de la mirada que va más allá del apasionado abrazo. Me dirigí hacia donde estaba Silvia y llamé su atención con un pequeño toque en el hombro.
—Ya estoy de vuelta ¿Me acompañas al bar?
Ahora era ella la que me escrutaba con desconfianza.
—Sólo me apetece tomar una cerveza antes de volver al autocar—le dije tratando de tranquilizarla.
— ¿Te gustó el barrio?— me preguntó.
— ¡Claro! Me parece un lugar estupendo ¿Vives aquí?
—Sí, en esa casa que tiene la galería en reparación. Hace unos días casi se vino abajo, mi abuelito logró recomponerla.
— ¿Haces alguna otra cosa aparte de lo de ese bar?
—Lo que viste lo hago para no perder el contacto con el barrio y para pagar las clases de inglés. Por las mañanas trabajo en una galería comercial de Palermo. Pensé que no ibas a volver, supuse que te subirías directamente al autocar o simplemente te sentarías en otro lugar. Los turistas acá siempre revolotean pero casi nunca se posan.
—Nada de eso, solo que prefería dar una vuelta antes de sentarme aquí. Perdona si te molesté.
— ¡Para nada! La mayoría de los que vienen por acá ni siquiera reparan en nosotras, o lo hacen demasiado. Te agradezco que hayas vuelto.
— ¿Se porta bien el jefe?
— No se porta mal, tampoco esto da para mucho. Acá casi todo el mundo anda con lo justo.
Casi no probé la cerveza. Tampoco tenía mucha sed y el guía, señalando la esfera de su reloj, nos apremiaba para que regresáramos al autocar. Me separé de Silvia y ella dio un pequeño paso hacia atrás antes de despedirse.
—Muchas Gracias. Si volvés a Buenos Aires intenta venir acá una tarde que juegue Boca. Esos días el barrio es otra cosa. Se respira la ilusión y las ganas de vencer. Yo casi nunca entro al estadio pero me gusta escuchar la voz de La Bombonera.
—Lo haré, pero tengo que confesarte algo: ¡Yo soy de River! —bromeé.
Silvia negó levemente con la cabeza y sonrió:¡No, imposible, no lo creo!. Vos sos lindo, vos sos de Boca.
Texto libre Trabalibros

PUBLICA Envía tus textos libres aquí
subir