Susana esperaba aletargada aún por un tibio y pesado sopor que parecía no querer despegar de sus párpados. Los codos, apoyados sobre el marco de la ventana, sostenían su rostro somnoliento.
De pronto un breve relente sacudió su piel veinteañera y depositó ralas gotas de rocío sobre sus brazos y su frente. Con un simple pestañeo, sus ojos se abrieron ante una noche oscura y desafiante, pero Susana no tenía miedo sentía que su corazón latía con más fuerza acariciando aquel encuentro. Hacía seis meses que Joaquín se había marchado con su mochila al hombro y sus botas viejas.
Entonces el sendero de la casa era un colchón dorado y crujiente de hojas secas que el viento arremolinaba a su antojo. A ninguno de los dos les gustaban las despedidas largas, sentían que era un modo de prolongar aún más el dolor que la separación les producía. De modo que Susana se fue a tender la ropa mientras Joaquín terminaba de acomodar sus cosas. Pero cuando la puerta de entrada emitió un golpe seco, ella comprendió que ya se había marchado, así que corrió presurosa hacia la ventana de la sala y comenzó a contemplarlo mientras se alejaba.
-Volveré cuando el alba de la primavera me pise los talones –le gritó él al darse vuelta.
- Y yo te aguardaré junto al alfeizar de mi ventana repleto de nardos florecidos - le respondió ella con su brazo extendido mientras lo saludaba.
Esa noche no había querido acostarse por temor a que el sueño la atrapara y, sentada junto a la ventana, decidió esperar su regreso.
El firmamento ya clareaba y los perfumes del amanecer entraron por la ventana. Susana agudizó sus ojos y divisó una silueta de hombre que, aún sin rostro, se recortaba sobre un cielo de granate y oro.
- ¡Ay amor, has cumplido tu promesa! – prorrumpió, entre sollozos, exaltada –. Y hoy, como la primera vez, espero sedienta de amor tu llegada, con el mantel blanco sobre la mesa, el café humeante y los nardo frescos en la ventana.
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