Todavía recuerdo esa mañana primaveral de campo, donde recién se empezaba a desprender el aroma único del pasto cortado por quienes, unas horas antes, ya habían preparado sus motoguadañas, el combustible, los anteojos, pantalones largos, camisas de lona mangas largas y por supuesto el mate que reposaba tranquilo en una de las bancas de la plaza.
La temperatura era ideal, siempre digo que el día perfecto es aquel donde si permaneces a la luz del sol no se registran gotas de sudor ni espejismos, pero un abuso nos podría invitar a pasar a la sombra de algún árbol, en donde tampoco los excesos de estadía son bienvenidos ya que al cabo de algunos minutos, nos invadiría un escalofrío que también nos invitaría, pero en este caso a abrazarnos a nosotros mismos y luego a salir hacia donde el sol alumbre.
Yo había elegido la sombra porque, como aquellos hombres que cortaban el pasto, un mate hacía de compañero y juntos ridiculizamos aquella paradoja estacional. Después de 30 años en este pueblo, seguía disfrutando mucho de esa soledad, pero cada tanto, un paciente interrumpía la escena, y manos a la obra.
Como estaba de guardia, el único aviso que tuve de aquél paciente fueron los golpes un tanto acelerados, continuos, con un tímido indicio de violencia. Dejé el mate en la cocina, me puse la chaquetilla y fui en búsqueda de aquel encuentro.
Lo primero que registré fueron dos personas, una más sana que la otra, una más joven que la otra, una más consciente que la otra, una más asustada que la otra, una con sombrero y la otra sin sombrero, una mujer y otra hombre, una más triste que la otra, una de pie y otra en silla de ruedas. Luego escuche algunas palabras -"¡Doctor, por favor ayúdeme!"-...-"¡Mi papá tuvo un accidente en la obra!"-. Recordé al instante aquella obra que hace ya más de 10 meses estaba en construcción, era el nuevo colegio del pueblo.
-Quédese tranquila y pase a la enfermería por favor- Le dije sin mucha sorpresa. Creo que todavía el registro que llevaba de la situación no estaba completo.
En la enfermería, su hija y yo trabajamos en conjunto para subir a su padre a la camilla. Yo lo tomé del extremo superior del cuerpo, es decir de los brazos y ella lo tomó del extremo inferior, es decir de las piernas.
-A la cuenta de 3: ¡1...2...3!- Le dije y al unísono lo subimos a la camilla.
Ella lo suelta, y cuándo yo lo suelto, por efecto de la gravedad, su sombrero se cae, y me revela el terrible traumatismo que había sufrido. Inmediatamente tomé dimensión de la gravedad del accidente, me puse un poco nervioso y empecé a evaluar su vía aérea, es decir corroborar el correcto funcionamiento de su respiración,registrar sus signos vitales, que estaban muy débiles, pupilas semi-dilatadas, algunos movimientos espasmódicos y sangre, muchas sangre.
Mientras recordaba las clases de cirugía y traumatología de la universidad e iba de un lugar a otro procurando frenar la hemorragia y estabilizar a este hombre, también escuchaba de fondo la voz cada vez más desesperada de su hija que trataba de relatarme cómo había sucedido el hecho.
-El fue a trabajar temprano en ayunas...- Decía la hija. Cada frase se interrumpía con una especie de suspiro.
-Sus amigos me dijeron que cuando estaba en el techo colocando las últimas chapas, se agarró la cabeza y se dejo caer hacia atrás...- Otro suspiro.
-¿Se va a recuperar doctor, verdad?.- Dijo y ya el suspiro se transformó en llanto.
La respuesta se pospuso, mientras yo seguía intentando frenar el foco de sangrado y aumentar los signos vitales.
La situación estaba pasando de moderada a severa y más cuando recordé la pobre infraestructura del hospital, la imposibilidad de hacerle una tomografía, una resonancia, para buscar lesiones intracraneales, acompañando a todo ésto el llanto cada vez más estruendoso de la hija, la ausencia de habla del padre, y el cosquilleo estomacal que yo venía sintiendo producto de la adrenalina generada en la escena. El tiempo en ocasiones como éstas tampoco es un aliado y las decisiones son determinantes. Era momento de derivar.
-Tenemos que derivarlo- Le digo a la hija con tono de voz neutra y aparentemente calma.
-Doctor por favor dígame que se va a poner bien- Rezaba la hija.
-Todo va a estar bien, por favor tranquilícese y tome asiento, ya le traigo un vaso de agua- Finalicé, sabiendo que quizás le estaba mintiendo y para que el suspiro ahora salga mis pulmones.
Aproveche la ruta en búsqueda del vaso de agua, para anotar en mi celular el número del chofer de la ambulancia del pueblo vecino, que me contestó con prontitud -¡Enseguida estamos ahí!.
Cuándo regreso a la enfermería con el vaso de agua veo a la hija al lado de su padre, inclinada hacia adelante y hacia bajo, próxima al rostro de su progenitor, como si estuviera tratando de escuchar algo.
-Está intentando decir algo- Dijo la joven, ya sin llanto y con una expresión de sorpresa en la cara.
Trate de animarlo a que repita la acción y para eso tuve que separar un poco a su hija de la camilla. El intento fué en vano, el hombre no sólo ya no intentó emitir palabras, sino que la intensidad de su respiración comenzó a detenerse, y el foco de sangrado que hasta el momento había contenido, nuevamente comenzó a expulsar plasma sanguíneo.
En ese momento me vino a la mente un recuerdo de cuando tenía 3 años y le pedí a mi mamá una remera que estaba en la cima de un modular. Ella estaba cocinando y con la ansiedad prematura que caracteriza a los niños en esa edad, fui yo mismo a buscarla. Trepé el modular y cuándo llego a la cima, todo se empezó a mover y lo próximo que recuerdo es que estaba en una camilla similar a la que estaba el anciano y mi papá intentando suturarme la cabeza después de un corte producido por las bisagras de aquel modular.
Y por un momento pensé... ¿Qué habrá sentido aquel día mi papá al ver a su hijo de 3 años sangrando?¿Habrá estado igual de nervioso que yo?¿Se le habrá cruzado por la cabeza la posibilidad que yo me muera?. Me estremecí, pero el recuerdo fue interrumpido por la llegada de la ambulancia.
Entraron rápidamente 2 personas con una camilla móvil, subieron al señor y subió la hija, pero antes de cerrar la puerta me dijo con los ojos cansados de tanta lágrima -Rece por mi papá doctor, es lo único que me queda- Se cerraron las puertas de la ambulancia, y al ritmo de la sirena fueron los 4 rumbo al hospital del otro pueblo.
Aquella tarde donde todavía no era de noche y tampoco de día regresé a mi asiento, el olor a pasto recién cortado ya había mermado, el sonido de las chicharras ya protagonizaban el momento y nuevamente en soledad, mi mente se dejó llevar por la imágen de la luna y tres cotorras queriéndola alcanzar.