El mendigo
Javier Casares Villaverde
Tras una dura jornada laboral y después de clasificar mis papeles y guardar todos los archivos del ordenador, me encaminé al bar de Santi a tomar una cerveza y charlar un rato con los amigos. Al pasar por la plaza de Tolosa, en el cruce con la calle peatonal por la que suelo ir y volver del trabajo todos los días, y tal y como solía ser habitual desde que la crisis dejó a cientos de personas en el paro, un grupo de mendigos que se habían adueñado de los bancos de la zona, mientras compartían unas botellas de vino peleón, se dedicaban a abordar de vez en cuando a aquellos transeúntes que, por su aspecto, imaginaban que podrían darles unos céntimos para su próxima botella o paquete de cigarrillos. Ese día me fijé particularmente en uno que no recordaba haber visto hasta entonces. Seguro que se trataba de otro de los que cada día, como consecuencia del imparable goteo de desahucios provocado por la crisis, pasan a engrosar el número de vagabundos. Su aspecto le delataba. Pulcro, ropa limpia aunque claramente pasada de moda, una piel tersa y con aspecto de no haber sufrido las inclemencias del dormir a la intemperie y la mala alimentación, barba, aunque canosa y ligeramente más larga de lo que marcaban los tiempos, acicalada y con cierto toque distinguido, mirada limpia y sin atisbos de rencor u odio contenido, aspecto sosegado y como perdido en pensamientos difíciles de imaginar. Me entró la curiosidad y, sin pensármelo dos veces, me acerqué a él para conocer la desventura que lo había llevado hasta allí.
—¿Le importa si me siento a su lado? —le dije para romper el hielo.
—En absoluto, este es un sitio público y puede sentarse donde quiera.
—Yo suelo pasar por aquí todos los días y no le había visto hasta hoy, por lo que sospecho que lleva poco tiempo en esta situación.
—No se deje engañar por las apariencias, yo soy un vagabundo pero no soy un mendigo. Hace muchos años que renuncié a las posesiones materiales y vivo con lo absolutamente imprescindible. Suelo juntarme con las personas más desfavorecidas porque, además de ser los más cercanos a mí, nunca hacen preguntas.
—¿Y a qué se dedicaba antes de renunciar a los bienes materiales?
—Hace muchos años fui escriba, rabino y posteriormente librero. Nací en Francia en el siglo catorce y vine a España a estudiar la Cábala y antiguas tradiciones árabes y hebreas. Con los conocimientos que adquirí pude interpretar un antiquísimo tratado de magia que un desconocido me regaló en mi librería de París y, con todo lo que aprendí en dicho tratado, pude elaborar la Piedra Filosofal, no sin antes hacer el voto de pobreza imprescindible para su consecución. Y desde entonces me he dedicado a vagar por el mundo intentando penetrar en los más ocultos misterios de la vida y de la muerte.
Lógicamente me había quedado estupefacto con lo que me acababa de contar el mendigo. Sin saber qué decirle, le agradecí sus explicaciones, le di la mano y, tras desearle suerte, me despedí y me levanté para dirigirme, como todos los días, al bar de Santi. Según me alejaba del lugar fui pensando que, seguramente, el hombre no había sido capaz de asumir su nueva y penosa situación y en su cabeza se había creado toda una fantasía con la que enmascarar el dolor que debe producir caer en tan desolado estado. Probablemente terminaría trastornado creyéndose sus propias fantasías. Era una pena.
Al día siguiente, al volver a pasar por aquel lugar, pensé en acercarme de nuevo a él para charlar un rato e intentar ayudarle si fuera posible, pero no le vi por ninguna parte. Pregunté a los otros mendigos que había visto allí si sabían algo de él y, sorprendentemente, no solo negaron conocer a nadie con las características que yo les describí de forma prolija, sino que ninguno se acordaba de que yo hubiese estado hablando con nadie el día anterior.
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