Trabalibros entrevista a Manuel Cruz, autor de "Democracia. La última utopía"

viernes, 22 de octubre de 2021
"La democracia no es un corsé en el que debamos embutir a la sociedad sino un conjunto de herramientas para mejorarla".
Manuel Cruz es Catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona desde 1986. Colaborador en diversos medios de comunicación (El País, La Vanguardia, El Confidencial, El Correo, El Periódico, Clarín...), también lo ha sido en la Cadena SER y en Catalunya Ràdio. Fue diputado en el Congreso entre 2016 y 2019, y presidió el Senado en la XIIIa Legislatura. 

Es autor de más de una treintena de libros y compilador de casi una quincena de volúmenes colectivos, habiendo sido galardonado con los premios Anagrama de Ensayo 2005 por "Las malas pasadas del pasado", Espasa de Ensayo 2010 por "Amo, luego existo", Jovellanos de Ensayo 2012 por "Adiós, historia, adiós", y Miguel de Unamuno 2016 por "La flecha (sin blanco) de la historia". Su libro "Transeúnte de la política" recoge su experiencia durante sus últimos años en este ámbito.

Democracia (Manuel Cruz)-TrabalibrosBruno Montano ha tenido la oportunidad de entrevistarle para Trabalibros sobre "Democracia. La última utopía", "un libro provocador que analiza los peligros a los que está sometida la democracia en nuestros días" (editorial Espasa).

- Bruno Montano, Trabalibros (B.M.): Es casi una constante o una obsesión en tus últimas obras (“Adiós, historia, adiós”, “La flecha (sin blanco) de la historia”…) la idea de una impugnación de la concepción lineal y progresista de la historia. ¿Esta idea-fuerza de la muerte de la historia, entendida en un sentido hegeliano, preside también “Democracia: la última utopía”?

- Manuel Cruz (M.C.): En cierto sentido, recorre el libro por entero, a modo de idea tutelar. Tanto por lo que respecta al cuestionamiento de la creencia en la linealidad de la historia (en realidad, pespunteada toda ella de rupturas) como de su progreso, problematizado por completo desde hace ya un tiempo (aunque, en realidad, si se recorre la historia de las ideas en las últimas décadas, constatamos que el concepto se ve problematizado, de manera recurrente, en momentos de crisis). 
Como es natural, el cuestionamiento de esta manera de pensar de una sola vez la historia no implica ineludiblemente renunciar por completo a esa perspectiva, como intentaré matizar a continuación, pero en todo caso no como premisa o punto de partida con el que quepa contar o dar por descontado, sino como posibilidad que habrá que fundamentar en el conocimiento y en el análisis del pasado.


- B.M.: En relación con la pregunta anterior, ¿defender que la historia no debe entenderse como una unidad de sentido podría equivaler a renunciar a la transformación de lo existente, a la posibilidad de “apostar por lo mejor”?

- M.C.: En absoluto. Se puede afirmar, sin contradicción alguna, que no podemos considerar la unidad de sentido como una premisa y, al mismo tiempo, apostar por la mejora de lo existente. Si pensamos esa unidad de sentido en clave de progreso, la cosa podría quedar formulada así: que no haya progreso en el sentido heredado (como avance inexorable hacia mejor, por decirlo en breve) no significa que no valga la pena que lo haya y, sobre todo, que carezca de sentido luchar para que lo haya, esto es, para la mejora de lo existente.

- B.M.: Las utopías territoriales desaparecieron en el siglo XVIII con la exploración de la última “terra incognita”, las utopías del porvenir hicieron lo propio cuando los sistemas de producción capitalista y su lógica mercantilista colonizaron todos los aspectos de la realidad. En un momento como el actual, caracterizado por una “profunda debilidad gnoseológica”, ¿es la democracia, como tú dices en este libro, “el último horizonte utópico” o cabe predicar lo mismo de alguna otra doctrina?

- M.C.: Eduardo Haro Tecglen gustaba de repetir que tanto las utopías como los paraísos ofrecidos a modo de recompensa por las diversas religiones en realidad lo que expresaban, a contraluz, eran las carencias del presente desde el que se manifestaban tales creencias. Pues bien, parece claro que aquel modo de pensar las utopías que sustituyó a las utopías territoriales, esto es, en la clave de anticipar que en el momento en el que se produjeran avances en el conocimiento y, por tanto, en la tecnología, conseguiríamos vivir situaciones hasta entonces tan deseadas como imposibles ha caducado prácticamente por completo. Baste con mirar los avances tecnológicos que hacían soñar a nuestros antepasados con una situación casi ideal de vida. La mayor parte de ellos ya se han alcanzado y no por ello hemos alcanzado la felicidad fantaseada.

Ello no implica, claro está, que no sean en principio pensables utopías que se planteen bajo una clave distinta a la del desarrollo científico-técnico. Las democracias, desde este punto de vista, podría ser una de ellas, pero no hay razón para excluir que se puedan formular otras, no necesariamente políticas, en el futuro. Depende de que vayamos adquiriendo adecuada conciencia de lo que nos falta.

Manuel Cruz (c) Desirée Rubio De Marzo 1
- B.M.: Vivimos tiempos “estresantes” para la democracia, en los que surgen utópicos del pasado que critican la democracia burguesa moderna y miran con nostalgia un pasado idealizado. ¿Estamos en el tiempo de las “utopías regresivas”, de volver la vista a ciertos momentos del pasado (años 50-60-90), anhelando lo que ya tuvimos?

- M.C.: En gran medida, sí, y tiene toda la lógica del mundo que así sea. Si de verdad asumimos que la idea de progreso (de marcha ineludible hacia mejor, como señalaba hace un momento, de una manera tal vez en exceso resumida) no se sostiene, a continuación venimos obligados a pensar que es más que probable que en el pasado no siempre acertáramos, que cometiéramos errores (un ser humano al mismo tiempo libre y que acertara siempre no es que sea por completo improbable: es que constituye casi un imposible conceptual). Ello significa, por tanto, que cabe la posibilidad de que pasara por delante de nosotros una oportunidad o circunstancia que no supimos valorar adecuadamente. De hecho, hoy hablamos con absoluta normalidad de momentos pretéritos que valoramos como mejores que los actuales desde alguna perspectiva (económica, social, política o cultural), sin que ello no convierta en sospechosos de ser unos nostálgicos redomados.

- B.M.: Afirmas en este libro que la herencia positiva del siglo XX ha sido el estado del bienestar y el anhelo de democracia; democracia que es duramente criticada en la actualidad por determinados discursos populistas que, atribuyéndose ser la voz del pueblo, pretenden regenerarla incluso saltando por encima de la ley. Pero siendo la democracia un estado de derecho, ¿atacar la universalidad de la ley no pondría en peligro el principio de igualdad?

- M.C.: En efecto: de ahí mis enormes reservas hacia quienes hablan de la ley con desdén, cuando no con desprecio, como si fuera una mera instancia represiva al servicio del poder, y en consecuencia merecedora de ser modificada, cuando no transgredida directamente, a voluntad de parte. Por desgracia, no es esta una actitud rara o inusual. Cuando aquella alcaldesa, recién llegada al cargo, declaró, ufana, que desobedecería las leyes que considerase injustas (¿quién?, ¿ella?) estaba expresando la falta de cultura democrática del que adolece una cierta izquierda. Y subrayo esto (de la falta de cultura democrática de la derecha mejor hablamos otro rato) precisamente porque es el sector político-ideológico más interesado, al menos sobre el papel, en la igualdad pero que no consigue pensar adecuadamente la manera de materializarla. 

- B.M.: A lo largo del libro desmontas varios mitos falsos acerca de la democracia, uno de los cuales es considerarla un estado, algo que se alcanza o se conquista, y no el verla como un proceso, una tarea en permanente revisión, cambio, corrección o perfeccionamiento. En este sentido, ¿sería la democracia un “work in progress”?

- M.C.: La democracia es la mejor forma que conocemos de organizar el vivir juntos. No es un corsé en el que debamos embutir a la sociedad sino un conjunto de herramientas para mejorarla. Por eso, a medida que la sociedad va cambiando, también el entramado de derechos que la democracia garantiza se debe ir modificando. Así, desde las formas fundacionales de la democracia hasta las actuales, hemos ido viendo que esta ha ido cambiando en muy diversos sentidos, aunque todos orientados en la misma dirección: la de ampliar la presencia de la ciudadanía (incorporando a la condición de plena ciudadanía a sectores excluidos, como podían ser, entre otros, las propias mujeres) y garantizar su participación en la gestión de los asuntos que a todos conciernen. 

- B.M.: La democracia, como utopía, como proyecto de transformación global de lo existente, ¿sería más una caja de herramientas o una caja de valores? ¿Se agotaría la democracia en su dimensión puramente instrumental?

- M.C.: La dimensión formal o instrumental de la democracia es extremadamente importante, y no debemos menospreciar su trascendencia en la medida en que, en su forma moderna, se trata de una arquitectura orientada a un fin, el de salvaguardar un modo de organizar la vida colectiva basada en determinados principios. Por poner un ejemplo concreto: el garantismo no es una actitud meramente procedimental derivada de un escrúpulo tecnicista de corte más bien corporativo sino que su sentido tiene que ver con la voluntad de proteger los derechos del individuo ante el peligro de un mal uso por parte de los poderes público de las herramientas de que dispone.

Trabalibros Entrevista a Manuel Cruz
- B.M.: Como bien dices en este libro, los principios revolucionarios de igualdad, libertad y fraternidad no deben ser pensados en términos de adición o yuxtaposición, sino en términos de contrapeso y control mutuo. De ahí que transformar esa triada en un proyecto político viable sea una tarea muy compleja. ¿El federalismo podría ser la forma política perfecta de la fraternidad?

- M.C.: Para mí sin duda. Y conviene subrayar esta dimensión expresamente política para evitar que la tercera pata de la tríada revolucionaria quede relegada a mero flatus vocis buenista o a sinónimo de solidaridad, cuando en ningún caso lo es (la solidaridad tiene que ver con la coincidencia de intereses, no con el reconocimiento de la condición fraterna del otro). Tampoco me valen las invocaciones, asimismo por lo general ayunas de contenido, a la fraternidad que se invoca en la expresión “con todos los pueblos de España”, sobre todo cuando quienes las hacen son tan poco fraternos con los miembros de su mismo pueblo que no se alinean disciplinadamente con ellos.

- B.M.: Afirmas, parafraseando a Indalecio Prieto pero a la inversa, que se puede ser “liberal a fuer de socialista”, es decir, se puede compatibilizar el mejor liberalismo político de naturaleza cívica y moral con el socialismo democrático, armonizando libertad e igualdad con resultados óptimos. ¿Es posible un liberalismo político igualitario que articule las libertades individuales con un papel activo del estado como proveedor de servicios y agente de redistribución?

- M.C.: Estoy convencido de que lo es. De hecho, constituye la línea en la que han pensado, por mencionar dos grandes figuras, John Rawls o Judith Shklar, aunque cabría añadir que, desde la otra tradición, Balibar ha hecho un planteamiento asimismo estimulante con su propuesta de la igual libertad. Cuando el autor de "Teoría de la justicia" desarrolla su idea de que hay que corregir desde lo público los perjuicios que a algunos les ha causado lo que denomina la lotería natural, está apuntando en esta dirección. El discurso de un neoliberalismo tosco (Gramsci a buen seguro hubiera dicho vulgar), que lo cifra todo en el esfuerzo y el mérito, olvida que, para que esas categorías puedan funcionar como criterio regulador en algún ámbito, hace falta previamente que todos puedan partir de la misma posición de salida. Y en este punto, qué duda cabe de que la lotería natural y la social deben ser corregidas, principio que los mejores liberales siempre han aceptado.

Si pensáramos en el caso de la educación, la cosa resulta más que evidente. No parte de la misma posición el niño o la niña con habitación propia en su casa, ordenador y padres de profesión liberal que disponen de una bien surtida biblioteca, que aquel otro u otra que hace sus deberes en la cocina de un pisito de cincuenta metros cuadrados en el extrarradio obrero de una gran ciudad, mientras la madre prepara la cena allí mismo, los hermanos corretean por el pasillo dando gritos y la abuela, ya mayor, ve la televisión en el comedor con el volumen bien alto. Obviar todo esto no es que sea injusto: es, directamente, cruel. 

 
Desde Trabalibros agradecemos a Manuel Cruz el tiempo que nos han dedicado y su amabilidad al contestar nuestras preguntas. Agradecemos también a la editorial Espasa el haber hecho posible este encuentro.
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