El periodista gaditano
Agustín Pery trabajó durante veintitres años en el periódico
El Mundo donde ocupó diferentes puestos. En 2007 fue nombrado director de El Mundo/El Día de Baleares, desde donde, en 2013, destapó junto a su equipo varios de los escándalos de corrupción política más relevantes en la historia de Mallorca. En la actualidad, Agustín Pery vive en Madrid y es director adjunto de
ABC.
Bruno Montano ha tenido el placer de conversar con él sobre sus dos obras. La primera de ellas, "
Moscas", nace fruto de sus experiencias periodísticas en relación con la corrupción balear. Con la segunda, "
Txalaparta", vuelve a dar vida a Iñaki Altolaguirre, un policía nacional navarro fajado en la lucha antiterrorista. Un personaje lleno de aristas, duro, inteligente, amoral, cruel, frío y tan respetado como temido dentro y fuera de las comisarías (
editorial Pepitas de calabaza).
-
Bruno Montano,
Trabalibros (B.M.): Los críticos literarios afirman que la novela negra actual es la nueva novela social, porque es el género que mejor retrata las miserias del alma humana. Y una de ellas es su alta corruptibilidad. En “
Moscas” retratas perfectamente la corrupción, sobre todo la corrupción transversal, la que afecta a todos los niveles sociales e instancias. La corrupción en tu novela implica a la policía, a los políticos, a los empresarios, a la Fiscalía, al periodismo, a la Iglesia… creo que sólo se salva la Judicatura y Hacienda, con Marga Valiente y Antonio Alsina. Hay muchas novelas que hablan de corrupción, pero esta es la primera que conozco en la que se habla en particular de la
corrupción balear, que se tiñe de la idiosincrasia propia de estas islas. ¿Cuáles son las características propias de esta subcorrupción?
- Agustín Pery (A.P.): Yo creo que la principal se resume en una frase que me atribuyo, porque creo que fui el primero que lo utilizó, y es que Mallorca es como Sicilia, pero sin muertos. Afortunadamente, suelo añadir. O con muy poquitos muertos. Ser una isla hace que, de alguna manera, todos se conozcan. Los mallorquines tienen un dicho que es: una mano lava a la otra mano, y las dos la cara. Eso quiere decir que por qué vas a sacar algo del vecino, si al final lo has visto al desayunar, te lo vas a encontrar a la hora de comer y probablemente también a la hora de la cena.
De hecho, tienen hasta un código. Cuando van por la calle con una persona y se encuentran a una tercera, a la hora de saludarse hay un gesto que significa: ahora no me saludes, porque voy con este y no quiero que sepa que somos amigos. Hay un libro maravilloso que se llama “Queridos mallorquines” donde se explican todos estos códigos. Eso, aparte de dar una serie de características en todos los aspectos, también puede ayudar cuando hay casos de corrupción. Como dicen ellos, “lo nostro no el tocan els forasters” (lo nuestro no lo tocan los forasteros). Los forasteros no son los guiris, sino los que venimos de la península.
Cuando llegas allí tú eres un "foraster". Un "foraster" al que le sorprende, y en mi caso denuncia, junto con sus compañeros, la grandísima corrupción que hay establecida en todos los niveles. Y como todos se conocen -y yo sostengo que la corrupción es la gran metástasis del alma, es como una gangrena que va obligando a amputar extremidades, partes del cuerpo- eso hace que se tapen determinados casos, que haya una especie de “omertá” pactada, no forzosamente amenazante, pero sí una "omertá" de no tocarse las narices unos a otros.
Y luego está el aspecto que te comentaba antes de “lo nostro”: el de fuera no puede juzgarnos, el de fuera no puede señalarnos, porque ya nos apañamos entre nosotros. Y claro, eso es una ciénaga perfecta para que chapotee el Shrek de la corrupción. Y en Mallorca, durante muchos años -espero que ahora sea en un grado mucho menor-chapoteaba la corrupción por todos lados.
- B.M.: Pero entre los mallorquines también hay clases. Leyendo tu libro he descubierto a los “
butifarras”, que son los que cortan el bacalao, en principio, en la isla. Aunque luego tengan que acudir a los prestamistas y a los usureros.
- A.P.: Lo que ocurre en Mallorca es una cosa histórica. Con la conquista de Mallorca por parte de los castellanos (Jaume I) las familias que llegan para participar en esa conquista y, entre otras cosas, para financiarla, reciben tierras. Esas tierras que reciben son de apellidos de gente que llega desde Aragón, desde Valencia (los Alemany, los España, los Zaforteza) y son las familias que ellos llaman de los “butifarras”. Es una especie de aristocracia balear, mallorquina. Luego están los “chuetas”, que son de origen judío (los Aguiló, los Miró…) Esas son las familias “de tota la vida” de Mallorca.
Esto, lógicamente, ha ido evolucionando y hay familias de extranjeros que se han afincado allí. Pero hay como dos líneas que a veces se cruzan, pero no excesivamente. La Mallorca auténtica real -que además, a veces, está enfrentada entre los de la “part forana” (los de fuera) y los de Palma- es la de esas familias. Esas familias tenían esos terrenos hace muchísimos años y ocurrió un hecho muy común: el primogénito heredaba las mejores tierras y el segundón heredaba las peores. Pero las mejores tierras en aquel entonces eran las del interior, porque eran mejores para la agricultura que las de la costa. Y cuando llegó el turismo los que hicieron fortuna fueron los segundones, que son los que tenían esas tierras de costa que no valían nada. Y ese fue el maná, el oro para Baleares.
Eso, evidentemente, generó mucha corrupción. Y las familias que mantenían las casas solariegas, los palacios en Palma, tenían que sostener un patrimonio que no era rentable. Pero querían mantener su estilo de vida y, aunque hubo gente que lo consiguió gracias al turismo, muchos no podían, como en “El gatopardo”, y acababan asfixiados por los prestamistas que venían de la península. Los “butifarras” tiraban de prestamistas que venían de fuera en lugar de pedirles dinero a su banco, que era el mallorquín Sa Nostra, para que no se supiera. Y al final el prestamista es un usurero que te va asfixiando, porque tú quieres seguir dando tus fiestas en tu “posesió” de Mallorca, quieres seguir llevando a tus niños al Colegio de Suiza y no quieres que tus “pares” vean que tú te has caído del escalafón. Y eso era una bicoca para un usurero. A partir de ahí, fabrico los personajes de “Moscas”.
- B.M.: Un usurero que retratas muy bien aquí en la persona de Julián Estellrich. En tu novela hablas de las moscas, que son una metáfora fundamental de la corrupción o de la podredumbre. Las moscas aparecen en la portada, en la cita introductoria y es raro el capítulo en el que no hay moscas. El escritor guatemalteco
Augusto Monterroso tiene un texto donde dice que los tres temas fundamentales de la historia de la literatura han sido el amor, la muerte y las moscas, porque las moscas están presentes en la vida casi a diario de todos los seres humanos. Considera que es una constante en la vida, como el amor y la muerte, y que merece la presencia en la literatura. De hecho, él quería hacer una antología universal de textos en los que aparecían las
moscas. Y en tu libro la mosca es fundamental porque el prestamista, auténtica mosca humana, tiene una máxima heredada de su padre que dice: Haz como las moscas, pósate en los excrementos y en las heridas de la gente y ahí hallarás tu sustento y tu prosperidad. Esto es lo que hace, aprovecharse de las heridas y las heces de otras personas, a través de su empresa Muscidae, S.L.
- A.P.: Es que yo creo que en la vida, sobre todo de la gente que es más miserable de espíritu, la debilidad ajena es su fortaleza. Es decir, buscas allá donde puedes conseguir un rédito, un beneficio, y la fragilidad en la situación más complicada que viva el otro es donde tú vas a chupar, vas a comer, vas a alimentarte. Y siempre he visto que eso se puede aplicar a muchas cosas en nuestra vida, tanto en la política como en nuestras relaciones, en lo social, porque además es la ausencia absoluta de piedad. En esa frase se resume el mal “per se”, el mal utilitarista, donde que no hay excusa mental ni problemas psicológicos y esto me llama muchísimo la atención. Porque además, cuando a alguien le atrae mucho el mal y le interesa describirlo, como es mi caso, es también porque, en contraposición, considero que lo que hay que valorar infinitamente es la piedad. Y esa frase no tiene nada de piedad. Y cuando estoy trabajando en el periódico y veo determinadas actitudes (en las guerras, en el terrorismo, pero también en la política o en la economía) lo pienso muchas veces. Me parece que hay mucha mosca revoloteando y muy poco insecticida.
- B.M.: Hablas de hacer el mal por interés, del calcular los efectos de este mal, pero
Iñaki Altolaguirre no es un malo interesado. En su caso hace el mal porque le nace, es un rasgo casi genético, que circula por la sangre de los Altolaguirre. ¿Es un poco sociópata, no?
- A.P.: Es un todo sociópata. Él no se posa, él lo que genera alrededor suyo es el miedo, el terror. Eso es lo que a él le satisface. Él no busca un rédito en la lucha ni en su trabajo policial, ni busca un rédito de medallas, ni nada. Él en el fondo lo que es es mala gente, un sociópata.
- B.M.: Es alguien que busca el poder y el control sobre otras personas. Ver otros sometidos a su control le da placer y por eso actúa de esa manera, es un adicto a esa sensación y la busca.
- A.P.: Claro, encuentra gusto en decir: me tienes miedo, te tengo atemorizado y cuando paso alrededor todos os arrugáis. Hay gente a la que eso le apasiona, como si fuera un skin. Esa es su droga, lo que le convierte en un sociópata.
- B.M.: Hablemos ahora de “
Txalaparta”, tu segunda novela. En ella también hablas de cierto tipo de corrupción, en este caso ideológica, filosófica, política, por llamarla de alguna manera. Retratas esa atmósfera tóxica, envilecida, que se vivió en los “
años de plomo” en el
País Vasco. No es una novela sobre ETA, sino una novela que transcurre en un momento en el que
ETA intoxicaba ideológica y políticamente a la sociedad vasca.
- A.P.: Y mataba. Yo siempre digo que, ahora que estamos viviendo estos procesos repugnantes de blanqueamiento, unos decidieron matar y otros no eligieron morir. Y eso para mí es una cosa fundamental. Es decir, hubo unas alimañas que decidieron asesinar a otras personas. Esas personas no hicieron nada y, sobre todo, no decidieron poner la nuca. Unos empuñaron la pistola y otros acabaron poniendo la nuca sin esperárselo.
Aunque no sea comparable, porque una cosa es una guerra y otra es terrorismo, Estados Unidos vivió una auténtica derrota en Vietnam. Han escrito libros, ensayos, rodado películas, compuesto música… Nosotros, como elemento narrativo, había muy poco. Hay unas obras muy buenas sobre ETA, pero no sobre lo que puede provocar vivir en una época como esa. Afecta en todo: afecta a los sitios que frecuentas, a los locales a los que vas, a la gente con la que dejas de quedar porque ya no son de los tuyos.
Por ejemplo, en aquellos años, en el casco viejo de San Sebastián, de Bilbao o de Pamplona, tú no ibas con una riñonera, porque si lo hacías lo más probable es que fueras policía. Y en tu instituto, cuando se votaba al Delegado de curso, solía ganar uno que era de Jarrai, porque si no le votabas igual tenías un problema. Se dividieron familias, se dividieron sociedades. Se señalaron a unos y perdonaron a otros. Se mandó a un exilio interior a muchísima gente y a un exilio exterior también a muchísima gente. Se perdonaron cosas imperdonables. Y se callaron. Hubo sobre todo una masa gris que silenció y que quiso justificar, no a los terroristas, sino justificar su propio miedo con un “bueno, es que el otro algo haría”.
Todo eso genera durante años una sociedad enferma, pero no solo en el País Vasco ni en Navarra, sino en toda España. Creo que eso es material para literatura. Todo eso yo lo quise trasladar a una novela que, evidentemente, radicaliza algunas cosas, pero lo más importante para mí es que tuviera un poso real.
Un compañero de Donosti me hizo el mayor halago que me podía hacer cuando me dijo: se la he dado a mis hijos para que la lean y entiendan lo que vivimos en esa época. Eso era lo único que me preocupaba realmente al escribir “Txalaparta” y creo que describe de manera real y creíble esa época horrible y espantosa. Yo creo que todo lo que ocurre en esta novela es fabulado, pero no es fabulación. Los personajes son ficticios pero los hechos que describo proceden de cosas reales que yo he visto.
- B.M.: Y queda reflejado en el personaje de
Edurne, que pienso que es la protagonista principal de la novela.
- A.P.: Sin duda. Y te lo agradezco, porque mucha gente que la ha leído se ha fijado, lógicamente, en Altolaguirre, porque los malos siempre atraen mucho más, pero para mí el personaje principal es Edurne. Ella al final es “La Pietá”, la madre doliente que intenta sacar adelante una familia con un marido sociópata y miserable que la maltrata psíquicamente y un hijo que la desprecia a ella porque tiene un padre “txakurra”, un padre Policía Nacional, y él se vuelve de Jarrai para castigar a su padre, pero a quien está castigando y destrozando la vida es a su madre, que para mí no solo es la heroína, sino el eje central de la novela.
- B.M.: Ese es el drama principal, la disección emocional que haces de una persona en la que concurren varias cosas: no le habla el vecindario, no la comprende su familia, no la comprenden ni siquiera las mujeres que han venido de fuera y sus maridos también están amenazados, ni el hijo, ni el marido, ni en el trabajo. Es lamentable la situación de esa persona, ella es la víctima auténtica de todos los colectivos.
- A.P.: Ella es un caso único, porque es una mujer “uskaldún”, criada en el euskera en un valle navarro, que se casa con alguien de su pueblo que se convierte en Policía Nacional antiterrorista. Ahí llevo al extremo la trama, radicalizo los ingredientes. Pero esa situación, de alguna manera, se vivía en esos años, y todavía se vive.
A mí hoy, todavía, cuando voy por el casco viejo de Pamplona, algunos amigos me aconsejan que me quite la pulsera que llevo de la bandera de España, que a mí me recuerda muchas cosas, sobre todo a gente que he perdido. Y cuando tú venías de determinados sitios, había determinados lugares a los que no era conveniente que fueras, porque ellos no se sentían cómodos contigo ni tú con ellos. Y no me refiero a que fueran simpatizantes de ETA, que con esa gente no hay que sentirse cómodo nunca, sino a que eras un elemento distorsionador, te sentías fuera de sitio.
Y eso, desde luego, les pasaba a las mujeres de los policías nacionales y guardias civiles, a las que trataban como apestadas. Y a sus hijos, que vivían en una casa cuartel de la Guardia Civil como la aldea gala pero al revés, rodeada de alambres de espino, donde los niños jugaban dentro del patio pero no podrán bajar al pueblo del valle porque eran los hijos de los “perros”, de los guardias civiles. Yo eso lo he visto yendo en el coche y se me caía el alma a los pies. Eso es material para una novela, pero sobre todo es material para que nos lo hagamos mirar como sociedad. Y yo reclamo que eso no se olvide.
A mí, como puede verse también en “Moscas”, me obsesiona la podredumbre del alma y en “Txalaparta” utilizo una frase de Montesquieu que viene a decir, más o menos, que cuando quieres hacerte temer, te acabas haciendo odiar. Y el odio es insuperable. El temor lo puedes manejar, pero el odio no. Y creo que Altolaguirre, que es el personaje que se contrapone con Edurne, al final lo que provoca es odio. Y lo disfruta.
- B.M.: Es interesante también el recurso narrativo que utilizas en “Txalaparta”. Edurne va escribiendo una carta, que actúa como viga maestra del libro, y a partir de los avances de la carta van surgiendo diferentes historias de su vida cotidiana y del resto de personajes de la obra. Me imagino que era una manera de ordenar el texto.
- A.P.: Lo he ordenado como he podido, porque yo soy un tío caótico y desordenado. A mí cuando se me ocurrió escribir “Txalaparta” fue por una imagen que vi en una plaza de Villaba y me la apunté en un post-it. Y a partir de esa imagen pensé que podría haber una madre y un chico mirando, recordé el cuadro del oficinista que está en el bar de Edward Hopper, que me gusta mucho, donde nadie mira a nadie, y pensé que en mi caso alguien estaría mirando, una madre. Y fíjate que empecé escribiendo una carta de la madre al hijo, pero a medio camino cambié y pensé que a quien tenía que escribir la carta era a la mala bestia de su marido, que la ha dejado con un hijo al que no ayuda a sacar adelante moralmente. Y esa carta fue, como dices muy bien, una viga maestra que me ayudó a ordenarme un poco.
- B.M.: A partir de las dos o tres últimas líneas de cada fragmento de carta se deriva el tema del párrafo siguiente de la novela.
- A.P.: Sé que no es nada ortodoxo, mi editor me dice que soy un tío raro y tiene razón. “Moscas” la escribí en una determinada situación complicada en la que tuve que parar física y laboralmente y la mujer que tengo a mi lado, que es la persona más sabia y más maravillosa del mundo, me dijo: pues escribe, porque eso te sentará bien. Pero en el caso de “Txalaparta” empecé a escribir por hobby, a partir de esa imagen que te contaba.
Yo escribo siempre en el móvil y ahí escribí el arranque de la novela, pero luego Teresa, mi mujer, me aconsejó volcarlo en el ordenador. De lunes a viernes yo me debo a mi periódico y si pasan cosas, el fin de semana también. El sábado lo dedico a descansar con la familia y los amigos. Pero yo siempre me levanto muy pronto y, como dice uno de mis amigos, tengo muy mal redormir. Así que, para no molestar a mi mujer, los domingos cuando me despierto, me pongo a escribir.
No es muy ortodoxo. Y como me daba miedo que, de domingo a domingo, si leía lo escrito anteriormente tuviera la tentación de tirarlo todo, leía solo el último párrafo y a raíz de ahí seguía escribiendo, hacia donde me llevaran las imágenes y la idea que tenía. De hecho, el final de la novela lo escribí en el tren camino de Pamplona, en el móvil, porque me vino en ese momento. Luego, claro, el pobre editor tiene que echarme un capote, porque escribo a toda leche y repaso muy poco.
- B.M.: Por eso te he oído decir que “Moscas” fue terapéutica y “Txalaparta” lisérgica.
- A.P.: Así es.
- B.M.: Para rematar, quiero destacar una serie de recurrencias que formarían parte de tu sello, tu marchamo, tu estilo. Una es la fascinación literaria por la
violencia.
- A.P.: Sé que suena fatal, pero a mí me encanta. Sobre todo porque lo que a mí me apasiona como persona son los extremos, el momento en que una persona pierde la chaveta, como decimos en Cádiz, y es capaz de hacer cualquier cosa y llegar al extremo. Y por el contrario, el sociópata que encuentra el disfrute y el gozo en hacer daño. Y yo creo que eso es terrible, pero también es muy humano, porque pienso que mucha gente en nuestro inconsciente hemos pensado muchas más veces en hacer el mal que en hacer el bien. Es decir, el bien, a los que somos gente normal, nos sale. Se cae alguien en la calle y acudes a ayudarle, estás viendo un atraco e intentas evitarlo. Creo que la inmensa mayoría de la gente, a lo mejor no en el primer segundo pero sí en el segundo o tercero, vamos a hacer el bien. Pero lo otro también lo tenemos en la cabeza.
Es decir, tú deseas el mal a quien te hace el mal. Hay gente a la que dices: ojalá te mueras. Y eso, afortunadamente, no lo acabas haciendo, pero lo tienes en la cabeza. Yo creo que la vocación de hacer el mal está mucho más presente que la de hacer el bien, lo que ocurre es que realmente, por la civilización y por las reglas que nos hemos dado, lógicamente tiene que predominar el bien. Pero el mal está siempre presente en nosotros, en nuestro fuero interno. Tú te das un golpe en el coche y lo primero que haces es cagarte en el otro y, como mínimo, le insultas en tu cabeza. Y la violencia también es verbal.
A mí eso me fascina y creo que tratar de vivir ajeno a la violencia, hacer como si no existiera, es absurdo. Entonces, ¿por qué no narrarla, por qué no contarla? Yo no la jaleo ni la aprecio, me parece repugnante. Y la violencia que más asco me da no es la que se produce en un segundo, sino la que practica gente como Altolaguirre, que ejerce la superioridad sobre el más débil. A mí me repugna, porque además me parece ventajista y cutre. Pero la violencia me atrae muchísimo.
- B.M.: Otra recurrencia sería la ironía y la retranca. He recuperado una frase tuya de un artículo que publicaste en Zenda en la que decías: "A mí la ironía me brota por cada poro".
- A.P.: Yo tengo genio y uno de los mecanismos que tengo es la ironía, la retranca. Además me gusta mucho, tanto utilizarlo con la gente como que la gente lo utilice conmigo. Yo me río mucho de mí mismo, porque para mí también es terapéutico. Creo que conozco bastantes de mis defectos y me quedan muchos más por descubrir.
Mi padre me enseñó una cosa, me dijo: "En la vida hay, como mínimo, quince millones de personas mejores que tú. Tienes que dedicar tu vida a reducir un poquito esa cifra". Y una de las maneras que tengo yo de tratar de ser mejor es conociendo mis defectos y para eso utilizo la ironía. Juego mucho con ella, sobre todo conmigo mismo. No se trata de vacilar a la gente, sino de propiciar una complicidad a través de la ironía, de la sátira, de la burla, de la picaresca… Me gusta mucho y me parece que es muy sano. Y creo también que cada vez la practicamos menos, porque tenemos la piel más fina.
- B.M.: Antes comentabas que eras un escritor al que estimulan las imágenes y eso se nota en tu estilo. Tanto “Moscas” como “Txalaparta” son dos novelas atmosféricas, en las que retratas cosas que conoces -en el caso de la primera el ambiente balear por tu trabajo y en el caso de la segunda el País Vasco por tus lazos familiares. Eres un escritor atmosférico que parte de imágenes, no de ideas, sueños o recuerdos, sino de lo que ves. Eres un periodista entrenado en mirar.
- A.P.: Sí, entiendo que es por el oficio que practico, en eso es lo único en lo que se puede parecer a la policía o a las fuerzas de seguridad, en que al final tienes que observar al resto. En el periodismo tienes que observar para poder contar, tienes que poner luz en las zonas oscuras para poder explicar las cosas. Y no puedes explicar nada si no lo ves, si no lo observas, si no te fijas. Observar no es solo mirar a través de una ventana, es también leer. Y yo creo que eso se refleja en mi forma de escribir, de contar o de explicarme, es a través de imágenes porque yo trato de observar mucho, me fijo mucho siempre en todo lo que hay alrededor.
De hecho, si estoy en un restaurante me fijo mucho en las mesas que hay alrededor. No digo que sepa leer los labios, pero puedo intuir bastante. Me gusta mucho ver la gestualidad de la gente, porque los gestos dicen mucho de alguien. Por ejemplo, si alguien echa el cuerpo hacia adelante al hablar sé que esa persona es de gatillo fácil, como yo. O que quien no mira los ojos es habitualmente más tímido o miente más.
Me fijo mucho y es verdad que observar es la materia prima para escribir, en mi caso. Sobre todo porque yo escribo, como decías antes, sobre las cosas que conozco. Yo sería incapaz, porque no tengo tiempo y probablemente tampoco tenga la habilidad, de escribir de algo que desconozco.
- B.M.: Tratas de escribir una ficción verosímil.
- A.P.: Exacto, porque si no me habría sentido un impostor, un “chufla”. E intento no serlo, en la medida de lo posible.
- B.M.: Hay algo que también me ha gustado mucho y es que en tus novelas no hay mensaje, no hay lección, no hay moraleja, no hay moralina, no hay grandes discursos. Lo que te hace pensar es la trama, la acción, pero no las parrafadas o los intentos de discursear de los protagonistas.
- A.P.: Es que no me brotaba y alguna gente no es que me lo haya reprochado, pero me lo ha señalado. Me ha dicho que no hay compasión, pero es que escribiendo sobre esto no me salía hacer una fábula o incluir una moraleja. Cuando escribo novelas yo no quiero hacer pedagogía con la gente, yo escribo lo que en ese momento considero. Trabajo en un periódico y hacemos y contamos noticias, pero para mí esto es un disfrute, un gozo, es escribir, contar algo que tienes en la cabeza, que ya has reposado y lo explicas.
Lo que yo pienso sobre la corrupción y el terrorismo lo he dejado claro en las columnas que escribo en los periódicos donde he trabajado y trabajo -ahora mismo en ABC- o cuando me han puesto un micrófono o he tenido que escribir informaciones. La gente que quiera saber lo que yo pienso de las cosas ya lo sabe, aquí soy un escritor escribiendo una novela, no soy un periodista que tiene que contar y opinar sobre ETA o sobre la corrupción.
Cada uno al leerme luego que piense lo que quiera, pero sobre todo espero que crea que es una novela digna de ser leída. Eso es importante para alguien que escribe, que lo que haga sea digno de ser leído. Con todo el respeto al que considere que no lo es, lógicamente, porque no hay nada más libre que leer.
- B.M.: Por las razones que has comentado, cuando te planteaste escribir no pensaste en escribir un ensayo ni una crónica periodística, te nació la ficción.
- A.P.: Claro, y en el caso de “Moscas” también por respeto. El mérito de combatir la corrupción en Baleares y sacar adelante los casos no es mío. Yo era el Director que tuve la fortuna de tener un equipo espectacular, increíble, de gente en su mayoría más joven que yo, sacrificada, inteligente, valiente, esforzada, que sacó adelante unos casos de corrupción muy complicados y con todo en contra. Yo lo que hice fue ponerme delante para que supieran que les iba a proteger y defender como Director. Yo podía guiarles y enfocarles, pero el trabajo de verdad lo hicieron ellos.
Quien puede escribir un libro sobre la corrupción en Mallorca son ellos, no yo. Yo lo que puedo hacer es contar cómo me afectó a mí esa metástasis, qué es lo que operó en mí y cómo se convierte eso en una novela. Para mí una cosa que queda clara en “Moscas” es que nadie conoce a nadie. Mallorca era un parque de atracciones de la corrupción y yo, periodísticamente, disfruté mucho, pero familiarmente fue muy duro.
También hice en esa época grandes amigos, a los que considero hermanos y hermanas. Pero hay algo que me provocaron esos siete u ocho años en Mallorca y es un sentimiento de desconfianza. Yo nunca he sido un tío desconfiado y esta es una de las cosas que me dejó más poso malo. Y también esa sensación de justificar el mal por justificarlo, el latrocinio, el saqueo del dinero de todos… a mí eso me enfadaba mucho, no solo que lo hicieran, sino que encima se jactaran de hacerlo y que pontificaran.
Ver a los politicastros corruptos de turno dando lecciones de moral, ver que gran parte de la sociedad no le daba importancia, ver que había una justicia de parte, unos fiscales más proclives a un lado o a otro… Esa época a mí me dejó ese poso. Luego, evidentemente, ha habido otros casos de corrupción. Pero eso fue lo que me ocurrió a mí y contar la novela me ayudó, por eso también fue terapéutica.
Desde
Trabalibros agradecemos a
Agustín Pery el tiempo que nos han dedicado y su amabilidad al contestar nuestras preguntas. Agradecemos también a
Plaza Radio y a la editorial
Pepitas de calabaza el haber hecho posible este encuentro.