En una carta que Ezra Pound le escribió a Walt Whitman le decía que ambos tenían la misma savia y la misma raíz y que, por lo tanto, entre ellos podía haber comercio, podía establecerse una relación fecunda cimentada en su amor común por la poesía y la literatura. Compartir una pasión nos iguala, nos une, nos hermana felizmente. El otro deja de ser un extraño para convertirse en un ser cercano que nos recuerda a nosotros mismos. Los lectores nos queremos, buscamos el abrazo, nos sentimos solidarios en una cruzada contra la fealdad asumida como destino, contra la constante amenaza del aburrimiento, contra la ignorancia entendida como inevitable, contra la sospecha de que no hay nada noble en este mundo, contra el olvido de lo que podríamos llegar a ser, de lo que un día fuimos cuando la vida era nuestra.
Hay muchas razones para vivir, casi tantas como para dejar de hacerlo, pero cuando encontramos una de ellas que rompe el equilibrio y nos inclina hacia la vida, podemos considerarnos muy afortunados. Los libros pueden ser una de esas razones para vivir tan válida como otras. Alice lo sabe y Lola también. Ambas emprenden la lectura a cuatro manos de un libro que las unirá y cambiará sus vidas. Una pequeña librería madrileña de lance regentada por Lola y su marido -traductora ella y editor represaliado él, a los que la Guerra Civil española robó sus vidas- sirve de marco en el que la historia principal y el libro que la anima coinciden.
"No somos muchos ni somos los mejores, pero somos los que estamos aquí" -dice Alice, vinculada a las Brigadas Internacionales que lucharon en la Guerra Civil española y que decide quedarse en la triste España de la posguerra. Resistir es la clave. Mientras se resiste hay dignidad, mientras se resiste nunca se pierde del todo. Y qué mejor apoyo para resistir que la palabra y el amor a los libros, que nos permiten explorar los diferentes planos de la realidad en busca de una entera posesión de nuestra vida y un intento de perfección de la misma.
Esta posibilidad, a mi entender, es la que apunta Marian Izaguirre en "La vida cuando era nuestra" cuando afirma que las novelas nunca reflejan quiénes somos pero sí quiénes soñamos ser. Hermosa poética que señala una de las bondades máximas de la literatura y de la que participan al mismo tiempo tanto los lectores como los escritores, a saber, el conocimiento de uno mismo a través de lo escrito y el descubrimiento de lo que nos pasa y, por lo tanto, de lo que nos hace afines al resto de nuestros semejantes. En definitiva, el hombre que escribe y el hombre que lee se afanan ambos por buscar una palabra que los interpele y los proyecte.