"Como un perro sin pedigrí y muy dejado de la mano de dios", así se sintió frecuentemente Patrick Modiano durante su infancia y su juventud, en las que padeció la "dureza e inconsecuencia" de su padre, con el que nunca llegó a intimar, y el semiabandono intermitente de una madre mucho más comprometida con su carrera de actriz de tercera que con el cuidado y educación de sus hijos ("no recuerdo de ella -afirma Modiano- ni un ademán de ternura auténtica o de protección. Me notaba siempre hasta cierto punto con la guardia alta en su presencia").
El joven Patrick malvivía a veces con su padre, a veces con su madre, y siempre con los amigos y amantes poco recomendables de ambos y lo hacía en hoteluchos, pensiones y habitaciones miserables que apenas podían pagar. Esta circunstancia, unida a sus largas estancias en internados, donde se le abandonaba a su suerte, hacen que inicie su relato autobiográfico "Un pedigrí" con una dura afirmación de orfandad emocional: "Nunca me he sentido hijo legítimo y, menos aun, heredero de nada".
Tras esta afirmación Modiano inicia el relato de su infancia y juventud y nos llama rápidamente la atención el carácter "documental" del texto. Más que unas memorias al uso, unas confesiones o una autobiografía estamos ante un levantamiento de acta. El texto es frío, objetivo. En el texto Modiano exprime los datos de su memoria, pero establece con él una sorprendente distancia emocional. No busca con su escritura la catarsis ni la reconciliación con su pasado, disecciona asépticamente sus primeros años y los muestra pinchados con un alfiler, como lo haría un entomólogo desapasionado.
Con este texto el escritor francés pretende dar cuenta de una "vida de contrabando" compuesta por hechos y gestos mínimos que no dejaron huella porque no formaron parte de la vida de verdad. Escribirlo supuso para Modiano "liquidar" para siempre y sin nostalgia una parte de su vida que no era la suya y, al mismo tiempo, facilitar al lector las claves de su poderoso desarrollo interior, que avanzaba al ritmo de sus lecturas, cada vez más abundantes y complejas, y de sus paseos solitarios por las calles de París ("soy feliz cuando camino solo por las calles de París").
A los 21 años y, coincidiendo con su mayoría de edad y la publicación de su primer libro, corta toda relación con su padre, al que nunca más volverá a ver. Por primera vez en su vida se siente "ligero", tranquilo, puede bajar la guardia y cruzar antes "de que se derrumbe el pontón podrido". El pontón ha caído, pero él ha conseguido llegar a la parte soleada, en la que ya no se siente como un pasajero clandestino y en la que puede elegir con quién, dónde y cómo vivir. La escritura y la lectura corregirán con su largo aliento una vida que parecía destinada a la esterilidad y al dolor.