"Decía la leyenda que todo aquello que siendo real negamos con una mentira se disolvía hasta transparentarse, hasta desaparecer, y pasaba a ser el alimento con el que se nutría el mal [...] Todo lo negado se convertía en el alimento para el mal y, como su legítimo dueño había renunciado a él, terminaba por desaparecer para que la parte oscura del universo se cobrase su pago".
Quince años de convivencia con una persona deberían de ser suficientes para conocerla. En la cabeza de
Manuel repiqueteaba esta idea sin descanso desde que un accidente de automóvil le privó, para siempre, de uno de sus seres más amados. Tal y como sucedió hace muchos años con sus padres. Tal y como pasó hace ya mucho tiempo con su hermana.
La historia del pasado se repite cuando de algún modo ya se sentía inmune a los reveses del destino, al considerar haber pagado con creces la cuota de desgracia que cada ser humano tiene asignada en la casilla del "debe" y que nunca es suficiente para contrarrestar la del "haber". La muerte de Álvaro reabre cicatrices y le recuerda a Manuel que nadie está a salvo de los amargos caprichos de la fortuna, poniéndole cara a cara con una realidad muy distinta de la que creía conocer.
Álvaro era su marido, su apoyo, su compañero de vida. Y las extrañas circunstancias que rodean su fallecimiento muestran una faceta de él totalmente desconocida e insospechada para Manuel, tal vez demasiado absorto en su trabajo de escritor, tal vez demasiado acostumbrado a mirar al mar en lugar de a la cotidiana y pragmática realidad como para darse cuenta de que mantenía una doble vida. La información de la Guardia Civil no dejaba espacio para la duda: el cuerpo sin vida de
Álvaro Muñiz de Dávila había aparecido dentro de su automóvil de madrugada, en una carretera de la Chantada, provincia de Lugo. A Manuel, sin embargo, le dijo que iba a Barcelona para reunirse con un cliente.
Al desconcierto inicial de asumir que su marido le había mentido sobre el viaje -y quién sabe sobre qué cosas más- se suma el impacto de descubrir la existencia en
Galicia de una familia que Álvaro se había esforzado en ocultar: la suya propia, los Muñiz de Dávila, marqueses de Santo Tomé desde el siglo XVII. La incredulidad de Manuel va en aumento cuando Griñán, notario y albacea de Álvaro, le comunica que tras la muerte de éste ha pasado a ser heredero y administrador de la fortuna familiar, que incluye el magnífico pazo de
As Grileiras -la residencia que durante siglos ha pertenecido a los Muñiz de Dávila, a la que acompaña un precioso jardín cuajado de fragantes gardenias-, unos campos de viña y unas bodegas vitivinícolas dispuestas en un arrebatador paisaje gallego de sobrecogedora belleza, la
Ribeira Sacra.
Aunque la Guardia Civil ha dado por cerrado el caso, la astucia e insistencia de un agente del cuerpo jubilado llamado
Nogueira siembra las suficientes dudas en Manuel como para instigarle a indagar, sacando fuerzas de donde no las hay mientras va descubriendo la cara oculta del que era su marido. Debatiéndose entre la ambigüedad de que el auténtico Álvaro pudiera ser ángel o demonio y con la ayuda de
Lucas, un sacerdote amigo del fallecido desde la infancia, el heterogéneo grupo de tres emprenderá una investigación con los medios a su alcance más digna de unos profesionales que de unos aficionados, tratando de llegar hasta el final del turbio asunto y siendo conscientes de que, "a menudo cuando se investiga un asesinato termina por salir a flote mucha porquería que permanecía anclada al fondo".