1509. Santo Domingo. Plaza de Armas. Taberna de los Cuatro Vientos. Unos “caballeros de capa raída y hambre entera que sueñan con conquistar imperios cuando no son capaces de ganarse un simple plato de lentejas”. El “ave de halagador trino” Hernán Cortés Pizarro, un borrachín Vasco Núñez de Balboa, el cuarentón y fumador Juan Ponce de León, un anciano y abatido Cristóbal Colón acuden al mismo lugar, a la misma taberna a mojar el gaznate y a paliar el calor sofocante, que azota sus cuerpos y que corta el aliento. Alonso de Ojeda, el protagonista, escribe sus memorias en la mencionada fonda, pero la posibilidad de ajustar cuentas con un personaje de infausto recuerdo deja su tarea literaria en un segundo plano. El español Alberto Vázquez Figueroa (1936) es un autor que saltó a la lista de los más vendidos con "Tuareg" y que transmite en sus textos, ambientados en lugares exóticos, su vida de intrépido aventurero. Su biografía nos trae a la memoria los versos del caminante de León Felipe, en los que el poeta, cuando le decían que no anduviera errante y que buscara su lugar en el mundo, respondía que ya llegaría un viento fuerte que le llevaría a su sitio. Parece que a Vázquez Figueroa le gusta ocultarse tras sus personajes, ampararse tras sus ficciones, esconderse tras las imposturas que la escritura permite, imaginarse que, si hubiera nacido en otra época, quizá hubiera podido ser uno de ellos; son personajes sometidos al punto de fuga en el que el azar colisiona con la historia y sus enigmas.
"La taberna de los Cuatro Vientos" es una obra teatral con un reputado y aventurero héroe (Alonso Ojeda) y una serie de sucesivos encuentros con los mencionados personajes, que serán protagonistas de la historia en un futuro, pero que en el momento de la escena no son más que unos hombres abandonados a su mala suerte y escasa fortuna. No es el caso de Diego Escobar, que fue pérfido tiempo ha y anda enamorado hasta la médula de una joven, que le acompaña en el lecho, pero no le ha entregado el fondo de su corazón. Antes de lanzarse a la conquista de Puerto Rico y a la búsqueda de la isla de Bimini y su fuente de la eterna juventud, Escobar evoluciona (aunque las etapas no las veamos en escena) de un egoísta sin escrúpulos a un viejo con el corazón joven fruto del amor, capaz de cruzar los siete mares por una ilusión meramente carnal. La obra avanza acumulando puntos de giro, ya que carece de conflicto dramático y por ello el final llega cuando el lector todavía espera que suceda algo más. A pesar de que los diálogos están bien trenzados y hay algunos golpes de efecto ingeniosos (el duelo de las mesas, el personaje de Gertrudis Avendaño), la pieza no es más que un retrato a vuela pluma de una época y de unos hombres que iban a ser conquistadores en el Nuevo Mundo, aunque no ejercieran como tales todavía. Sobre todo, es el retrato superficial de uno de ellos, el admirado y valeroso Alonso de Ojeda.
El volumen incluye de igual modo la pieza "Alcazarquivir", un tema que ya trató Vázquez Figueroa en su "El rey leproso". En la producción literaria del escritor español, hay otro texto dramático más, fechado en 1970 y titulado "Ha llegado un hombre". Su teatro no tiene pretensiones literarias ni es provocador, ni remueve por dentro ni hace sentir la emoción a flor de piel, aunque ha sido reeditado al amparo del tirón comercial de su creador (con una errata en la p. 170). En "Alcazarquivir", la acción, dividida en dos actos, se sitúa en un palacete de Valladolid en 1594, Fray Miguel de los Santos la presenta al lector: tras la batalla de Alcazarquivir, todos dieron por muerto a Sebastián el Deseado, pero no solo está vivo, sino que pretende recuperar el trono de Portugal; sin embargo, cuenta con la negativa del rey Felipe II, su tío, quien le sucediera en el trono de manera ilegítima. Para evitar que le pasen a cuchillo partidarios del rey Felipe, Sebastián se hace pasar por el pastelero Gabriel de Espinosa, incluso ante sus posibles seguidores. La estrategia de Espinosa para recuperar el trono pasa por una mujer, la hija de don Juan, el héroe de la batalla de Lepanto, puesto que su objetivo es evitar en lo posible una nueva guerra y un nuevo derramamiento de sangre. No obstante, lo que parece solución se convierte en un atolladero, que Fray Miguel debe resolver con su peculiar entendimiento religioso.
Como el yo no es un contenedor hermético, sino poroso, Espinosa se instala en la duda y asume el rol de Sebastián a modo de máscara, es decir, cuando le interesa para sus propósitos. Espinosa es una mezcla de altivo rey y desvergonzado truhán y es esa segunda vertiente de su personalidad la que le condena y le salva a la vez, gracias a la intervención en el desenlace de su mayor rival, cuyo ánimo sanguinario no tiene mesura. Espinosa sacrifica todo con tal de seguir vivo, aunque queda la duda (es un final abierto) de que sea capaz de cumplir su juramento y dejar de pugnar por su reino. En definitiva, estamos ante un libro para pasar el rato en pequeñas fantasías de raso vuelo literario.